25/07/2007
Alberto Piris*
La Estrella Digital
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La esgrima diplomática que viene ejercitando recientemente Moscú, y con la que parece llevar la iniciativa frente a EEUU y la Unión Europea (UE), está poniendo de manifiesto la carencia en Europa de una verdadera “política rusa”, digna de este nombre.
Uno de los objetivos del Gobierno de Putin es frenar el continuo avance de la OTAN hacia las fronteras de la Federación Rusa, hecho que —en su opinión— pone en tela de juicio la renacida capacidad de Moscú para hacerse respetar como una gran potencia en todos los ámbitos donde intenta mostrar su poderío: energético, económico, político, militar y diplomático.
Del mismo modo que, en los años 70 del pasado siglo, la política de Washington veía en el Extremo Oriente el juego de una caída de fichas de dominó que llevaría al Sureste asiático a depender del comunismo chino, el presidente ruso sospecha hoy que la teoría del dominó es enteramente aplicable a la influencia de la OTAN en la Europa del Este, y teme que la Alianza Atlántica extienda sus tentáculos a Moldavia, Ucrania y, quizá a corto plazo, a Georgia.
La política imperial de zonas de influencia, que durante el siglo XIX y parte del XX sembró Europa de graves conflictos bélicos, está renaciendo en nuestro viejo continente. Lo malo es que, frente a esas tensiones ya evidentes, Europa parece carecer de una política propia, coherente y bien organizada. Algunos países europeos miran de reojo a EEUU y siguen las insinuaciones que de allí les llegan, quizá sin advertir que a Washington no le afecta mucho lo que desde allí se ve como simples cuestiones intraeuropeas, aunque influyan directamente sobre la segunda superpotencia mundial y rival —sólo en algunos aspectos concretos— del imperio estadounidense.
Mientras los europeos perdemos vanamente el tiempo discutiendo sobre los textos que han de regir nuestra Unión o incluso sobre los nombres que hay que dar a los cargos de ésta (Ministro o Alto Representante), cuestiones más importantes quedan de lado, como es la de valorar la crítica importancia que tiene establecer un marco adecuado para las relaciones entre la UE y la Federación Rusa, que acerque posturas entre ambas partes y clarifique los frecuentes malentendidos que se producen.
La suspensión del Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa (FCE) por Moscú no es sino un paso más en una larga serie de desencuentros entre Rusia y Occidente. Este tratado, que se firmó en 1990, tendía a rebajar las tensiones entre ambos bloques, al limitar las fuerzas desplegadas en ciertas zonas geográficas de ambas partes, y beneficia por igual a las dos, al permitirles una disminución del gasto militar. Pero la OTAN no ratificó el acuerdo al exigir la previa retirada rusa de sus bases militares en Moldavia y Georgia.
Sin embargo, nadie cree que Rusia pretende amenazar militarmente a Europa. De lo que en realidad se trata es de una lucha por esferas de influencia, como ocurrió durante la Rusia zarista o la Unión Soviética, en zonas y territorios que a lo largo de la Historia han cambiado en numerosas ocasiones de fronteras, de sistemas políticos y hasta de nombre, y por donde se ha extendido, en conflictos incesantes, la acción de los diversos imperios que nacieron y desaparecieron sobre la vieja Europa.
Una nueva pugna se inicia en el triángulo Washington, Bruselas, Moscú. La amenaza de la suspensión definitiva del FCE es una baza en manos rusas, que juega en varios campos, incluyendo el futuro de Kosovo respecto a Serbia, o el juego de farol relacionado con el escudo antimisiles, algunos de cuyos componentes EEUU pretende instalar en Polonia y la República Checa. Si a esto se une la cercanía de las elecciones presidenciales en Rusia, es indudable que un endurecimiento de la política exterior favorecerá a Putin o al previsible sucesor por él designado. Urge, pues, que los dirigentes europeos, por encima de otras cuestiones que les enfrentan, se sienten a hablar con Rusia y procuren hacerlo con una voz unánime, por difícil que esto resulte, habida cuenta de las discrepancias ya habituales que tienen su asiento principalmente en Londres o Varsovia. La inmediatez geográfica de esa gran potencia que, desaparecida la URSS pero heredera de ella, busca su nuevo lugar bajo el sol, así como los estrechos vínculos ya establecidos entre la UE y Rusia, deberían ser las principales preocupaciones de la nueva Europa que se pretende construir.
No deja de ser hipócrita el hecho de repudiar reiteradamente al régimen de Moscú por sus rasgos de autoritarismo y violencia política, y negociar con entusiasmo con Arabia Saudí o China, donde cualquier germen de democracia es simplemente inexistente y el respeto a los derechos humanos es asunto que ni se menciona.
