25/9/07

Líbano, ¿puede existir?

25/09/2007
Opinión
por Antonio Hermosa
El Mercurio Digital
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Desde el miércoles 19 de setiembre hay que sumar un nombre más, el del diputado cristiano falangista Antoine Ghanem, a la macabra lista de asesinatos políticos que con regular cadencia se vienen sucediendo desde su inauguración por Rafik Hariri en febrero de 2005. De nuevo la rabia, el dolor y el miedo de una parte de la población libanesa frente al gozo de la otra parte; de nuevo la condena común del magnicidio por parte de la comunidad internacional, y de nuevo el dedo acusatorio apuntando en direcciones contrapuestas: Occidente, parte del propio mundo árabe y Naciones Unidas, más o menos veladamente, hacia Siria; ésta, hacia un malo abstracto sin identificar, e Irán, en cambio, a su malo estrella: el complot sionista de turno. Quien les asesina, por tanto, los mata dos veces, la segunda con la impostura de la explicación. Y en este sentido, dado que la mortal lotería sólo toca a los enemigos del régimen sirio, quizá quepa entender por qué Saad Hariri, el hijo del ex primer ministro asesinado, le acusa de ser “de una cobardía inigualada”.
Las explicaciones del significado político del crimen, tanto en la prensa libanesa como en la internacional, no se han hecho esperar. La puntualidad de cada asesinato, por ejemplo, constituye una de las manifestaciones de un plan premeditado tendente a reducir la mayoría gobernante eliminando físicamente a sus miembros; esa convicción hizo que algunos parlamentarios abandonaran temporalmente su país para salvar así su vida y a la mayoría que apoya al gobierno legítimo. El hecho de que Ghanem fuera asesinado sólo dos días después de su regreso a su país confirma que el plan criminal es en realidad una política de desestabilización perfectamente orquestada, que huele a agentes secretos y a mafia político-militar por los cuatro costados, sólo al alcance de un Estado o de un pseudo-Estado.
Después de un año sin celebrar sesión alguna, el Parlamento debía reunirse el próximo martes 25 para la elección del Presidente de la República que ha de sustituir, el 24 de noviembre, a Emile Lahoud, actualmente en el cargo y de filiación pro-siria. El criminal atentado aspiraría así a cortocircuitar dicha elección, que en un principio el gobierno quiso consensuar con la oposición, pero que podía llevar a cabo por sí misma desde su –escueta- mayoría. La merma constante de su número a causa de los diversos atentados precedentes la ha dejado a un solo voto de su objetivo, por lo que cabe pensar en que ya hay otra bomba volante a la caza de un objetivo plenamente identificado. El atentado que ha costado la vida a Antoine Ghanem tendría también, por tanto, la mira de difundir el miedo entre los diputados de la mayoría y de coaccionar su voluntad.
Por otro lado, su espectacularidad y completa indiferencia por la vida humana –realizado en una concurrida calle, y con un resultado de otras siete víctimas mortales más y decenas de heridos- mostrarían que el miedo y sus efectos no deben limitarse sólo al aula parlamentaria, sino que deben cundir por una gran parte de la población, incluida, como enseñaron los nazis, la integrada por sus partidarios, forzados de este modo a seguir los dictados del jefe cuando y como él disponga: se trataría de un recordatorio de que toda su autonomía consiste en obedecer.
La agenda del miedo dictando sus normas al gobierno y a la sociedad, el caos institucional a pleno rendimiento: la política de desestabilización ha conseguido su objetivo y si no va más lejos es porque, de momento, se guarda nuevas cartas para el futuro. En realidad, ya con eso, Siria, que según los indicadores más fiables es dicho jefe del terror, se reserva con su política, de la que el último atentado no es más que su última manifestación, una baza que jugar en sus negociaciones con la comunidad internacional a fin de impedir la puesta en marcha del Tribunal con el que Naciones Unidas investigará el asesinato de Rafik Hariri. Y ya con eso, además, Siria, que en política internacional es la nada hecha Estado, demuestra asimismo su capacidad de poner en jaque una zona cuya estabilidad es vista por la comunidad internacional como crucial.
Todas esas consecuencias, cierto, las circunstanciales como las más genéricas, pueden ser asociadas a este último atentado. Pero, en mi opinión, hay algo más, y quien mejor lo ha expresado, aun quedándose corto, ha sido el antiguo Presidente Amin Gemayel, que también vio caer a su hijo el pasado año, al decir que “no se trata ya de las próximas elecciones presidenciales: lo que ahora está en juego es la supervivencia del país y de su democracia”.
En realidad, bien mirado incluso de todo eso que se dice amenazado y que se aspira a conservar lo único que existe es la ilusión. Y por mucho que los libaneses se aferren a ella para no ver al monstruo del despotismo que hay debajo, como diría Diderot; y por mucho que cada atentado desate una ola de rabia que no es sino la acción emprendida por la esperanza por atrapar su objeto, y por mucho que esa rabia prenda la mecha de la resistencia del gobierno y de la mitad de la sociedad frente al tirano, la idea de un Líbano unido, libre, democrático y en paz, no deja de ser sino la falsa y rutinaria apariencia de una realidad mucho más convulsa y compleja.
