El presidente del Gobierno, que no se apea de nada, tampoco lo hace de esa paradójica consideración de las misiones internacionales del Ejército como si fuesen algo parecido a la actividad en lugares lejanos de las ONG. Se reconoce, claro, el alto riesgo de algunas, como el despliegue en Líbano que estos días nos preocupa y ocupa, pero se sostiene siempre el carácter teórico de «misiones de paz», que viene bien retóricamente a una política de apaciguamiento y «alianza de civilizaciones».
Así, lo que cualquier militar, mucho o nada experto en estrategia, llamaría una emboscada -que es lo que sufrieron los soldados españoles en el sur de Líbano-, se llama oficialmente un «atentado», que tiene el matiz de que podría ser una acción terrorista contra civiles o cooperantes. Una cuestión de honor, como el distintivo negado en las condecoraciones a las muertes en acciones de guerra, tiene, para los afectados, su importancia simbólica, pero, para todos, refleja esa concepción del papel del Ejército español que se aleja de lo que realmente hacen en misiones internacionales como las de Líbano o Afganistán.
Se entiende, de todos modos, que las medidas de seguridad de los soldados no deberían depender del nombre que se dé a los despliegues de tropas en el extranjero, sino a consideraciones técnicas y garantías suficientes en base al riesgo. La falta de inhibidores y el tipo de vehículos utilizados allí -asunto que, por cierto, ya se planteó en Afganistán- debería ser, además de resuelto de inmediato, investigado seriamente para determinar las causas, los fallos y las responsabilidades. No porque, con ellos, se tenga garantía de no sufrir daños y bajas, sino por una elemental exigencia para que los que asumen directamente los riesgos de la guerra -porque eso es lo que ocurre- cuenten con todos los medios precisos.
Sobre esta cuestión fue interpelado José Luis Rodríguez Zapatero por el líder de la Oposición en la sesión de control celebrada el miércoles en el Congreso. Un debate bronco y desagradable, como no podía ser menos tras los seis muertos. Ciertamente, el presidente no puede aducir en este tema que la política exterior y de defensa es una política «de Estado» para solicitar, como arteramente hace en referencia a la antiterrorista, que el PP se comporte como él hizo cuando estaba en la oposición. Deben resonar en sus oídos las abruptas quejas, no ya sobre el apoyo del Gobierno de Aznar a la intervención aliada en Irak, sino a la posterior presencia de tropas españolas en aquel país y sus riesgos.
No hay consenso en política exterior y menos aún en el modo de combatir el terrorismo más allá de nuestras fronteras. El Gobierno mantiene criterios y posiciones antagónicos a los del anterior Ejecutivo presidido por José María Aznar y su presencia en misiones como las citadas, presentada siempre de modo tontamente edulcorado y con limitaciones que responden más a una determinada imagen que a la eficacia y hasta la propia seguridad de los militares desplegados, parece más una obligación asumida con pesar que al convencimiento. El convencimiento, aún sin resultados y con dudosas bases a la vista no sólo de lo que pasa sino también de lo que padecemos, está del lado de la Alianza de Civilizaciones.
Si no hay consenso, que en estas circunstancias sólo sería un paripé, haya al menos debate. Un debate que, ante una opinión pública como la española en la que no se acompasado la modernidad y el crecimiento económico con la reflexión sobre nuestro papel en el mundo, deberá tener buenas dosis de pedagogía sobre las posiciones de unos y otros. Sin embargo, no hay tal. Sólo una discusión, agria muchas veces, presidida por el disimulo oficial y el silencio intelectual de los otros.
Hace bien Mariano Rajoy en preocuparse por la seguridad de las tropas y por la definición correcta de misiones que, se niegue o no, son de guerra. Para conseguir la paz, claro, pero de guerra. Pero no basta con ello. En estas cuestiones, al PP -quizá salvo la labor «docente» que le han reservado o se ha tomado el diputado Aristegui- le falta una reflexión doctrinal y la claridad que reclama en asuntos concretos. Nada que ver, desde luego, con la contundencia intelectual (que ha de reconocerse se estuviera o no de acuerdo) con la del Gobierno y el partido presididos por el ex presidente Aznar. El PP, en concreto, debería explicar a los ciudadanos su postura no sólo sobre los inhibidores sino sobre la misión de la ONU en Líbano y la actitud ante Hizboláh y el embargo de armas. Y sobre el futuro de Irak, que es una grave cuestión de la política internacional occidental, que no puede despacharse, como si todo girase en torno a la foto de las Azores, diciendo que es el pasado. Y sobre... Pero parece, sorprendentemente, que la estrategia es no abordar temas polémicos. Seguirán lloviendo sustos.
