Opinión
Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
Del mismo modo que los obreros sólo disponen de su fuerza de trabajo que cambian por el salario, los científicos, artistas y escritores cuentan con su talento y su capacidad para innovar y crear. Proteger la propiedad intelectual y retribuirla adecuadamente es de elemental justicia.
Durante siglos los artistas, intelectuales e inventores lucharon porque se reconocieran y se protegieran sus derechos, sin lograr resultados sustantivos, situación que cambió al entrar a la palestra las grandes empresas editoriales y las transnacionales que hicieron aprobar leyes para la protección de los originales adquiridos por ellas y las creaciones de sus empleados.
En la medida en que la ciencia se transformó en una fuerza productiva y la asistencia médica se generalizó, la producción de medicamentos se transformó en una lucrativa rama de la economía, realizada por empresas privadas que preservan sus intereses mediante las patentes y el monopolio de las fórmulas y los fármacos.
El problema se ha complicado extraordinariamente debido al impetuoso avance de la ingeniería genética y la biotecnología, convertidas ya en industrias que ofertan millones de productos, entre ellas los medicamentos de última generación, las semillas y los organismos genéticamente modificados que, entre otras cosas, debieran contribuir a la erradicación del hambre y a la cura de terribles enfermedades.
La influencia de los países ricos, donde radican los grandes centros de investigaciones en ingeniería genética y biotecnología y los intereses de las transnacionales de la industria biotecnológica, química y farmacéutica, lograron que la Organización Mundial de Comercio adoptara rígidas normas respecto a la protección de la propiedad intelectual, que también sirven para amparar el despojo de la biodiversidad de los países pobres y preservar el monopolio de las grandes empresas.
Como quiera que la producción de medicamentos y organismos transgénicos se realiza en las naciones ricas, sus precios son extremadamente caros y prohibitivos para los países pobres, que es donde más enfermedades y hambre se padece.
Ateniéndonos exclusivamente a la ficha de costo, producir una aspirina en Baviera o California, respaldada por una marca comercial y elaborada por bien pagados obreros, asumiendo los costos de energía, agua, seguros y otros conceptos de aquellos entornos, resulta diez veces más caro que fabricarla en Sudáfrica, Cuba u otro país del Tercer Mundo.
Ocurre sin embargo que los países pobres, con voluntad política para implementar programas de salud y asumir por su cuenta la producción de medicamentos, se ven imposibilitados de hacerlo debido a altísimos costos de las patentes.
Debido a que las firmas trasnacionales procuran maximizar sus ganancias, no suelen ceder las licencias de producción a otros países que automáticamente dejarán de ser clientes y se convertirán en potenciales competidores.
Un tratamiento para enfermos de VIH/SIDA ofertado por una empresa transnacional cuesta alrededor de 12 000 dólares al año, mientras que el mismo protocolo, elaborado en la India, como genérico, no llega a 150 dólares.
Es cierto que gracias a la resuelta posición de países como Brasil y la India se logró que la OMC permitiera a ciertos países producir los compuestos retrovirales para el tratamiento del SIDA, el problema es que no se trata sólo de SIDA sino de todas las enfermedades y epidemias y de la lucha contra el hambre y las plagas.
Los países tropicales, los más pobres y subdesarrollados tienen las peores condiciones para cosechar los granos, cereales y pastos para la alimentación humana y la cría de ganado y aves, no sólo por su atraso tecnológico sino por imponderables climáticos.
La esperanza de derrotar al hambre en el Tercer Mundo, especialmente en Africa, pasa por la introducción de procedimientos de ingeniería genética y biotecnología para crear variedades de trigo, maíz y soja y de otros cultivos, adaptadas a los climas tropicales, resistentes a las plagas y altamente productivos.
El absurdo se comprende mejor cuando se sabe que no existe una sola firma transnacional interesada en producir semillas genéticamente modificadas para cultivos sostenibles y que puedan ser manejados por campesinos pobres y pequeños agricultores, que no disponen de recursos para costosos pesticidas y fertilizantes. Existe el peligro de que la “Revolución Verde” impulsada para luchar contra el hambre se convirtiera en un obstáculo para combatirla.
ARGENPRESS.info/27/04/2007
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