24/09/2007
Opinión
Arnaldo Córdova
La Jornada
La Jornada
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En un programa de CNN en español, al que Carmen Aristegui me invitó gentilmente a finales del año pasado, me hizo una pregunta acerca de la polarización a la que habían dado lugar las elecciones de 2006 y me inquirió sobre lo que había, qué fuerzas estaban en cada uno de ambos polos de la contienda. Yo le contesté que yo veía un bloque de izquierda, con Andrés Manuel López Obrador a la cabeza, y una santa alianza en el polo opuesto. La Santa Alianza fue el bloque conservador y reaccionario que se formó en Europa después de la derrota de Napoleón en Waterloo y su exilio a Santa Elena. Toda la Europa reaccionaria, con Inglaterra y Rusia al frente, que ganaba la guerra y se declaraba decididamente por la conservación del antiguo orden de cosas y contra todo intento de cambiarlo.
Por la izquierda, López Obrador logró reunir en un bloque muy poderoso (tan poderoso, que, en unas elecciones limpias, habría ganado la pelea) a casi todas las fuerzas de izquierda y a todos los sectores progresistas del país. Pudo verse que la izquierda es una fuerza que puede ganar y llegar al poder. Para todo mundo quedó muy claro desde meses antes del día de las elecciones. Ese hecho espantó como nunca antes a todas las fuerzas de derecha, a todos los reaccionarios, entre ellos a la jerarquía católica, y, en especial, a los dueños del dinero y de la riqueza en México. Fue un hecho inédito en nuestra historia. Jamás antes se había visto tal cosa, salvo, quizá y salvando las diferencias, cuando Madero unificó tras de sí a todo el pueblo mexicano en contra de la dictadura en 1910.
Aunque ha habido disensiones, separaciones y divisiones internas en las fuerzas de cada uno de los polos, éstos se mantienen casi intactos y con las mismas razones que los llegaron a identificar. No se puede saber cuál de los dos está más debilitado (tal vez el de los perdedores, que siempre se llevan la peor parte), pero todos los hechos muestran que la derecha y la izquierda se encuentran enteras y que están luchando por la reivindicación de sus intereses. Lo peor que podría suceder sería que ésta se convirtiera en una lucha a muerte que sólo terminara con el exterminio de uno de los polos opuestos. La razón y el buen discernimiento de la realidad deberán prevalecer para que no lleguemos a una situación como esa, que sería el punto de la autodestrucción de nuestro sistema político.
Como debe ser en una auténtica democracia, incluso en una como la nuestra, todas las fuerzas integrantes de cada uno de los polos están divididas. Unos quieren atacar sin demora, mientras otros desean esperar; unos creen que luego será tarde y otros creen que es demasiado pronto. En lo que todos, quizá, coinciden es en que se trata de un real enfrentamiento y que decidirá el rumbo futuro del país (que, también lo saben, está a la vuelta de la esquina). Lo notable de la actual situación, también fruto de nuestro desarrollo democrático, es que todos los actores de uno o de otro bando tienen que mostrarse y hacerse ver. Todos los ciudadanos pueden observar, sin máscaras engañosas, quiénes están de un lado y quiénes están del otro. A la izquierda siempre se la ha visto, porque es una fuerza que para hacer política tiene que hacerse ver; la derecha es todo el tiempo un conjunto de fuerzas encubiertas con unos cuantos exponentes o representantes que hablan por todos. Ahora podemos ver quiénes integran el bloque de la derecha y eso es bueno.
Lo anterior vale, porque la negociación política, un fruto maravilloso de la democracia, obliga a las fuerzas políticas integrantes de ambos polos a diferenciarse internamente y, a veces, a dividirse en diferentes posturas. Los casos de las reformas electoral y fiscal nos lo muestran plásticamente: en la primera, había demasiados agraviados; todos encontraron que era la oportunidad para unirse en un propósito común: acabar con el dominio de los medios electrónicos de comunicación en el reparto de los dineros y, de paso, saldar cuentas con unos consejeros electorales que habían hecho pésimamente su trabajo. En la segunda, unos pensaron que la primera bien valía el cambalache, mientras otros se sostuvieron en una posición minoritaria que hizo pasar las modificaciones. A mí todo eso me parece normal democráticamente. Y eso es algo que deberíamos ver siempre en nuestra política.
