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El escritor egipcio Alaa al Aswany analiza el origen del fanatismo religioso
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Por Juana Libedinsky
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¿Qué se lee en Medio Oriente? Lejos de las diatribas de jeques fanáticos o de políticos extremistas, el best seller más grande de los últimos años es una novela que cuenta la historia de un glamoroso edificio estilo art déco en El Cairo, en su época de gloria: la década del 30. Allí convivían –¡oh, sorpresa!– la elite cairota: judíos, homosexuales, intelectuales y comerciantes burgueses. El libro, El edificio Yacobián (Editorial Maeva), narra la gradual decadencia del inmueble, hasta su miseria total, en la actualidad, que marcha en paralelo con la creciente penetración de la pobreza y del fundamentalismo entre sus paredes y en la sociedad en general. El autor, Alaa al Aswany, no se cansa de decir que el único remedio para los males que afectan al mundo árabe es la democracia. No una democracia distinta de la conocida. Una democracia como las occidentales, sin ningún tipo de aditamento. Alaa al Aswany es un dentista encantador y –valga la coincidencia– de sonrisa perfecta. Le resulta difícil ocultarla mientras confiesa que, entre sus largas jornadas en la clínica odontológica y sus madrugadas escribiendo, logró intercalar clases de castellano para leer a Cervantes y García Márquez en su idioma original. Pero su ademán alegre y despreocupado contrasta con lo duro de sus opiniones políticas, para las que también le han servido sus años de estudio del cuerpo humano en la Universidad de El Cairo y luego en la de Chicago, en Estados Unidos. "Si uno confunde el síntoma con la enfermedad, el paciente muere. Si se cura la fiebre, pero no se presta atención a la inflamación cerebral que la causó, no sirve de nada. Y en la gran enfermedad del mundo árabe, lo primero que hay que atender es la dictadura. La injusticia, la corrupción, el fanatismo y la pobreza son sólo síntomas o complicaciones", asegura. A pesar del éxito rotundo de su obra -ya traducida a una veintena de idiomas, comparada con la de Naguib Mahfuz, el premio Nobel de Literatura egipcio, y llevada al cine en la mayor superproducción de la historia reciente del mundo árabe, con entusiastas críticas en los festivales de Cannes, Berlín y Nueva York-, Al Aswany sigue trabajando en su clínica dental. "Cada día estoy expuesto a muchas personalidades distintas, y no podría haber mejor fuente para crear personajes. Además, escribo sobre personas y atiendo a personas. Por eso cuando voy de las bocas al papel no me parece que esté saltando de un mundo a otro dramáticamente distinto", explica con humor a LA NACION durante su visita a España, invitado por la Casa Arabe para presentar la traducción al castellano y hablar del futuro de su país.
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¿Cuál cree que es el primer paso para curar lo que usted llama "la gran enfermedad de la sociedad árabe"?
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El primer paso es también el único posible: democracia.
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Pero ¿una democracia estilo occidental o una democracia especial, que contemple las sensibilidades propias de esa sociedad?
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Yo no creo en tipos especiales de democracia. El "tipo especial de democracia adaptado al mundo árabe" es un juego de palabras, la excusa que han usado todo el tiempo los dictadores para evitar el sistema político que la gente normal, en la calle, sabe que quiere: elecciones libres, Parlamento libre, prensa libre, respeto por los derechos humanos, Estado de Derecho. No creo que sea algo muy complicado ni que se necesite una gran sofisticación para buscar algo así.
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Sin embargo, tanto en su libro como en sus escritos políticos, usted apunta que no es ése el rumbo que se está tomando. ¿Por qué?