Se ha repetido hasta la saciedad que es un imperativo elegir nuevo presidente, ahora que concluye el mandato de Emile Lahoud, al que Siria hace tiempo que aspira a mantener; se han escuchado los lamentos contra el atentado, ahora que parecía que las cosas iban bien, que negociaban gobierno y oposición, que había asimismo un principio de acuerdo sobre el futuro próximo del país por parte de las antagónicas potencias que lo tutelan, redundando todo ello en un clima esperanzador que hacía vislumbrar el horizonte con cierto optimismo; se ha invocado a Naciones Unidas para que ponga en funcionamiento el Tribunal que investigue el magnicidio de Hariri; se han hecho los habituales llamamientos a la comunidad internacional para que acuda en auxilio del actual gobierno legítimo; etc.
Todo eso ha tenido lugar, sin duda. Pero lo cierto es que, a día de hoy, Siria interviene en Líbano cuando y como quiere, y que la política libanesa es un capítulo de la política interior siria; que la sociedad está diversamente segmentada y, al cabo, totalmente escindida en una mitad antisiria y otra prosiria; que la división de la sociedad se repite tal cual en el propio Parlamento, por lo que un acuerdo real y duradero entre el conjunto de las fuerzas políticas es literalmente imposible –recuérdese que Hezbollah participó en el gobierno… hasta que sus amos dijeron basta-, una mayoría política amplia es impensable, y obligada la labor de zapa de la oposición de turno contra el gobierno de turno a fin de socavar su legitimidad, aun a riesgo de tirar al país por el despeñadero con ello; que el partido más importante de la oposición cuenta con una fuerza militar bajo su mando, diferenciada del ejército nacional libanés y más poderosa, además de ajena al poder civil. ¿Puede un Estado en esas condiciones ser soberano; puede vivir en paz o estar y permanecer unido? ¿Puede ser democrático, pese a la periodicidad y limpieza de las elecciones?
Pero es que, por si fuera poco, ese país ha visto cómo los planes de futuro pensado por las potencias amigas son dos y, naturalmente, del todo incompatibles entre sí, como expusiera Nadim SEADI en un artículo publicado en Open Democracy en agosto de 2006: Líbano como Riviera, avalado por Arabia Saudí y los demás Estados del Golfo, e incluso por Egipto y Jordania, frente a un Líbano como Ciudadela propugnado por Irán; un país basado en el comercio y los servicios, abierto y tolerante, y sin necesidad de ejército propio, de un lado; enfrente, otro fuertemente armado, dotado de una clara identidad nacional y necesitado de un enemigo. Es decir: hasta en las ideas que le conciernen Líbano es una artificial conjunción de mundos contrapuestos, y hasta en la más volátil de las decisiones que le incumben, su futuro tiene las riendas en otras manos.
Last but not least Líbano ni siquiera hoy controla la totalidad de su territorio. Ni Siria lo ha abandonado por completo por el norte ni Israel por el sur, aunque haya una gran diferencia en esta doble ocupación, pues mientras Israel actúa en legítima defensa –trata de evitar los cohetes que desde la frontera libanesa caen su territorio-, y su actividad es prácticamente nula tras la llegada de las fuerzas internacionales, la frontera siria se halla salpicada de pueblos por donde pululan grupos de palestinos y de fundamentalistas islámicos armados, y “que se han convertido en rutas del contrabando, así como en fortalezas equipadas con tanques y lanzaderas de misiles”, según dice Robert. G. Rabil en un artículo también publicado en Open Democracy en agosto de este año.
En definitiva: un país que no es dueño de su entero territorio, que tanto su sociedad como su arco parlamentario se hallan divididos por igual, en la que tanto en una como en el otro la mitad de sus miembros reconoce lealtad y sumisión a uno o más amos del exterior, en el que una de las fuerzas dominantes con amo ajeno controla un ejército propio, ajeno a las órdenes del poder civil, etc., es cualquier cosa menos un país unido, democrático, libre y en paz. Lo único que tiene garantizada es la inestabilidad en cualquiera de sus formas, incluida la de su posible destrucción en una guerra civil que será a la vez internacional, y cuya mecha depende básicamente para su ignición de una voluntad externa e incontrolable por él.
Si Líbano ha de sobrevivir, por tanto, será gracias a la mediación de la sociedad internacional, que a través de Naciones Unidas debe presionar a Siria –después le llegará el turno a Irán- hasta forzar a su élite política a vincular su suerte inmediata a la estabilidad del Líbano. Si dicha presión no se produjera, el titiritero seguirá disponiendo a su antojo de su marioneta, para seguir jugando con ella o romperla si le conviene. El Líbano que sobreviva, en cualquier caso, por fuerza será diverso de su sombra actual.

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