3/3/07

LA ECONOMIA, GLOBAL PRESA DE FLUCTUACIONES BURSATILES

Las señales de alarma provocadas por la caída de la Bolsa de Shanghai se encuentran con los problemas estructurales del capitalismo.
Oscar Raúl Cardoso
ocardoso@clarin.com

El martes pasado pareció que un pequeño mercado de valores, el de Shanghai en China, imponía una incómoda sensación de vértigo al planeta. Algunas reacciones de clara empatía de los operadores en las Bolsas que, dicen los expertos, realmente importan en la economía global, como Nueva York y Londres, obligaron a evocar las desagradables memorias de los derrumbes de 1987 y 2000.

¿Cómo pudo Shanghai, mercado que tiene un valor de apenas el 5% del que, sumados, poseen los de Estados Unidos, y en el que sólo el 3% de sus inversores lo son a escala global, ocasionar olas tan grandes que algunos creyeron que se enfrentaban a otro tsunami financiero? Nadie parece tener una respuesta definitiva a este interrogante, pero algo se sabe de la misma.

Como sucede a comienzos de estas crisis del dinero, esta vez la reacción rápida de los expertos fue la de hallar alguna causa unidimensional para el episodio; esto es algo que reduce la ansiedad en los inversores, una condición psicológica que está estrechamente asociada a cualquier fenómeno de montaña rusa financiera.

Reduce la ansiedad, entre otras razones, porque las causas unidimensionales generan la fantasía de que es posible aislarlas, contenerlas y revertirlas y porque esa certeza —muchas veces falsa— reemplaza la necesidad de examinar con ojo crítico el total del funcionamiento de la economía, nacional o global. Tras el sacudón, todo puede seguir como entonces, es la premisa subyacente.

Así se propuso que la corrida en Shanghai —caída del 8.8%— era el resultado de rumores sobre un nuevo impuesto del 20% a las ganancias de capital que Beijing impondría para enfriar su economía, y sobre nuevas restricciones a la participación de inversores extranjeros en un mercado de valores que, con apenas década y media de antigüedad, ha atraído la codicia internacional.

Que un bombardero suicida haya hecho estallar su carga frente al cuartel de Afganistán donde descansaba el vicepresidente estadounidense Dick Cheney ayudó a racionalizar el efecto contagio del resto de las Bolsas que siguieron con sus pérdidas a Shanghai. Importó poco que el estallido no se acercara a menos de dos kilómetros del lugar en el que estaba Cheney; el impacto sirvió para agrandar su dimensión.

Hace tiempo que estos balbuceos de primera hora tienen poca credibilidad. Después del "lunes negro" (19 de octubre) de las Bolsas del mundo —los mercados de 19 países industrializados perdieron más del 20% de su valor en aquel mes— las explicaciones simplistas fueron similares.

Poco después un economista de Yale, Robert Shiller, probó con una encuesta realizada a un millar de operadores bursátiles que el pánico de esos días no se había debido a ninguna información o rumor particular previo; que la decisión de vender se había adoptado cuando los inversores vieron limitada su omnipotencia para predecir el comportamiento de las Bolsas y confirmaron sus sospechas previas de que esos mercados estaban sobrevaluados.

Aunque no estuvieran dispuestos a admitirlo en voz alta, la década de la codicia sin fin y siempre satisfecha —la de los 80— había llegado a su fin, y los inversores actuaron sobre la base de esta convicción, aunque contradijera su discurso. Nada hay más cauto, ni más timorato, que el dinero.

Lo del martes no tiene por qué ser igual a octubre del 87, aunque algunos expertos anuncien otras ráfagas cercanas. Pero sin duda invita a examinar las señales de alarma de la economía mundial y, por mera extensión, los problemas estructurales del capitalismo global. No se trata ya de que éste cree asimetrías sociales escandalosas o, en muchos lugares del planeta, expulse a sectores sociales enteros de los beneficios más primarios. Estas crisis bursátiles suelen mostrar que aun quienes tienen excedentes para especular corren riesgos también.

Una forma de mirar más en profundidad lo del martes es observar los síntomas recesivos que muestra la principal economía del planeta, la de Estados Unidos. Con la tranquilidad que da no estar ya atrapado en el corsé político de la Reserva Federal, su antiguo presidente Alan Greenspan decidió usar la palabra maldita —recesión— no para anunciar su inevitabilidad sino para caracterizar uno de los escenarios del futuro cercano.

Su sucesor, Charles Bernanke, hizo lo que pudo para aquietar las aguas el miércoles ante el Congreso pero, aunque parece haber tenido éxito en el corto plazo, su optimismo quedó así y todo bajo la sombra de la advertencia de Greenspan que conserva en el mundo desarrollado su condición de gurú económico de último recurso.

Los indicios recesivos en el sector de manufactura estadounidense, el desmoronamiento del mercado inmobiliario que está desangrando los valores de la propiedad y dejando a los propietarios endeudados y perplejos porque sus ladrillos ya no hacen el ahorro por ellos, y los debates interminables por el agujero del déficit presupuestario son algunos de los síntomas de una poderosa maquinaria que, por lo menos, no funciona como se pensaba.

Hay algo de justicia poética en el hecho de que fuera Greenspan quien pusiera el dedo en la llaga. Después de todo fue él quien bendijo desde la Reserva Federal el pasado cercano de concentración escandalosa de la riqueza y las prácticas fiscales irresponsables —guerras incluidas— de George W. Bush y el que echó miradas de abuelo orgulloso sobre las prácticas corsarias de los mismos fondos buitre de inversión que hoy aportan inestabilidad en los mercados mundiales.

Otro dato imposible de obviar. Si China no fue el causante principal de lo sucedido esta vez, es innegable que aunque su mercado en Shanghai sea pequeño, su poder económico habla cada vez más con rugidos de león. Algo que conviene tener presente a la hora de evaluar la solidez del poder unilateral de EE.UU. en el mundo.

Copyright Clarín, 2007

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