-La esgrima diplomática que viene ejercitando recientemente Moscú, y con la que parece llevar la iniciativa frente a EEUU y la Unión Europea (UE), está poniendo de manifiesto la carencia en Europa de una verdadera “política rusa”, digna de este nombre.
Uno de los objetivos del Gobierno de Putin es frenar el continuo avance de la OTAN hacia las fronteras de la Federación Rusa, hecho que —en su opinión— pone en tela de juicio la renacida capacidad de Moscú para hacerse respetar como una gran potencia en todos los ámbitos donde intenta mostrar su poderío: energético, económico, político, militar y diplomático.
Del mismo modo que, en los años 70 del pasado siglo, la política de Washington veía en el Extremo Oriente el juego de una caída de fichas de dominó que llevaría al Sureste asiático a depender del comunismo chino, el presidente ruso sospecha hoy que la teoría del dominó es enteramente aplicable a la influencia de la OTAN en la Europa del Este, y teme que la Alianza Atlántica extienda sus tentáculos a Moldavia, Ucrania y, quizá a corto plazo, a Georgia.
La política imperial de zonas de influencia, que durante el siglo XIX y parte del XX sembró Europa de graves conflictos bélicos, está renaciendo en nuestro viejo continente. Lo malo es que, frente a esas tensiones ya evidentes, Europa parece carecer de una política propia, coherente y bien organizada. Algunos países europeos miran de reojo a EEUU y siguen las insinuaciones que de allí les llegan, quizá sin advertir que a Washington no le afecta mucho lo que desde allí se ve como simples cuestiones intraeuropeas, aunque influyan directamente sobre la segunda superpotencia mundial y rival —sólo en algunos aspectos concretos— del imperio estadounidense.
Mientras los europeos perdemos vanamente el tiempo discutiendo sobre los textos que han de regir nuestra Unión o incluso sobre los nombres que hay que dar a los cargos de ésta (Ministro o Alto Representante), cuestiones más importantes quedan de lado, como es la de valorar la crítica importancia que tiene establecer un marco adecuado para las relaciones entre la UE y la Federación Rusa, que acerque posturas entre ambas partes y clarifique los frecuentes malentendidos que se producen.
La suspensión del Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa (FCE) por Moscú no es sino un paso más en una larga serie de desencuentros entre Rusia y Occidente. Este tratado, que se firmó en 1990, tendía a rebajar las tensiones entre ambos bloques, al limitar las fuerzas desplegadas en ciertas zonas geográficas de ambas partes, y beneficia por igual a las dos, al permitirles una disminución del gasto militar. Pero la OTAN no ratificó el acuerdo al exigir la previa retirada rusa de sus bases militares en Moldavia y Georgia.
Sin embargo, nadie cree que Rusia pretende amenazar militarmente a Europa. De lo que en realidad se trata es de una lucha por esferas de influencia, como ocurrió durante la Rusia zarista o la Unión Soviética, en zonas y territorios que a lo largo de la Historia han cambiado en numerosas ocasiones de fronteras, de sistemas políticos y hasta de nombre, y por donde se ha extendido, en conflictos incesantes, la acción de los diversos imperios que nacieron y desaparecieron sobre la vieja Europa.
Una nueva pugna se inicia en el triángulo Washington, Bruselas, Moscú. La amenaza de la suspensión definitiva del FCE es una baza en manos rusas, que juega en varios campos, incluyendo el futuro de Kosovo respecto a Serbia, o el juego de farol relacionado con el escudo antimisiles, algunos de cuyos componentes EEUU pretende instalar en Polonia y la República Checa. Si a esto se une la cercanía de las elecciones presidenciales en Rusia, es indudable que un endurecimiento de la política exterior favorecerá a Putin o al previsible sucesor por él designado. Urge, pues, que los dirigentes europeos, por encima de otras cuestiones que les enfrentan, se sienten a hablar con Rusia y procuren hacerlo con una voz unánime, por difícil que esto resulte, habida cuenta de las discrepancias ya habituales que tienen su asiento principalmente en Londres o Varsovia. La inmediatez geográfica de esa gran potencia que, desaparecida la URSS pero heredera de ella, busca su nuevo lugar bajo el sol, así como los estrechos vínculos ya establecidos entre la UE y Rusia, deberían ser las principales preocupaciones de la nueva Europa que se pretende construir.
No deja de ser hipócrita el hecho de repudiar reiteradamente al régimen de Moscú por sus rasgos de autoritarismo y violencia política, y negociar con entusiasmo con Arabia Saudí o China, donde cualquier germen de democracia es simplemente inexistente y el respeto a los derechos humanos es asunto que ni se menciona.
* General de Artillería en la Reserva
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