Así, lo que cualquier militar, mucho o nada experto en estrategia, llamaría una emboscada -que es lo que sufrieron los soldados españoles en el sur de Líbano-, se llama oficialmente un «atentado», que tiene el matiz de que podría ser una acción terrorista contra civiles o cooperantes. Una cuestión de honor, como el distintivo negado en las condecoraciones a las muertes en acciones de guerra, tiene, para los afectados, su importancia simbólica, pero, para todos, refleja esa concepción del papel del Ejército español que se aleja de lo que realmente hacen en misiones internacionales como las de Líbano o Afganistán.
Se entiende, de todos modos, que las medidas de seguridad de los soldados no deberían depender del nombre que se dé a los despliegues de tropas en el extranjero, sino a consideraciones técnicas y garantías suficientes en base al riesgo. La falta de inhibidores y el tipo de vehículos utilizados allí -asunto que, por cierto, ya se planteó en Afganistán- debería ser, además de resuelto de inmediato, investigado seriamente para determinar las causas, los fallos y las responsabilidades. No porque, con ellos, se tenga garantía de no sufrir daños y bajas, sino por una elemental exigencia para que los que asumen directamente los riesgos de la guerra -porque eso es lo que ocurre- cuenten con todos los medios precisos.
Sobre esta cuestión fue interpelado José Luis Rodríguez Zapatero por el líder de la Oposición en la sesión de control celebrada el miércoles en el Congreso. Un debate bronco y desagradable, como no podía ser menos tras los seis muertos. Ciertamente, el presidente no puede aducir en este tema que la política exterior y de defensa es una política «de Estado» para solicitar, como arteramente hace en referencia a la antiterrorista, que el PP se comporte como él hizo cuando estaba en la oposición. Deben resonar en sus oídos las abruptas quejas, no ya sobre el apoyo del Gobierno de Aznar a la intervención aliada en Irak, sino a la posterior presencia de tropas españolas en aquel país y sus riesgos.
No hay consenso en política exterior y menos aún en el modo de combatir el terrorismo más allá de nuestras fronteras. El Gobierno mantiene criterios y posiciones antagónicos a los del anterior Ejecutivo presidido por José María Aznar y su presencia en misiones como las citadas, presentada siempre de modo tontamente edulcorado y con limitaciones que responden más a una determinada imagen que a la eficacia y hasta la propia seguridad de los militares desplegados, parece más una obligación asumida con pesar que al convencimiento. El convencimiento, aún sin resultados y con dudosas bases a la vista no sólo de lo que pasa sino también de lo que padecemos, está del lado de la Alianza de Civilizaciones.
Si no hay consenso, que en estas circunstancias sólo sería un paripé, haya al menos debate. Un debate que, ante una opinión pública como la española en la que no se acompasado la modernidad y el crecimiento económico con la reflexión sobre nuestro papel en el mundo, deberá tener buenas dosis de pedagogía sobre las posiciones de unos y otros. Sin embargo, no hay tal. Sólo una discusión, agria muchas veces, presidida por el disimulo oficial y el silencio intelectual de los otros.
Hace bien Mariano Rajoy en preocuparse por la seguridad de las tropas y por la definición correcta de misiones que, se niegue o no, son de guerra. Para conseguir la paz, claro, pero de guerra. Pero no basta con ello. En estas cuestiones, al PP -quizá salvo la labor «docente» que le han reservado o se ha tomado el diputado Aristegui- le falta una reflexión doctrinal y la claridad que reclama en asuntos concretos. Nada que ver, desde luego, con la contundencia intelectual (que ha de reconocerse se estuviera o no de acuerdo) con la del Gobierno y el partido presididos por el ex presidente Aznar. El PP, en concreto, debería explicar a los ciudadanos su postura no sólo sobre los inhibidores sino sobre la misión de la ONU en Líbano y la actitud ante Hizboláh y el embargo de armas. Y sobre el futuro de Irak, que es una grave cuestión de la política internacional occidental, que no puede despacharse, como si todo girase en torno a la foto de las Azores, diciendo que es el pasado. Y sobre... Pero parece, sorprendentemente, que la estrategia es no abordar temas polémicos. Seguirán lloviendo sustos.
-
ABC.es-Madrid/PORTADA/29/06/2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario