Donald Hamilton*
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En febrero Sawat al-Jihad (La Voz de la Guerra Santa), la revista electrónica de Al-Qaeda en la península arábiga, anunció: “Es necesario atacar intereses petroleros en todas las regiones que sirven a EU, no sólo en Medio Oriente. El objetivo es recortar sus suministros por cualquier medio”. Se hacía mención específica de México, Venezuela y Canadá como países en los que sería apropiado atacar “pozos de producción, oleoductos para exportación, terminales, transportes y todo lo que pueda reducir el inventario petrolero de EU, confundir y ahorcar su economía”.
Es fácil desdeñar los amagos de Al-Qaeda como declaraciones vacías. Pero es insensato hacer caso omiso de ellas. Cuando una organización tiene un historial de amenazas pronunciadas seguidas por ataques armados, se debe responder con seriedad. Aun si los petroguardianes mantienen fuerte vigilancia contra Al-Qaeda, existen otras abundantes amenazas a la energía en América.
Porque si bien hay razón para preocuparse por el terrorismo y el sabotaje del otro lado del mundo, muchas amenazas al petróleo se hallan dentro de la región. Esto se verifica si expandimos la lista de objetivos, más allá del petróleo, a los energéticos en general.
Levantamientos indígenas, con mínima influencia del exterior de América, han atacado durante décadas los sistemas de energía. Las FARC y el ELN comenzaron a atacar los oleoductos colombianos hace una generación. Sendero Luminoso atentaba de rutina contra las redes de energía eléctrica de Perú, a finales de las décadas de 1980 y 1990. Durante la mayor parte de la década de 1990, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional fue implacable en sus atentados contra la red eléctrica de El Salvador. Ataques como ésos sirven a múltiples propósitos de un levantamiento insurrecto. Las interrupciones continuas de energía eléctrica ponen en vergüenza al gobierno; cada apagón recuerda que las autoridades son incapaces de asegurar la prestación de servicios básicos.
El perjuicio económico de la interrupción eléctrica se extiende mucho más allá de los efectos obvios inmediatos. Aun si el petróleo, el combustible y la electricidad fluyen, el encarecimiento de precios resulta devastador para los países pobres que importan energéticos. Las industrias que dependen de la energía sufren en grande.
Desde luego, exportadores e importadores de petróleo tienen ya experiencia de precios altos y bajos de los energéticos, y de las miserias que engendran. Pero el hemisferio nunca ha experimentado un sabotaje en masa de recursos nacionales ni ha visto una insurgencia enfrascada en un ataque interminable a toda la infraestructura energética de una nación.
¿Qué ocurriría a Panamá si se hiciera pasar un barco saboteado por alguna de sus esclusas? ¿Qué le causaría a Venezuela, que embarca casi la mitad de sus exportaciones a Asia a través de ese canal? ¿Y si las propias instalaciones refinadoras o exportadoras de Venezuela fueran destruidas? Esto podría ocurrir, pero tal vez no pase.
Sin embargo, sí habrá otra guerra de guerrillas; otro grupo insurgente que atacará, con justicia o sin ella, a otro gobierno en el continente. Las desigualdades de muchas sociedades latinoamericanas y la simpatía idílica hacia el “noble revolucionario” la hacen inevitable.
Todos los grupos guerrilleros entienden que no pueden enfrentar a las fuerzas armadas en combate formal. Saben que deben recurrir a tácticas irregulares, explotar las debilidades de sus contrarios. Es cuestión de tiempo para que alguna insurgencia reconozca que la mayoría de las ventajas de los ejércitos modernos sobre los rebeldes depende de los energéticos. Una razón es la dependencia de la mayoría de los sistemas militares en los suministros energéticos.
Las reservas de combustible son blancos grandes, gordos y blandos para las guerrillas. Las refinerías son enormes y, si bien puede que estén bien defendidas, son vulnerables, al igual que las líneas eléctricas que llegan a ellas. Si el ataque directo resulta muy complicado, las granadas lanzadas con cohetes pueden alcanzar los tanques de almacenamiento de combustible desde fuera de la mayoría de los perímetros defensivos.
Y aun si las refinerías siguen produciendo, la distribución final del combustible para motores se realiza casi por completo en camiones-cisterna, indefendibles frente al explosivo improvisado. Son sumamente inflamables y deben visitar todas las gasolineras del país, siguiendo una ruta conocida. Detonar a distancia una carga explosiva oculta está dentro de las capacidades de la mayoría de las organizaciones guerrilleras… sobre todo si pueden recibir algunas lecciones de grupos más establecidos. La lógica de todo esto es acumulable.
La mayoría de los expertos cree que los días en que se podían encontrar con facilidad enormes yacimientos de petróleo, y extraerlo sin dificultades han pasado a la historia. Al aumentar la conciencia de este cambio, las personas que se ocupan de buscar el talón de Aquiles de los gobiernos van a reconocer que la forma menos sangrienta de poner de rodillas a un gobierno débil en un país pobre es paralizar aviones y camiones, y apagar las luces. Y por eso los ataques a los sistemas de energía son algo que vamos a ver mucho más.
En febrero Sawat al-Jihad (La Voz de la Guerra Santa), la revista electrónica de Al-Qaeda en la península arábiga, anunció: “Es necesario atacar intereses petroleros en todas las regiones que sirven a EU, no sólo en Medio Oriente. El objetivo es recortar sus suministros por cualquier medio”. Se hacía mención específica de México, Venezuela y Canadá como países en los que sería apropiado atacar “pozos de producción, oleoductos para exportación, terminales, transportes y todo lo que pueda reducir el inventario petrolero de EU, confundir y ahorcar su economía”.
Es fácil desdeñar los amagos de Al-Qaeda como declaraciones vacías. Pero es insensato hacer caso omiso de ellas. Cuando una organización tiene un historial de amenazas pronunciadas seguidas por ataques armados, se debe responder con seriedad. Aun si los petroguardianes mantienen fuerte vigilancia contra Al-Qaeda, existen otras abundantes amenazas a la energía en América.
Porque si bien hay razón para preocuparse por el terrorismo y el sabotaje del otro lado del mundo, muchas amenazas al petróleo se hallan dentro de la región. Esto se verifica si expandimos la lista de objetivos, más allá del petróleo, a los energéticos en general.
Levantamientos indígenas, con mínima influencia del exterior de América, han atacado durante décadas los sistemas de energía. Las FARC y el ELN comenzaron a atacar los oleoductos colombianos hace una generación. Sendero Luminoso atentaba de rutina contra las redes de energía eléctrica de Perú, a finales de las décadas de 1980 y 1990. Durante la mayor parte de la década de 1990, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional fue implacable en sus atentados contra la red eléctrica de El Salvador. Ataques como ésos sirven a múltiples propósitos de un levantamiento insurrecto. Las interrupciones continuas de energía eléctrica ponen en vergüenza al gobierno; cada apagón recuerda que las autoridades son incapaces de asegurar la prestación de servicios básicos.
El perjuicio económico de la interrupción eléctrica se extiende mucho más allá de los efectos obvios inmediatos. Aun si el petróleo, el combustible y la electricidad fluyen, el encarecimiento de precios resulta devastador para los países pobres que importan energéticos. Las industrias que dependen de la energía sufren en grande.
Desde luego, exportadores e importadores de petróleo tienen ya experiencia de precios altos y bajos de los energéticos, y de las miserias que engendran. Pero el hemisferio nunca ha experimentado un sabotaje en masa de recursos nacionales ni ha visto una insurgencia enfrascada en un ataque interminable a toda la infraestructura energética de una nación.
¿Qué ocurriría a Panamá si se hiciera pasar un barco saboteado por alguna de sus esclusas? ¿Qué le causaría a Venezuela, que embarca casi la mitad de sus exportaciones a Asia a través de ese canal? ¿Y si las propias instalaciones refinadoras o exportadoras de Venezuela fueran destruidas? Esto podría ocurrir, pero tal vez no pase.
Sin embargo, sí habrá otra guerra de guerrillas; otro grupo insurgente que atacará, con justicia o sin ella, a otro gobierno en el continente. Las desigualdades de muchas sociedades latinoamericanas y la simpatía idílica hacia el “noble revolucionario” la hacen inevitable.
Todos los grupos guerrilleros entienden que no pueden enfrentar a las fuerzas armadas en combate formal. Saben que deben recurrir a tácticas irregulares, explotar las debilidades de sus contrarios. Es cuestión de tiempo para que alguna insurgencia reconozca que la mayoría de las ventajas de los ejércitos modernos sobre los rebeldes depende de los energéticos. Una razón es la dependencia de la mayoría de los sistemas militares en los suministros energéticos.
Las reservas de combustible son blancos grandes, gordos y blandos para las guerrillas. Las refinerías son enormes y, si bien puede que estén bien defendidas, son vulnerables, al igual que las líneas eléctricas que llegan a ellas. Si el ataque directo resulta muy complicado, las granadas lanzadas con cohetes pueden alcanzar los tanques de almacenamiento de combustible desde fuera de la mayoría de los perímetros defensivos.
Y aun si las refinerías siguen produciendo, la distribución final del combustible para motores se realiza casi por completo en camiones-cisterna, indefendibles frente al explosivo improvisado. Son sumamente inflamables y deben visitar todas las gasolineras del país, siguiendo una ruta conocida. Detonar a distancia una carga explosiva oculta está dentro de las capacidades de la mayoría de las organizaciones guerrilleras… sobre todo si pueden recibir algunas lecciones de grupos más establecidos. La lógica de todo esto es acumulable.
La mayoría de los expertos cree que los días en que se podían encontrar con facilidad enormes yacimientos de petróleo, y extraerlo sin dificultades han pasado a la historia. Al aumentar la conciencia de este cambio, las personas que se ocupan de buscar el talón de Aquiles de los gobiernos van a reconocer que la forma menos sangrienta de poner de rodillas a un gobierno débil en un país pobre es paralizar aviones y camiones, y apagar las luces. Y por eso los ataques a los sistemas de energía son algo que vamos a ver mucho más.
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*Donald Hamilton es director del Instituto Conmemorativo para la Prevención del Terrorismo. Texto publicado en Foreign Affairs en español, volumen 7, número 3, “Energía: el reto”, que se distribuirá a partir del jueves 12 de julio.
*Donald Hamilton es director del Instituto Conmemorativo para la Prevención del Terrorismo. Texto publicado en Foreign Affairs en español, volumen 7, número 3, “Energía: el reto”, que se distribuirá a partir del jueves 12 de julio.
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El Universal-Distrito Federal-Mexico/Mundo/12/07/2007
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