07/06/2007
Opinion
Latinoamérica: ¿Es posible cerrar sus venas? (1) (Dos avances de un ensayo)
René Martínez Pineda*
René Martínez Pineda*
Las historias más clásicas y tristes de la tragedia universal, no fueron escritas por los genios griegos en sus ratos de iluminación, sino por dos continentes enteros. Hablan de asesinatos reincidentes, hambrunas persistentes y suicidios recurrentes sobre los mismos cuerpos: América Latina y África. Aunque con menor mortalidad, el caso más patético es el latinoamericano (considerando las variables educativas y políticas) pues sufre las tragedias propias de la modernidad: una juventud estudiada a la que le preocupan más las tres semanas de cárcel de la Paris Hilton, que la privatización de su futuro o la encarcelación de los funcionarios ladrones; es una región donde ha habido más Golpes de Estado que revoluciones triunfantes; es un paraíso terrenal donde han nacido más dictadores militares que premios Nóbel; es un purgatorio virtual donde ha habido más masacres públicas que teatros; es un limbo donde han deambulado más curas mártires que asesinos condenados. Esta es una historia inconclusa que, como afirmó Galeano, ha dejado a América Latina con las venas abiertas, pero con vida. Latinoamérica: quinientos años de soledad, quinientos años de venas abiertas. Antes de que Colón pusiera el primer pie en esta tierra, ya estaban aquí los voraces barcos mercantes españoles y, en un parpadeo, el paisaje fue modificado por los largos trenes y las sobrevaluadas mercancías inglesas que, a placer, transitaron por todo el continente dejando el camino abierto, como venas, para que los préstamos usureros, los enclaves agroindustriales y las oprobiosas bases militares estadounidenses, le dieran continuidad a la expropiación de la sangre indígena; y, en un segundo parpadeo, antes de que la tinta de los acuerdos de paz se secara, la privatización había dejado de ser un fantasma remoto. Esas cuatro escenografías económico-cronológicas, tan distantes entre sí, han tenido pocas variaciones porque, en definitiva, fueron elaboradas para el montaje de la misma tragedia: el saqueo insaciable de nuestros recursos naturales; la colonización del intelecto y de la cultura política; la explotación del trabajo desde antes del nacimiento; la opresión de las libertades y las utopías; el sangrado de las venas de quienes hemos deambulado, como almas en pena, por esta región.Los españoles e ingleses, primero, redactaron un cruento catecismo en el que en su prólogo –con el visto bueno de un dios padre suplantado- se validaba, no el descubrimiento de un nuevo mundo, sino la aniquilación por parte del viejo mundo, pues, según ellos, esa labor era inevitable (como el más importante de los mandamientos) “para sacar de la espantosa oscuridad en la que vivían los indígenas (que gustaban de mostrar sus cuerpos desnudos) con la luz de la razón (encamada con la pólvora) y la religión (adicta a las hogueras públicas)”. En otras palabras, el viejo mundo que los indígenas descubrieron, se miraba a sí mismo como el depositario vitalicio de la cultura (en todas sus manifestaciones) y de los diezmos y ofrendas (en todas sus formas económicas) porque tenía una cultura superior y, por ser así, tenía el deber inalienable de borrar a todas las culturas “inferiores” para diseñar -y hacer suyo- el progreso económico y el desarrollo social de, prácticamente, toda la humanidad, haciendo uso de: su verdad dogmática; su ciencia infalible; su tecnología incansable; su religión perfecta, y todo ello supone, e impone, desvirtuar las tradiciones inferiores, minimizar las costumbres de menor calidad y ridiculizar a los dioses enanos, o sea, aniquilar por completo las culturas y las realidades de los pueblos inferiores. Esa fue –y quinientos años después sigue siendo- la excusa irrebatible, la coartada perfecta, para dejar en la impunidad las intervenciones militares en otras naciones; ese fue –y quinientos años después sigue siendo- el sustento ideológico de la dominación.La respuesta unánime de los pueblos latinoamericanos -a esas realidades de alternancia de la dominación imperial- fue una necia resistencia que, en breves espacios históricos, se tradujo en “primeros gritos de soberanía” que no contaron con la correlación de fuerzas necesaria que culminara en la maduración de las condiciones básicas para negar la larga pesadilla del sometimiento nacional. Sin embargo, más de quinientos años después, parece que (más por instinto de sobrevivencia que por lucidez política) están emergiendo los factores y los protagonistas que están decididos a “tocar a dios con las manos sucias”, convencidos de que se pueden crear (no esperar) las condiciones para una transformación estructural de la realidad, si se reivindican con dignidad las experiencias libertarias –pasadas y presentes- de los pueblos latinoamericanos; si se toman como espacios de soberanía y desarrollo equitativo las políticas económicas y las ciencias sociales; si se hace de la justa distribución de la riqueza el primer mandamiento de unas nuevas sagradas escrituras que sean mundanas; si se hace de la identidad cultural específicamente latinoamericana el mayor de los orgullos.De no hacer lo anterior, las venas de América Latina seguirán abiertas, y no importarán las denuncias morales de la historia universal que, en la actualidad, se están escribiendo. Al otro lado del mundo, los EE UU repiten Vietnam en Irak, aunque signifique la reedición –corregida y aumentada- del fracaso de su política intervensionista; aunque exprese –sin que nadie lo denuncie o se indigne- la mezquindad sin límites, ni moral, de la estrategia económica patentada por los sectores más reaccionarios y ricos que dominan el planeta. Ese nuevo revés militar –hoy propiciado por cuestiones económicas- se traducirá en un fracaso político mundial que pondrá en evidencia –aunque tal evidencia no se traduzca, necesariamente, en un colapso sistémico- el inicio de la decadencia del expansionismo norteamericano como mecanismo global de dominación que privilegia: las invasiones, no los consensos; el control político-militar unilateral, no la tolerancia y el respeto; la voracidad económica, no la justa distribución de la riqueza, aunque eso implique destruir una nación entera para apoderarse de su principal recurso natural, que bien puede ser el petróleo (Irak), el gas natural (Afganistán) o, en el límite de la deshumanización, el agua y la salud (América Latina).
http://www.diariocolatino.com/opiniones/archivo.asp
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