Gran Bretaña se ha visto obligada a crear un interés estratégico en el Atlántico Sur, cuya existencia jamás había reconocido antes de la guerra, para justificar retrospectivamente el haber luchado por él.
Por Horacio Cardo/Tribuna: Opinión/clarin.com - El País
Max Hastings*
Hace 25 años, cuando la Argentina tomó las Falklands, yo estaba sentado en mi casa de la campiña inglesa, escribiendo un libro sobre la Segunda Guerra Mundial.
Al enterarnos de que Margaret Thatcher iba a enviar una fuerza de tareas para recuperarlas, primero pensé que la primera ministra se había vuelto loca. Parecía imposible imaginar que, en el año del señor 1982, dos países civilizados libraran una guerra por un insignificante pedazo de tierra situado en medio del Atlántico Sur.
La mayoría de mis antiguos colegas de los medios, con quienes había trabajado informando sobre conflictos de todas partes del mundo, desde Israel a la India y Vietnam, se negaron a acompañar a la fuerza inglesa cuando zarpó de Southampton porque no creían que fuera a combatir.
Me dijeron que era un tonto por perder el tiempo cuando impulsivamente decidí ir. Mi opinión era que, aunque había un 20 por ciento de probabilidades de que se llegara a la guerra, quería tener la oportunidad de contar una historia que quizá fuera una de las más grandes de la década.
Y así fue. Cuando, tras seis tediosas y vacías semanas en alta mar, una noche abordamos embarcaciones de asalto para desembarcar en San Carlos, la mayoría de nosotros todavía seguía en estado de descreimiento. Cuando vimos a los primeros Skyhawks y Mirages argentinos descender velozmente para atacar la flota, mientras los aviones caían y los buques se hundían, las escenas parecían tomadas de una epopeya hollywoodense.
Para mí —debo confesarlo— las semanas que siguieron fueron una gran aventura. A menudo tuve miedo, muchísimo frío, cansancio y hambre. Hubo momentos en que temimos ser derrotados, en especial después de las grandes pérdidas de barcos debidas a los ataques aéreos.
Pero siempre he amado al Ejército británico y la Marina Real y tenía gran confianza en ellos. Nuestros soldados e infantes de marina, a diferencia de los infortunados conscriptos argentinos, eran todos voluntarios, espléndidamente equipados y bien entrenados.
Ninguno de nosotros sentía el menor odio hacia el enemigo, pero sí un enorme compromiso visceral con la victoria, ahora que habíamos iniciado la empresa. Muchas noches me quedé acostado sin poder dormir por el frío, temblando en la cima de una montaña y maldiciendo mi propia estupidez por haberme embarcado en esta expedición increíblemente dura a la avanzada edad de 36 años.
Pero entonces llegaba el alba y empezábamos a marchar otra vez. Con la ayuda de un café y una mezcla de avena y manzana disecada calentada sobre un hornillo a querosén, mi ánimo se reconfortaba y otra vez me sentía decidido a ver cómo terminaba el asunto.
Luego de la última noche de combates, el 13 de junio, las primeras luces me encontraron junto a la principal compañía de un batallón de paracaidistas, terriblemente fatigado pero ya cerca de Puerto Stanley. Las tropas recibieron la orden de detenerse, mientras se desarrollaban las negociaciones con el general Menéndez. Como periodista, me quité todo el equipo militar y caminé solo hacia las líneas argentinas con las manos en alto, rogando que nadie me disparara.
Muchos años después, conocí al oficial al mando en las afueras de Stanley, que me había visto acercarme. Le pregunté: "¿Por qué no me dispararon? El fuego todavía continuaba". Se rió y dijo: "Usted no parecía un soldado y yo no tenía conocimiento de que hubiera un manicomio en las islas, así que pensé que tenía que ser periodista".
Cuando llegué al cuartel general de Menéndez, obtuve su autorización para seguir hasta el hotel Upland Goose. Atravesé la pequeña y árida ciudad por entre columnas de exhaustos soldados argentinos, algunos heridos, todos con cara de trágica perplejidad.
