01/09/2007
Opinión
Emir Sader
La Jornada
-
La extensa entrevista concedida por el presidente brasileño Lula al periódico O Estado de Sao Paulo, el domingo 26 de agosto, presenta, en toda su dimensión, el enigma, la contradicción viva que representan él y su gobierno. Cualquiera puede aislar una u otra respuesta para intentar confirmar sus posiciones –sea de adhesión total al gobierno, sea de crítica radical, por la izquierda o por la derecha. Pero nadie puede, considerando la totalidad de la entrevista de cinco páginas, dejar de ver que se busca un arreglo de cuentas de un gobierno que recibe, a la vez, la más dura oposición de la gran prensa brasileña, la simpatía de la gran mayoría de las capas pobres, la crítica de parte importante de la izquierda y el apoyo del gran empresariado.
A Lula le gusta utilizar la expresión del cantante brasileño Raul Seixas, “metamorfosis ambulante”, para intentar definirse, para decir que así habría logrado rehuir de las tentaciones que él llama “principismo”, como referencia a lo que serían, a su juicio, posiciones dogmáticas. Esto puede servir para captar las trasformaciones ideológicas y políticas desde que irrumpió en la vida política brasileña como líder sindical de oposición a la dictadura militar, hace ya 30 años. Sin embargo, lo que hace es parecer que Lula simplemente se adaptó a las condiciones concretas para ejercer el poder para todos los brasileños, a la vez puede ser leído como una auténtica conversión ideológica a las condiciones funcionales de reproducción del capitalismo brasileño.
La primera impresión de esto es el reforzamiento del carácter monopolista y antidemocrático de la prensa brasileña. Aunque obtuvo el apoyo mayoritario del pueblo, según los resultados electorales de hace nueve meses que lo llevaron a ser relegido, y que las encuestas de opinión confirman el enorme apoyo que recibe –aun con nuevas crisis, explotadas ampliamente por la prensa–, en particular de los más pobres, la gran mayoría de la población. Sin embargo, el punto de vista del gobierno no está presente cotidianamente en la gran prensa, monolítica en su férrea oposición, que excluye totalmente ópticas plurales.
Lula no esconde que lo que considera el éxito más grande de su gobierno sería exactamente aquello por lo que es más criticado por la izquierda: la política económica. Pero inmediatamente agrega las prioridades de su política exterior: alianzas en América Latina y con el sur del mundo. Cuando le preguntan en qué medida esa política es mérito suyo o si la ha recibido de su antecesor (Fernando Henrique Cardoso), lo cuestiona, diciendo que de haber sostenido la política heredada el país habría quebrado.
En su visión, esa conducción económica es la condición para el gran éxito de sus políticas sociales. Parte indispensable de su programa de gobierno se finca en la Carta a los brasileños, gracias a la cual se garantiza mantener los compromisos heredados –sobre todo con el capital financiero, que había desarrollado un fuerte ataque especulativo frente a la posibilidad de victoria de Lula en 2002–, que le permitió superar el apoyo de 35 por ciento –piso histórico de sus candidaturas previas a la presidencia– hacia los 61 por ciento que finalmente alcanzó. Trata así de justificar los sacrificios que impuso, en el primer año de gobierno, cuando aumentó el superávit primario por encima de lo que demandó el FMI.
Sobre los conflictos recientes de la política exterior brasileña, Lula intenta disminuir su dimensión, confirmando el interés de Brasil en construir el gasoducto sudamericano y afirmando que todavía se está discutiendo la naturaleza del Banco del Sur. Reitera la disposición de Brasil de ser más generoso con los países menos desarrollados de la región (Bolivia, Paraguay y Uruguay).
Confiesa que tiene fundamento la preocupación por la disputa entre el etanol y la producción de alimentos. “En un país como México, el alza del precio del maíz, por ejemplo, genera un problema grave porque el pueblo come mucha tortilla”, dice, para concluir que “la política de combustibles no puede entrar en conflicto con la política de alimentos”. Subestimando los conflictos que la prensa exhibe con Hugo Chávez, explica que Venezuela está comprando tres barcos de etanol de Brasil.
Sin embargo, Lula no menciona el carácter de las nuevas relaciones con Estados Unidos a partir de las visitas mutuas con Bush, así como tampoco aborda otros temas por los que es criticado duramente desde sectores más de izquierda en Brasil, como los transgénicos, la no apertura de los archivos de la dictadura, la persecución a radios comunitarias, el lento avance de la reforma agraria, así como, especialmente, la independencia de hecho del Banco Central y la libre circulación de los capitales en la esfera financiera.
