03/09/2007
Opinión
EL MIRADOR
JAIME GIL ALUJA
JAIME GIL ALUJA
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Conocí a Raymond Barre en los 70 cuando ambos frecuentábamos el círculo del maestro Perroux, autor del concepto polos de desarrollo que tanto influiría en la España de entonces. Congeniamos rápidamente: yo atraído por su obsesión con vincular la Ciencia Económica con la realidad y él, apasionado por el desafío que suponía para los economistas europeos sacar del atraso a la infradesarrollada España de entonces. También admiraba a Barre -y aún le admiro- por su capacidad de ser «el economista de Francia» indiscutible durante tres décadas y mantener así su independencia política y su prestigio científico sin haberse afiliado jamás a ningún partido político; ejerciendo con acierto cargo tras cargo: ministro de Comercio Exterior; primer ministro, diputado y alcalde de Lyon, pero sobre todo, vicepresidente de la Comunidad Económica Europea, entonces tan anhelada desde España -y el tiempo nos ha demostrado que con razón- por todos nosotros. Raymond, fundador del club de los eurooptimistas, estaba convencido de que la Europa Unida se impondría, como la democracia en España, por la fuerza de la pura razón y solía repetirnos a los amigos, a menudo perplejos ante el permanente tira y afloja de los socios comunitarios: «A veces hay que dar un paso atrás para poder dar después dos adelante». Y Raymond acertaba, porque con esta seguridad vacilante, pero inexorable, Europa se consolidaba y se consolidará a pesar de los tiras y afloja que ahora vivimos en torno a la Constitución Europea. Con esa convicción, y desde sus puestos de responsabilidad y su enorme influencia como economista, Barre ha sido uno de los grandes arquitectos de la Unión Europea, porque supo eludir el partidismo cortoplacista y miope y por eso tuvo siempre consejo y apoyo para los políticos que, al escucharle, acertaban en sus recetas para Francia y Europa, que para él siempre fueron destinos convergentes. Barre apoyaba por igual a centroderechistas y a centroizquierdistas y de ahí que el presidente Miterrand lo calificara a menudo de «auténtico hombre de estado». Y fue hombre de estado, a fuer de ser hombre de ciencia, jamás vio Raymond Barre la necesidad de esa barrera que tan obcecadamente se empeñan en elevar algunos entre la academia y la política: no hay servicio público sin investigación independiente y Barre hizo de esta convicción el eje de su vida sin servir a más partido que al de la razón. Durante años discutimos a menudo la relevancia de tal o cual investigación académica y él siempre concluía: «Si no se puede aplicar en la realidad, es irrelevante» y así, con rigor conceptual, pero bien cargado de pragmatismo, consiguió frenar como ministro y primer ministro los estragos de las crisis energéticas que tanto frenaron el desarrollo europeo. Raymond Barre quedó enamorado de León donde inauguró el congreso de economía de la mano del catedrático Enrique López. Me comentó a menudo su admiración por las vidrieras de la Catedral, de las que atesoraba una colección de fotografías que tomó el mismo con deleite. Hoy los académicos de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras, de la que Barre era miembro académico y gustaba discutir sobre el sorprendente desarrollo español buscando lecciones para la nueva Europa que despertaba del sueño totalitario, lo echamos en falta como uno de los grandes de la patria europea y de la razón universal.
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