26/8/07

La izquierda contra sí misma

26/08/2007
Opinión
Ilán Semo
La Jornada
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En la página 127 del Tratado de la voluntad, Destutt de Tracy escribe: “cuando las instituciones pierden su utilidad, en su lugar aparecen los hombres fuertes que las sustituyen”. En su momento, la frase quería describir el tortuoso camino que había llevado la Francia de Robespierre a la condena de Napoleón en Santa Elena para fijar los primeros y vagos pasos de una república que, en rigor, tardaría un siglo y medio para deshacerse de sus “hombres fuertes” (o más aún, si se cuentan los años del inescrutable De Gaulle). La sentencia perduró como ejercicio de comprensión de un dilema esencial que encierran las formas modernas del poder: en principio, tarde o temprano, todo orden social acaba renunciando a un régimen político que no le garantiza la estabilidad del principio de autoridad. Léase: principio de autoridad, no de bienestar. La explicación convencional de por qué una sociedad decide dar la espalda a un orden político redunda casi siempre en que éste deja de satisfacer sus necesidades elementales. Pero las sociedades son bastante más sicóticas de lo que se podría imaginar. Su primer instinto se dirige hacia la búsqueda del orden, no del bienestar. En cierto modo, es una manera de entender fenómenos tan convulsos como los que llevaron a Putin al poder en Rusia o a Chávez en Venezuela.
Sea como sea, la máxima de Destutt de Tracy no parece muy útil para figurar lo que sucede hoy en la política mexicana. De un lado, el tejido institucional sobre el que descansa la fábrica de la vida económica y social da la impresión de ser cada día más precario. Desde los procesos electorales y los temas de seguridad hasta las actividades más elementales como pedir un formulario en una ventanilla, la sensación es la de estar frente a un volado en el aire. Del otro lado, no hay en el horizonte nada ni nadie que indique la emergencia de un “hombre fuerte” (o una “mujer fuerte”, cabría agregar hoy) que llegue, como imaginaba Tracy, a suplir esa precariedad. Por el contrario, todos los intentos de cultivar esa tentación han terminado, por fortuna, en el cesto de la ironía, lo grotesco o simplemente lo pintoresco. Digamos que la gelatinosidad de la sociedad política mexicana ha sido, hasta la fecha, lo suficientemente tenaz como para que se estrellen en ella tanto los afanes de propiciar nuevas reglas institucionales como nuestros mejores prospectos de líderes carismáticos.
La paradoja puede observarse casi en cualquier escala de la vida pública. La izquierda no ha sido una excepción. El penoso espectáculo que ofreció el Partido de la Revolución Democrática en su más reciente congreso nacional no es nuevo. En realidad, se podría decir que ya nos tiene acostumbrados a estos pandemonios (más votos que delegados, asaltos violentos a la tribuna, secuestro de micrófonos, patadas, jalones, etcétera) que se repiten sin cesar desde 1997.
En el congreso se enfrentaron supuestamente dos corrientes. Una, más conciliadora, los “negociadores”, que quisiera ver al partido aceptando los resultados oficiales de 2006, haciendo política en el marco de esas circunstancias, mostrando que la tarea de la oposición es apoyar u obligar a la administración para que ejerza un buen gobierno. La otra, una corriente maximalista, los “duros”, que desconocen al gobierno panista y que se imaginan a la vieja usanza bolchevique incendiando la indignación de las masas y tomando el Palacio (Nacional) por asalto. (En octubre de 1917, los bolcheviques tomaron por asalto el Palacio de Invierno.) Pero todo esto es en rigor un eufemismo, una suerte de simple simulacro gestual. En principio, se trata de corrientes muy corrientes.
Uno imagina que los “negociadores” persigan formular una política en la que el programa mínimo de la izquierda sea objeto de negociación. Por ejemplo, hay dos reformas esenciales que llegaron al Congreso en tiempos recientes: las modificaciones al régimen de pensiones de los agremiados al ISSSTE y la reforma fiscal. La primera resta ingresos a los asalariados; la segunda, resta ingresos a toda la sociedad. El PRD, con su caudalosa (pero de facto inexistente) fracción parlamentaria, podría haber hecho propuestas en donde cediera en ciertos renglones a cambio de obtener mejorías en otros para sus hipotéticos representados. Pero eso, sus “hipotéticos representados”, es lo que menos interesa a la representación parlamentaria. Para los “negociadores”, negociar significa pactar canonjías, afianzar cargos, consolidar tribus, amarrar apoyos y, frecuentemente, dinero para los bolsillos propios.
Los “maximalistas”, los movimientistas, deberían, por su parte, desarrollar una labor de construcción social, de organización ciudadana y civil. Podrían, por ejemplo, emprender una lucha (esa sí sin cuartel) en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación para reordenar esa organización y, con ello, a la educación misma del país. Pero nada de eso sucede. Sus actividades se reducen a declaraciones rijosas, algunos actos de precampaña electoral (la precampaña lo es todo hasta el 2012) y amenazas a destajo de traición. Todo con el afán de obtener los beneficios necesarios para consolidar a la propia tribu.
Antes, cuando carecía de militantes, la izquierda mexicana llegó a ser un frente imprescindible para fijar los estilos y los discursos que resistieron al orden corporativo. Hoy, que cuenta con ellos en demasía, no sabe qué hacer con el caudal de fuerzas que le legó esa historia.

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