En el hotel, entrevisté a algunos de los civiles británicos, tomé un gran vaso de whisky, luego volví caminando hasta las líneas británicas para que me llevaran en helicóptero hasta San Carlos y así poder enviar mi nota a Londres. Para cuando se publicó, la guerra había terminado.
Pensaba entonces, como también lo hago ahora, que, tras la invasión argentina, Gran Bretaña tenía razón en pelear, en mostrar que siempre resistiríamos una agresión armada. Pero también pensaba entonces, como lo hago ahora, que deberíamos haber negociado un acuerdo de soberanía, porque las Malvinas significan mucho más para la Argentina que las Falklands para Gran Bretaña.
De hecho, escribí un artículo donde decía esto inmediatamente después de la guerra, que hizo que la señora Thatcher me mandara llamar y me diera una seria reprimenda. "Debería tener más juicio que la mayoría de la gente, señor Hastings, es impensable negociar con la Argentina después de lo ocurrido", dijo.
Sin embargo, el costo financiero de la guerra para Gran Bretaña es grotesco. Más allá de la factura inmediata de más de 2.000 millones de libras, todavía hoy gastamos 75 millones de libras por año para la defensa de las islas. No creo que se deba permitir que los deseos de menos de 2.000 isleños mantengan indefinidamente el veto a toda negociación.
Nos han obligado a crear un interés británico estratégico en el Atlántico Sur, cuya existencia jamás habíamos reconocido antes de la guerra, para justificar retrospectivamente el haber luchado por él.
Pero la Argentina, a su vez, debe reconocer que los acontecimientos de 1982 han demorado drásticamente cualquier acuerdo. Como combatió y murió tanta gente, y se gastaron tantos recursos del tesoro para reconquistar las islas, políticamente es casi imposible que un gobierno británico moderno renuncie a ellas.
En 1997, poco después que Tony Blair fuera elegido primer ministro, almorcé con uno de sus asesores más cercanos, Peter Mandelson, entonces ministro y actualmente Comisario británico de la Unión Europea. Le dije que tenía la esperanza de que el nuevo gobierno pensara en la posibilidad de entablar negociaciones con Buenos Aires. Se inclinó hacia adelante sobre la mesa y dijo: "¿Qué ganamos con eso? Unos pocos como usted aplaudirían. Pero el lobby de las Falklands en el Parlamento pondría el grito en el cielo, los medios se volverían locos, el público estaría indignado". Tenía razón, por supuesto. Nada ha ocurrido ni es probable que ocurra.
Mi firme opinión es que la política argentina en la actualidad debería ser como debería haber sido hace 30 o 40 años —seducir a la comunidad de las Falklands, no amenazarla—. Añadiría que, conociendo las islas como las conozco, parece incomprensible que la Argentina las quiera tanto. Allí no hay nada, absolutamente nada, que una persona sensata pueda querer. Es uno de los lugares más desolados, solitarios y terribles de la Tierra para cualquiera salvo las aves, los peces y las focas.
No creo que el petróleo resulte extraíble económicamente, como esperan algunos visionarios. En realidad, la perspectiva real de extraer petróleo sería desastrosa, porque le daría una urgencia dramática a la disputa por el futuro de las islas.
Siendo alguien que ama a la Argentina y a su pueblo —mi hijo vive allí—, agradezco que la calidez de la relación entre nuestros dos países hoy se haya recuperado.
Fue un conflicto demencial, trágico y totalmente innecesario, cuyo único beneficio duradero ha sido la restauración de la democracia en la Argentina. Veinticinco años después, saludo a los que lucharon en ambos bandos, y especialmente a aquellos que perecieron, y sigo albergando una pequeña y frágil esperanza de que algún día se pueda llegar a un acuerdo.
TRADUCCION DE: Elisa Carnelli.
*Editor jefe de "Evening Standard", historiador militar (Univ. de Oxford), ex paracaidista
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