Pero, en mi concepto, el mayor logro que hemos tenido de nuestro proceso democrático es que ahora podemos identificar a nuestros adversarios (y hablo como integrante y como militante del polo de izquierda), los que integran el bloque de la derecha y que ahora todos deben mostrarse en público y decir lo que piensan, pues, finalmente, ellos mismos han llegado a saber que tienen que hacerlo para poder decir lo que piensan. También es positivo que se hayan visto obligados a enseñar sus intereses para poder ser convincentes, aunque eso no les haya quitado lo mentirosos, lo miedosos y lo traicioneros. Y ahí están todos, a la vista de todo el mundo: los empresarios con sus pobrísimos discursos políticos y sus poderosísimos intereses económicos; sus lacayos, que gozan lamiéndoles los pies; los dueños de los medios de comunicación que han llegado a la desvergüenza de ostentarse como los grandes defensores de la libertad de expresión y, también, sus innobles e ignorantes servidores que no saben de otra cosa que mantener sus pequeñitos privilegios.
No los puedo mencionar a todos en un espacio que ya se me agota, pero está también la jerarquía eclesiástica, que le pega, incluso, a algunos derechistas; los panistas que, como gran partido en el poder, están ya divididos en mil facciones y cada una tiende a tirar por su lado; están los priístas de derecha, los verdaderos dueños del partido, duchos en hacer política y que saben golpear con la derecha y con la izquierda; están los caciques locales, que no saben en realidad, si son de derecha o de izquierda, sino sólo que tienen que defender a dentelladas sus horripilantes dominios; están los conciliadores de izquierda que, ignaros totales del arte político de la negociación, sólo son capaces de tejer intrigas, disfrazadas de acuerdos, con unos enemigos que ni ellos mismos saben que los están haciendo jugar para su lado, y todo en aras de mantener sus áreas de poder en los partidos de izquierda; están muchos más y están a la vista. Esa es la santa alianza.
Recientemente, mi querido amigo Julio Hernández López me preguntó si yo estaba decepcionado del PRD. Le contesté que es un gran partido, que está ahí, con todas sus pocas virtudes y sus muchísimas lacras, pero es el gran partido de la izquierda y, de ese lado, yo no veo nada más. Para mí, venturosamente, hemos llegado al punto en que el país tiene, solamente, un lado de izquierda y un lado de derecha y yo sé de qué lado debo estar. Lo demás, es tratar de encubrirse, por oportunismo, por pragmatismo o por un mal entendido y falso sentido de neutralidad. O somos de derecha o somos de izquierda. No hay más.
Por la izquierda, López Obrador logró reunir en un bloque muy poderoso (tan poderoso, que, en unas elecciones limpias, habría ganado la pelea) a casi todas las fuerzas de izquierda y a todos los sectores progresistas del país. Pudo verse que la izquierda es una fuerza que puede ganar y llegar al poder. Para todo mundo quedó muy claro desde meses antes del día de las elecciones. Ese hecho espantó como nunca antes a todas las fuerzas de derecha, a todos los reaccionarios, entre ellos a la jerarquía católica, y, en especial, a los dueños del dinero y de la riqueza en México. Fue un hecho inédito en nuestra historia. Jamás antes se había visto tal cosa, salvo, quizá y salvando las diferencias, cuando Madero unificó tras de sí a todo el pueblo mexicano en contra de la dictadura en 1910.
Aunque ha habido disensiones, separaciones y divisiones internas en las fuerzas de cada uno de los polos, éstos se mantienen casi intactos y con las mismas razones que los llegaron a identificar. No se puede saber cuál de los dos está más debilitado (tal vez el de los perdedores, que siempre se llevan la peor parte), pero todos los hechos muestran que la derecha y la izquierda se encuentran enteras y que están luchando por la reivindicación de sus intereses. Lo peor que podría suceder sería que ésta se convirtiera en una lucha a muerte que sólo terminara con el exterminio de uno de los polos opuestos. La razón y el buen discernimiento de la realidad deberán prevalecer para que no lleguemos a una situación como esa, que sería el punto de la autodestrucción de nuestro sistema político.
