24/08/2007
Opinión
Octavio Rodríguez Araujo
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Los puritanos han sido aquellos que no admiten que “su iglesia” sea contaminada por otras (en el siglo XVI en Inglaterra, los anglicanos contra los católicos). Han sido y son, por lo mismo, dogmáticos, sectarios y contrarios al universalismo y a la pluralidad. Pero no sólo existen en las iglesias de diversos credos religiosos, también en los partidos y en ciertas organizaciones sociales que repudian la política y los partidos “porque están contaminados” de eso que está de moda decir a manera de insulto o de descalificación: el pragmatismo.
El pragmatismo, contra lo que mucha gente quiere creer, no es necesariamente contrario a los principios. Lo que ocurre es que éstos también evolucionan y no pueden aplicarse en la actualidad como si viviéramos a finales del siglo XIX. Cuando Federico Engels rechazaba el pragmatismo en los partidos de su época (en contra de los posibilistas, 1882) lo hacía por dos razones principales (que no únicas): porque los partidos de clase apenas comenzaban a participar en elecciones (en Alemania, por ejemplo) y sin muchas esperanzas de que alcanzaran el poder por esa vía, y en segundo lugar porque la vía electoral del proletariado sólo se veía viable, incluso para Marx, en Inglaterra y en Estados Unidos (lo que nunca ha ocurrido).
En otras palabras, la idea de un partido proletario (de clase contra clase, en ese caso contra la burguesía) no era para participar en elecciones, sino para organizar a los trabajadores, para llevarlos a la revolución, que no sólo derrotara a su principal enemigo, la burguesía, sino para destruir su Estado, el Estado burgués. Ese tipo de partido tuvo mayor definición con Lenin, sin que éste rechazara la posibilidad de participar en los parlamentos y en otras formas de representación dominadas por la burguesía (sus tesis contra el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo).
Tanto Engels como Lenin advertían sobre los riesgos para los partidos de clase al participar bajo las reglas de juego de la clase dominante (en la vía electoral). El primero lo decía con toda claridad en referencia a los posibilistas: para ganar más votos el partido tendría que sacrificar el carácter “clasista, proletario, del movimiento haciendo inevitable la división”. Ralph Miliband, en 1977, señalaba otro riesgo más: que los partidos de clase, al participar en el parlamento, no podrían ser todo el tiempo obstruccionistas; es decir, que tendrían que ceder algo en sus principios so pena de quedar marginados en esa instancia a la que no habían llegado fácilmente. Y Miliband era una marxista radical, a diferencia de su hijo David, quien actualmente es secretario de Estado para asuntos extranjeros del nuevo gobierno de Gordon Brown y editor de un libro poco conocido en México titulado Reinventing the Left (1995).
Los partidos electorales –no me cansaré de repetirlo– son, en el sentido de las críticas de Engels, posibilistas, esto es, pragmáticos y por muchas razones oportunistas. No pueden ser de otra forma si quieren competir por los espacios que las clases dominantes y su Estado permiten, aunque sea por razones de apariencia democrática. Si se vuelven “puritanos” terminarán aislados, reducidos a su mínima expresión y serán calificados, con buena dosis de razón, de sectarios y excluyentes (izquierdistas, diría Lenin).
Aun así, los partidos electorales de izquierda tienen diferencias con los de derecha, aunque no paso por alto que muchos partidos, sobre todo los de la Internacional Socialista (socialdemócratas) han hecho casi lo mismo, una vez en el poder, que los partidos demócrata-cristianos (Felipe González en España, Schroeder en Alemania, Blair en Gran Bretaña, para poner algunos ejemplos).
Pedirles a los partidos electorales, en este caso de izquierda, que sean como los partidos ideológicos y de clase de hace décadas no parece sensato. Los partidos clasistas y de izquierda radical que todavía subsisten en muchos países son francamente minoritarios, y si no fuera por el sistema electoral a dos vueltas (existente en casi todas las naciones de América Latina y de Europa) ya hubieran desaparecido de las boletas comiciales. La presencia electoral de estos últimos se debe a las alianzas que realizan con partidos más grandes, sea en coaliciones, como en México, sea apoyando a los partidos “menos malos” en la segunda vuelta.
El problema está en los matices en cada tiempo y lugar. ¿Qué tanto debe ceder un partido electoral de izquierda? En abstracto no se puede decir. En el caso mexicano de ahora (2007) y en referencia al Partido de la Revolución Democrática, hay puntos no negociables. Esto debería de ser claro. Negociar con Calderón o sus personeros, por ejemplo, sería inadmisible y no porque el partido sea o no lópezobradorista. Y sería inaceptable porque, al margen de errores estratégicos y tácticos cometidos durante el proceso electoral, lo que es un hecho es que no sólo se le quitó la Presidencia a AMLO, sino al PRD y, por lo mismo, a todas sus corrientes internas con todo y sus diferencias y semejanzas. Una vez más, para aclarar mi punto de vista, si Calderón hubiera ganado y el IFE y el tribunal electoral no hubieran hecho trampas, los votos se hubieran contado y asunto resuelto. Pero no se hizo y esto es suficiente para afirmar que la elección presidencial del año pasado no fue transparente.
Cierto es que Calderón ahí está (nos guste o no), pero el papel de un partido de oposición es, de entrada (y gracias a Perogrullo), oponerse con base en sus principios y en sus respectivos objetivos planteados. Pero, además, proponer y negociar entre pares y en sus ámbitos de acción para acercarse lo más posible a la realización de sus postulados.
