24/06/2007
OPINIÓN
LA VELETA
XOSÉ LUIS BARREIRO RIVAS
LA VELETA
XOSÉ LUIS BARREIRO RIVAS
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Los llamados europeístas solemos hablar maravillas de la UE, a la que consideramos la explicación de nuestro presente, la esperanza de nuestro porvenir, y la única baza política que puede romper la infernal dinámica de guerras y miserias en que se ha convertido la política internacional después del ataque contra las Torres Gemelas. Europa es buena para los Estados europeos porque está tomando el relevo de países como Francia, Inglaterra o Alemania que ya no tienen dimensión suficiente para jugar por libre en un marco globalizado. Europa también es buena para las regiones porque, al haber basado su legitimidad en las políticas de cohesión económica y -en segunda carambola- social, llevó a cabo un programa de reequilibrio territorial -de países y regiones- que no tiene parangón en toda la historia. Gracias a Europa existe un modelo de política internacional -por ahora más teórico que práctico- distinto de la triple alianza entre el dólar, la economía de guerra y la tentación del gendarme único. Y Europa también es buena para el mundo, ya que es la única gran economía que, en vez de jugar a la política de bloques o a la preeminencia total, apuesta por un modelo policéntrico institucionalizado que siente las bases de una democracia global. Por eso mucha gente se pregunta por qué son tan difíciles y lentas las cumbres europeas, por qué algunos países se negaron a entrar en el Euro, por qué Inglaterra sigue actuando de torpedo interior, y por qué se tolera que Polonia aspire a ser el Pepito Grillo de tan fenomenal invento. El problema está en que la creación de la UE supone un cambio profundo en la realidad del Estado y de todos los intereses que todavía se juegan o arbitran desde el poder de los Estados. Hasta el Tratado de Maastrich, hace ya quince años, el Mercado Común crecía, y ofrecía grandes ventajas, sin alterar de forma significativa el poder del Estado. Pero a partir de Maastrich el crecimiento de la UE se logra a base de grandes cesiones de poder que los Estados han de hacer en aras de la fortaleza y cohesión del espacio común. Por eso han aparecido elites estatales que, en defensa de sus intereses, o por encargo de terceros, quieren cuadrar el círculo de Europa: que exista, para que la globalización no nos arrase, pero que no pueda gobernarse por sí misma, para que el verdadero poder se siga ejerciendo desde mi Estado, mi G-8 o mi alianza con Bush. Por eso no cabe ninguna duda de que las reticencias sobre Europa tienen su explicación viejos poderes y viejos egoísmos imperiales que todavía quieren comer a dos carrillos. Pero en la base, también en Inglaterra, el simple chirriar del carro europeo nos sale por un ojo de la cara.
Los llamados europeístas solemos hablar maravillas de la UE, a la que consideramos la explicación de nuestro presente, la esperanza de nuestro porvenir, y la única baza política que puede romper la infernal dinámica de guerras y miserias en que se ha convertido la política internacional después del ataque contra las Torres Gemelas. Europa es buena para los Estados europeos porque está tomando el relevo de países como Francia, Inglaterra o Alemania que ya no tienen dimensión suficiente para jugar por libre en un marco globalizado. Europa también es buena para las regiones porque, al haber basado su legitimidad en las políticas de cohesión económica y -en segunda carambola- social, llevó a cabo un programa de reequilibrio territorial -de países y regiones- que no tiene parangón en toda la historia. Gracias a Europa existe un modelo de política internacional -por ahora más teórico que práctico- distinto de la triple alianza entre el dólar, la economía de guerra y la tentación del gendarme único. Y Europa también es buena para el mundo, ya que es la única gran economía que, en vez de jugar a la política de bloques o a la preeminencia total, apuesta por un modelo policéntrico institucionalizado que siente las bases de una democracia global. Por eso mucha gente se pregunta por qué son tan difíciles y lentas las cumbres europeas, por qué algunos países se negaron a entrar en el Euro, por qué Inglaterra sigue actuando de torpedo interior, y por qué se tolera que Polonia aspire a ser el Pepito Grillo de tan fenomenal invento. El problema está en que la creación de la UE supone un cambio profundo en la realidad del Estado y de todos los intereses que todavía se juegan o arbitran desde el poder de los Estados. Hasta el Tratado de Maastrich, hace ya quince años, el Mercado Común crecía, y ofrecía grandes ventajas, sin alterar de forma significativa el poder del Estado. Pero a partir de Maastrich el crecimiento de la UE se logra a base de grandes cesiones de poder que los Estados han de hacer en aras de la fortaleza y cohesión del espacio común. Por eso han aparecido elites estatales que, en defensa de sus intereses, o por encargo de terceros, quieren cuadrar el círculo de Europa: que exista, para que la globalización no nos arrase, pero que no pueda gobernarse por sí misma, para que el verdadero poder se siga ejerciendo desde mi Estado, mi G-8 o mi alianza con Bush. Por eso no cabe ninguna duda de que las reticencias sobre Europa tienen su explicación viejos poderes y viejos egoísmos imperiales que todavía quieren comer a dos carrillos. Pero en la base, también en Inglaterra, el simple chirriar del carro europeo nos sale por un ojo de la cara.
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DIARIO DE LEON/Portada
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