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Existen varias interpretaciones del islam. Hasta fines de los años 70, en Egipto la visión de la religión era abierta, tolerante y liberal, y por eso El Cairo era una sociedad tan cosmopolita, con un componente considerable de armenios, judíos, italianos y demás. Era una visión del islam que reflejaba bien nuestro carácter nacional: habíamos tendido a ser abiertos durante siglos. Pero entonces hubo un punto de inflexión en nuestra historia: los precios del petróleo escalaron y le dieron a Arabia Saudita un poder sin precedente en la región. Tuvieron millones de dólares para exportar su visión wahabi del islam, que no podría haber sido más contraria a la nuestra. Es una visión cerrada, intolerante, que va en contra de las mujeres y que es muy agresiva no sólo con aquellos que no son musulmanes, sino con los musulmanes que no son wahabi. A esto se sumó que en los últimos 25 años algo así como un cuarto de la población egipcia viajó a Arabia Saudita para trabajar. En general, era gente pobre y sin educación, y trajeron de vuelta consigo la interpretación saudita del islam. Esto no podría haber sido un mejor regalo de Navidad para cualquier dictador, ya que en la interpretación wahabi no existen los derechos políticos y no hay derecho a rebelarse si quien detenta el poder es musulmán. La combinación de todos estos factores llevó a una erosión constante de la libertad, lo que es el centro de los problemas de la región.
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¿Qué opina sobre la integración de los musulmanes en Europa?
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Hay serios problemas, y ambas partes son responsables. Muchos musulmanes no hacen el esfuerzo de educarse e integrarse, pero, por otra parte, las sociedades quieren mantenerlos a prudente distancia, como se ve en las banlieues , en Francia. En Europa, muchas mezquitas son patrocinadas por los sauditas, y los gobiernos no se meten a ver qué tipo de religión se está enseñando allí, lo cual es muy peligroso. Respecto de puntos específicos, como el debate sobre el velo, creo que lo importante es que demuestra la dificultad que tiene Europa para aceptar la diversidad. Dicho esto, hay que aclarar que lo de llevar toda la cara tapada, y no sólo la cabeza, es wahabi, y que hay musulmanes que sostienen que el islam no les pide a las mujeres que usen velo.
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¿Y sobre la guerra en Irak?
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No creo que llevar la democracia a Medio Oriente necesariamente tenga que significar la muerte de tantos iraquíes y norteamericanos, y la destrucción de una antigua civilización. Se me ocurren muchas ideas mejores de hacerlo. La democracia tiene que surgir de adentro. No puede ser impuesta. Yo no creo en el choque de civilizaciones. Creo que, simplemente, por un lado está la gente común, que quiere vivir con dignidad, y por el otro están los fanáticos, los imperialistas, los que odian. Ahora, respecto de Irak, qué hacer es el problema de los norteamericanos. Uno no puede ir, destruir una casa, matar a parte de sus habitantes y luego marcharse. Los norteamericanos son los responsables de la situación actual y tienen que encontrarle una solución.
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Usted ha sostenido que existe un islam para los ricos y un islam para los pobres.
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Nosotros solíamos tener una de las interpretaciones más liberales del islam, y por eso Egipto fue primero en casi todo en el mundo musulmán. Tuvimos el primer Parlamento, la primera legisladora, la primera Constitución, el primer periódico libre, las primeras mujeres universitarias y en la administración pública... Pero también están los fanáticos. Y aquí entra la cuestión social. Los pobres son particularmente susceptibles de caer en el fanatismo como una forma de protesta. El Estado los trata de manera inhumana y no les da forma de canalizar su descontento. Entonces, la única forma de rebelarse es usando la religión. Eso es muy distinto de la persona que se acerca a Dios para agradecerle.
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En su libro, usted aborda la corrupción política, el fanatismo, la homosexualidad, temas que son considerados tabúes.
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¿No tuvo miedo de posibles represalias?
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Mientras escribo no tengo miedo, y supongo que soy algo inconsciente, pero básicamente tuve que confiar en la tradición del respeto por la literatura que tiene Egipto desde hace 700 años. Los lectores no me decepcionaron. Este año publiqué un nuevo libro, Chicago , como siempre con escenas sexuales muy controvertidas, y se vendieron 25.000 ejemplares en un mes. Por supuesto que con ambos libros tuve cartas amenazantes, pero me di cuenta de que el ruido que hacen estos fanáticos es mayor que su existencia.
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¿Cree que la literatura puede contribuir a cambiar la situación política?
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La literatura muchas veces se anima a decir lo que nosotros no decimos, pero no creo que ayude en el corto plazo, como lo harían ensayos políticos o artículos periodísticos que fueran directo al grano. Lo que la literatura puede hacer es llegar a lo más íntimo de la persona, de tal manera que empiece a cuestionarse el mundo que la rodea. Una sociedad así se vuelve más participativa.
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Lanacion.com-Argentina/14/08/2007
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