Pese al mal olor, no todo está podrido. Lo que pienso que debemos abandonar es el papel de puritanos. A nadie le queda a estas alturas del siglo XXI. El mundo ha cambiado mucho desde el siglo XVI e incluso desde el XIX. No entenderlo sería tan insensato como querer prescindir del transporte moderno porque contamina, y regresar a las carretas tiradas por caballos en lugar de buscar, con las tecnologías existentes, que los vehículos actuales dejen de ser contaminantes.
El pragmatismo, contra lo que mucha gente quiere creer, no es necesariamente contrario a los principios. Lo que ocurre es que éstos también evolucionan y no pueden aplicarse en la actualidad como si viviéramos a finales del siglo XIX. Cuando Federico Engels rechazaba el pragmatismo en los partidos de su época (en contra de los posibilistas, 1882) lo hacía por dos razones principales (que no únicas): porque los partidos de clase apenas comenzaban a participar en elecciones (en Alemania, por ejemplo) y sin muchas esperanzas de que alcanzaran el poder por esa vía, y en segundo lugar porque la vía electoral del proletariado sólo se veía viable, incluso para Marx, en Inglaterra y en Estados Unidos (lo que nunca ha ocurrido).
En otras palabras, la idea de un partido proletario (de clase contra clase, en ese caso contra la burguesía) no era para participar en elecciones, sino para organizar a los trabajadores, para llevarlos a la revolución, que no sólo derrotara a su principal enemigo, la burguesía, sino para destruir su Estado, el Estado burgués. Ese tipo de partido tuvo mayor definición con Lenin, sin que éste rechazara la posibilidad de participar en los parlamentos y en otras formas de representación dominadas por la burguesía (sus tesis contra el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo).
Tanto Engels como Lenin advertían sobre los riesgos para los partidos de clase al participar bajo las reglas de juego de la clase dominante (en la vía electoral). El primero lo decía con toda claridad en referencia a los posibilistas: para ganar más votos el partido tendría que sacrificar el carácter “clasista, proletario, del movimiento haciendo inevitable la división”. Ralph Miliband, en 1977, señalaba otro riesgo más: que los partidos de clase, al participar en el parlamento, no podrían ser todo el tiempo obstruccionistas; es decir, que tendrían que ceder algo en sus principios so pena de quedar marginados en esa instancia a la que no habían llegado fácilmente. Y Miliband era una marxista radical, a diferencia de su hijo David, quien actualmente es secretario de Estado para asuntos extranjeros del nuevo gobierno de Gordon Brown y editor de un libro poco conocido en México titulado Reinventing the Left (1995).
Los partidos electorales –no me cansaré de repetirlo– son, en el sentido de las críticas de Engels, posibilistas, esto es, pragmáticos y por muchas razones oportunistas. No pueden ser de otra forma si quieren competir por los espacios que las clases dominantes y su Estado permiten, aunque sea por razones de apariencia democrática. Si se vuelven “puritanos” terminarán aislados, reducidos a su mínima expresión y serán calificados, con buena dosis de razón, de sectarios y excluyentes (izquierdistas, diría Lenin).
Aun así, los partidos electorales de izquierda tienen diferencias con los de derecha, aunque no paso por alto que muchos partidos, sobre todo los de la Internacional Socialista (socialdemócratas) han hecho casi lo mismo, una vez en el poder, que los partidos demócrata-cristianos (Felipe González en España, Schroeder en Alemania, Blair en Gran Bretaña, para poner algunos ejemplos).
Pedirles a los partidos electorales, en este caso de izquierda, que sean como los partidos ideológicos y de clase de hace décadas no parece sensato. Los partidos clasistas y de izquierda radical que todavía subsisten en muchos países son francamente minoritarios, y si no fuera por el sistema electoral a dos vueltas (existente en casi todas las naciones de América Latina y de Europa) ya hubieran desaparecido de las boletas comiciales. La presencia electoral de estos últimos se debe a las alianzas que realizan con partidos más grandes, sea en coaliciones, como en México, sea apoyando a los partidos “menos malos” en la segunda vuelta.
El problema está en los matices en cada tiempo y lugar. ¿Qué tanto debe ceder un partido electoral de izquierda? En abstracto no se puede decir. En el caso mexicano de ahora (2007) y en referencia al Partido de la Revolución Democrática, hay puntos no negociables. Esto debería de ser claro. Negociar con Calderón o sus personeros, por ejemplo, sería inadmisible y no porque el partido sea o no lópezobradorista. Y sería inaceptable porque, al margen de errores estratégicos y tácticos cometidos durante el proceso electoral, lo que es un hecho es que no sólo se le quitó la Presidencia a AMLO, sino al PRD y, por lo mismo, a todas sus corrientes internas con todo y sus diferencias y semejanzas. Una vez más, para aclarar mi punto de vista, si Calderón hubiera ganado y el IFE y el tribunal electoral no hubieran hecho trampas, los votos se hubieran contado y asunto resuelto. Pero no se hizo y esto es suficiente para afirmar que la elección presidencial del año pasado no fue transparente.
Cierto es que Calderón ahí está (nos guste o no), pero el papel de un partido de oposición es, de entrada (y gracias a Perogrullo), oponerse con base en sus principios y en sus respectivos objetivos planteados. Pero, además, proponer y negociar entre pares y en sus ámbitos de acción para acercarse lo más posible a la realización de sus postulados.
Pese al mal olor, no todo está podrido. Lo que pienso que debemos abandonar es el papel de puritanos. A nadie le queda a estas alturas del siglo XXI. El mundo ha cambiado mucho desde el siglo XVI e incluso desde el XIX. No entenderlo sería tan insensato como querer prescindir del transporte moderno porque contamina, y regresar a las carretas tiradas por caballos en lugar de buscar, con las tecnologías existentes, que los vehículos actuales dejen de ser contaminantes.
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