Opinión
Emir Sader
La Jornada
-
La extensa entrevista concedida por el presidente brasileño Lula al periódico O Estado de Sao Paulo, el domingo 26 de agosto, presenta, en toda su dimensión, el enigma, la contradicción viva que representan él y su gobierno. Cualquiera puede aislar una u otra respuesta para intentar confirmar sus posiciones –sea de adhesión total al gobierno, sea de crítica radical, por la izquierda o por la derecha. Pero nadie puede, considerando la totalidad de la entrevista de cinco páginas, dejar de ver que se busca un arreglo de cuentas de un gobierno que recibe, a la vez, la más dura oposición de la gran prensa brasileña, la simpatía de la gran mayoría de las capas pobres, la crítica de parte importante de la izquierda y el apoyo del gran empresariado.
A Lula le gusta utilizar la expresión del cantante brasileño Raul Seixas, “metamorfosis ambulante”, para intentar definirse, para decir que así habría logrado rehuir de las tentaciones que él llama “principismo”, como referencia a lo que serían, a su juicio, posiciones dogmáticas. Esto puede servir para captar las trasformaciones ideológicas y políticas desde que irrumpió en la vida política brasileña como líder sindical de oposición a la dictadura militar, hace ya 30 años. Sin embargo, lo que hace es parecer que Lula simplemente se adaptó a las condiciones concretas para ejercer el poder para todos los brasileños, a la vez puede ser leído como una auténtica conversión ideológica a las condiciones funcionales de reproducción del capitalismo brasileño.
La primera impresión de esto es el reforzamiento del carácter monopolista y antidemocrático de la prensa brasileña. Aunque obtuvo el apoyo mayoritario del pueblo, según los resultados electorales de hace nueve meses que lo llevaron a ser relegido, y que las encuestas de opinión confirman el enorme apoyo que recibe –aun con nuevas crisis, explotadas ampliamente por la prensa–, en particular de los más pobres, la gran mayoría de la población. Sin embargo, el punto de vista del gobierno no está presente cotidianamente en la gran prensa, monolítica en su férrea oposición, que excluye totalmente ópticas plurales.
Lula no esconde que lo que considera el éxito más grande de su gobierno sería exactamente aquello por lo que es más criticado por la izquierda: la política económica. Pero inmediatamente agrega las prioridades de su política exterior: alianzas en América Latina y con el sur del mundo. Cuando le preguntan en qué medida esa política es mérito suyo o si la ha recibido de su antecesor (Fernando Henrique Cardoso), lo cuestiona, diciendo que de haber sostenido la política heredada el país habría quebrado.
En su visión, esa conducción económica es la condición para el gran éxito de sus políticas sociales. Parte indispensable de su programa de gobierno se finca en la Carta a los brasileños, gracias a la cual se garantiza mantener los compromisos heredados –sobre todo con el capital financiero, que había desarrollado un fuerte ataque especulativo frente a la posibilidad de victoria de Lula en 2002–, que le permitió superar el apoyo de 35 por ciento –piso histórico de sus candidaturas previas a la presidencia– hacia los 61 por ciento que finalmente alcanzó. Trata así de justificar los sacrificios que impuso, en el primer año de gobierno, cuando aumentó el superávit primario por encima de lo que demandó el FMI.
Sobre los conflictos recientes de la política exterior brasileña, Lula intenta disminuir su dimensión, confirmando el interés de Brasil en construir el gasoducto sudamericano y afirmando que todavía se está discutiendo la naturaleza del Banco del Sur. Reitera la disposición de Brasil de ser más generoso con los países menos desarrollados de la región (Bolivia, Paraguay y Uruguay).
Confiesa que tiene fundamento la preocupación por la disputa entre el etanol y la producción de alimentos. “En un país como México, el alza del precio del maíz, por ejemplo, genera un problema grave porque el pueblo come mucha tortilla”, dice, para concluir que “la política de combustibles no puede entrar en conflicto con la política de alimentos”. Subestimando los conflictos que la prensa exhibe con Hugo Chávez, explica que Venezuela está comprando tres barcos de etanol de Brasil.
Sin embargo, Lula no menciona el carácter de las nuevas relaciones con Estados Unidos a partir de las visitas mutuas con Bush, así como tampoco aborda otros temas por los que es criticado duramente desde sectores más de izquierda en Brasil, como los transgénicos, la no apertura de los archivos de la dictadura, la persecución a radios comunitarias, el lento avance de la reforma agraria, así como, especialmente, la independencia de hecho del Banco Central y la libre circulación de los capitales en la esfera financiera.
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