16/06/2007
OPINIÓN
CARLOS CARNICERO
El Zumbido
CARLOS CARNICERO
El Zumbido
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El presidente del Gobierno, en su reunión con los responsables de los grupos parlamentarios, ha adjudicado a los “más descerebrados de ETA” la responsabilidad de la ruptura de la tregua. En mi opinión es una apreciación baladí, porque la decisión de interrumpir el alto el fuego, independientemente de quien la haya tomado, obedece a algo mucho más profundo: no hay voluntad ni consenso dentro de ETA para finalizar el uso de la violencia terrorista porque no son capaces de renunciar a la coacción del terrorismo para imponer unos objetivos políticos que no logran alcanzar por la acción política democrática en la sociedad.
Ningún otro proceso puede comenzarse sin tener la garantía de que dentro del entramado de ETA haya consenso y mientras el peligro de que el grado de falta de cerebro de algunos pueda trucar una esperanza. Si no hay unanimidad sobre la disolución de la banda no se puede volver a correr el riego de iniciar una negociación. No sabemos si algún día quienes controlen ETA, más o menos “descerebrados”, serán capaces de llegar a la única conclusión definitiva que permitiría un proceso negociador: la disposición a disolver su organización sin ninguna condición previa. Mientras tanto, el objetivo de la nación española debe ser derrotar, reducir y disolver ETA. Quizá es el peor momento para detallar un análisis técnico de lo ocurrido y para tratar de aplicar la lógica democrática y sicológica normal a los comportamientos de un colectivo de asesinos. En todo caso, lo que nos ocupa ahora es la organización por parte del Gobierno de una firme y eficaz estrategia de lucha antiterrorista y garantizar, al mismo tiempo, el apoyo de todos los españoles representados por los partidos políticos a las decisiones del Gobierno. La contrapartida que obliga al Gobierno es la de una formulación precisa de esa estrategia, sin ningún tipo de ambigüedades, y el establecimiento de canales de información y de consulta con los partidos para tenerles al corriente de todo lo que vaya ocurriendo y sea relevante. Que haya un “pacto antiterrorista” rubricado no es determinante. Esa fue una oferta puntual del PSOE al Gobierno de Aznar, pero no es el único vínculo capaz de hacer eficaz la cooperación. Cuanta más literatura se le quiera añadir a un pacto elemental, que necesariamente hay que extender a todos los partidos, más se pueden complicar las cosas. Lo que tiene que funcionar como acuerdo es muy sencillo. En primer lugar, el Gobierno marca una clara política de lucha contra el terrorismo como es su obligación constitucional. La informa con detalle a los partidos y les pide su apoyo, ofreciéndoles oír sus sugerencias y mantener unos discretos y eficaces canales de información y de consulta. A cambio de todo esto, los partidos se comprometen a no utilizar la lucha antiterrorista como instrumento de confrontación política reservando únicamente los contactos directos con el Gobierno para discutir cualquier discrepancia en la más estricta reserva.
El presidente del Gobierno, en su reunión con los responsables de los grupos parlamentarios, ha adjudicado a los “más descerebrados de ETA” la responsabilidad de la ruptura de la tregua. En mi opinión es una apreciación baladí, porque la decisión de interrumpir el alto el fuego, independientemente de quien la haya tomado, obedece a algo mucho más profundo: no hay voluntad ni consenso dentro de ETA para finalizar el uso de la violencia terrorista porque no son capaces de renunciar a la coacción del terrorismo para imponer unos objetivos políticos que no logran alcanzar por la acción política democrática en la sociedad.
Ningún otro proceso puede comenzarse sin tener la garantía de que dentro del entramado de ETA haya consenso y mientras el peligro de que el grado de falta de cerebro de algunos pueda trucar una esperanza. Si no hay unanimidad sobre la disolución de la banda no se puede volver a correr el riego de iniciar una negociación. No sabemos si algún día quienes controlen ETA, más o menos “descerebrados”, serán capaces de llegar a la única conclusión definitiva que permitiría un proceso negociador: la disposición a disolver su organización sin ninguna condición previa. Mientras tanto, el objetivo de la nación española debe ser derrotar, reducir y disolver ETA. Quizá es el peor momento para detallar un análisis técnico de lo ocurrido y para tratar de aplicar la lógica democrática y sicológica normal a los comportamientos de un colectivo de asesinos. En todo caso, lo que nos ocupa ahora es la organización por parte del Gobierno de una firme y eficaz estrategia de lucha antiterrorista y garantizar, al mismo tiempo, el apoyo de todos los españoles representados por los partidos políticos a las decisiones del Gobierno. La contrapartida que obliga al Gobierno es la de una formulación precisa de esa estrategia, sin ningún tipo de ambigüedades, y el establecimiento de canales de información y de consulta con los partidos para tenerles al corriente de todo lo que vaya ocurriendo y sea relevante. Que haya un “pacto antiterrorista” rubricado no es determinante. Esa fue una oferta puntual del PSOE al Gobierno de Aznar, pero no es el único vínculo capaz de hacer eficaz la cooperación. Cuanta más literatura se le quiera añadir a un pacto elemental, que necesariamente hay que extender a todos los partidos, más se pueden complicar las cosas. Lo que tiene que funcionar como acuerdo es muy sencillo. En primer lugar, el Gobierno marca una clara política de lucha contra el terrorismo como es su obligación constitucional. La informa con detalle a los partidos y les pide su apoyo, ofreciéndoles oír sus sugerencias y mantener unos discretos y eficaces canales de información y de consulta. A cambio de todo esto, los partidos se comprometen a no utilizar la lucha antiterrorista como instrumento de confrontación política reservando únicamente los contactos directos con el Gobierno para discutir cualquier discrepancia en la más estricta reserva.
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