Como debe ser en una auténtica democracia, incluso en una como la nuestra, todas las fuerzas integrantes de cada uno de los polos están divididas. Unos quieren atacar sin demora, mientras otros desean esperar; unos creen que luego será tarde y otros creen que es demasiado pronto. En lo que todos, quizá, coinciden es en que se trata de un real enfrentamiento y que decidirá el rumbo futuro del país (que, también lo saben, está a la vuelta de la esquina). Lo notable de la actual situación, también fruto de nuestro desarrollo democrático, es que todos los actores de uno o de otro bando tienen que mostrarse y hacerse ver. Todos los ciudadanos pueden observar, sin máscaras engañosas, quiénes están de un lado y quiénes están del otro. A la izquierda siempre se la ha visto, porque es una fuerza que para hacer política tiene que hacerse ver; la derecha es todo el tiempo un conjunto de fuerzas encubiertas con unos cuantos exponentes o representantes que hablan por todos. Ahora podemos ver quiénes integran el bloque de la derecha y eso es bueno.
Lo anterior vale, porque la negociación política, un fruto maravilloso de la democracia, obliga a las fuerzas políticas integrantes de ambos polos a diferenciarse internamente y, a veces, a dividirse en diferentes posturas. Los casos de las reformas electoral y fiscal nos lo muestran plásticamente: en la primera, había demasiados agraviados; todos encontraron que era la oportunidad para unirse en un propósito común: acabar con el dominio de los medios electrónicos de comunicación en el reparto de los dineros y, de paso, saldar cuentas con unos consejeros electorales que habían hecho pésimamente su trabajo. En la segunda, unos pensaron que la primera bien valía el cambalache, mientras otros se sostuvieron en una posición minoritaria que hizo pasar las modificaciones. A mí todo eso me parece normal democráticamente. Y eso es algo que deberíamos ver siempre en nuestra política.
Pero, en mi concepto, el mayor logro que hemos tenido de nuestro proceso democrático es que ahora podemos identificar a nuestros adversarios (y hablo como integrante y como militante del polo de izquierda), los que integran el bloque de la derecha y que ahora todos deben mostrarse en público y decir lo que piensan, pues, finalmente, ellos mismos han llegado a saber que tienen que hacerlo para poder decir lo que piensan. También es positivo que se hayan visto obligados a enseñar sus intereses para poder ser convincentes, aunque eso no les haya quitado lo mentirosos, lo miedosos y lo traicioneros. Y ahí están todos, a la vista de todo el mundo: los empresarios con sus pobrísimos discursos políticos y sus poderosísimos intereses económicos; sus lacayos, que gozan lamiéndoles los pies; los dueños de los medios de comunicación que han llegado a la desvergüenza de ostentarse como los grandes defensores de la libertad de expresión y, también, sus innobles e ignorantes servidores que no saben de otra cosa que mantener sus pequeñitos privilegios.
No los puedo mencionar a todos en un espacio que ya se me agota, pero está también la jerarquía eclesiástica, que le pega, incluso, a algunos derechistas; los panistas que, como gran partido en el poder, están ya divididos en mil facciones y cada una tiende a tirar por su lado; están los priístas de derecha, los verdaderos dueños del partido, duchos en hacer política y que saben golpear con la derecha y con la izquierda; están los caciques locales, que no saben en realidad, si son de derecha o de izquierda, sino sólo que tienen que defender a dentelladas sus horripilantes dominios; están los conciliadores de izquierda que, ignaros totales del arte político de la negociación, sólo son capaces de tejer intrigas, disfrazadas de acuerdos, con unos enemigos que ni ellos mismos saben que los están haciendo jugar para su lado, y todo en aras de mantener sus áreas de poder en los partidos de izquierda; están muchos más y están a la vista. Esa es la santa alianza.
Recientemente, mi querido amigo Julio Hernández López me preguntó si yo estaba decepcionado del PRD. Le contesté que es un gran partido, que está ahí, con todas sus pocas virtudes y sus muchísimas lacras, pero es el gran partido de la izquierda y, de ese lado, yo no veo nada más. Para mí, venturosamente, hemos llegado al punto en que el país tiene, solamente, un lado de izquierda y un lado de derecha y yo sé de qué lado debo estar. Lo demás, es tratar de encubrirse, por oportunismo, por pragmatismo o por un mal entendido y falso sentido de neutralidad. O somos de derecha o somos de izquierda. No hay más.
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