El sesenta aniversario del discurso de Harvard pronunciado por George C. Marshall es una buena ocasión para discutir acerca de la complicadas relaciones euroatlánticas. Atlantismo y antiamericanismo siguen dividiendo el mundo político y la sociedad europeas, y no sólo debido a las divergencias sobre la operación Iraqi Freedom. Si bien la mayor parte de los europeos occidentales reconocen la importancia del Plan Marshall para la reconstrucción posbélica, es justo desde ahí desde donde hay que empezar a analizar para comprender las razones profundas de la hostilidad de parte de Europa hacia Washington.
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Giovanni Marizza
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Dos pesos y dos medidas
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Con su célebre discurso en la Universidad de Harvard el 5 de junio de 1947, el secretario de Estado americano George Catlett Marshall lanzó oficialmente su idea, aprobada por la administración USA, de un programa masivo de ayudas para reconstruir Europa. La reconstrucción material era sólo el aspecto más externo y visible, pero el objetivo final era el de favorecer la recuperación económica y defender la democracia en el viejo continente. La Casa Blanca temía, y no erraba, que en ausencia de reconstrucción, prosperidad y bienestar, después de los países centroeuropeos, también los de Europa occidental habrían caído pronto presas de la Unión Soviética, cuyos principales aliados eran el hambre y la miseria.
El proyecto del Europe Recovery Program (ERP) tuvo diversas acogidas: en el Oeste un rotundo “sí” (pero por parte de los gobiernos, no de las oposiciones de izquierda), y en el Este un “no” forzado. Polonia y Checoslovaquia, intuyendo fácilmente los beneficios del proyecto, aceptaron en un principio con entusiasmo la invitación a ser beneficiarios del plan, pero pronto tuvieron que renunciar, por las presiones de Moscú.
La distribución de las ayudas (en total, 13.325,8 millones de dólares), sin embargo, se hizo efectiva de una manera tal que causó algunas sorpresas. Se puso a un lado el criterio lógico de favorecer a quien más lo necesitaba, es decir, los países más destruidos, y en consecuencia a los vencidos (Alemania, Italia, Austria) se les asignó únicamente un 25% de la suma total prevista por el Plan. Es más, Alemania, país literalmente arrasado por la guerra, se sitúa nada menos que en el cuarto puesto en la lista de los beneficiarios, con 1.390 millones de dólares (en esta cantidad, el punto “bienes industriales”, a pesar de que las industrias alemanas hubieran sido aniquiladas, contó con 296 millones, es decir, menos que Bélgica y Luxemburgo juntos, que recibieron 358 millones y mucho menos que Holanda, que recibió 553 millones) y menos aún que Italia, que, en un tercer lugar, recibió 1.508,8, incluidos los 32 millones de dólares del Territorio Libre de Trieste que se encontraba aún bajo administración militar aliada y recibía ayudas específicas. Austria, por su parte, se encontraba en el séptimo lugar, con 677,8 millones.
Otro 5% del total fue a beneficio de países neutrales o que no sufrieron daños de guerra, como Turquía (¿como recompensa por haber declarado la guerra a Alemania en la víspera del fin del conflicto?), Portugal (¿para recompensar el hecho de haber cedido, a pesar de ser neutral, bases en las Azores a los angloamericanos?), Suecia, Irlanda e Islandia. En concreto, las ayudas a estos países fueron de 225,1 millones de dólares para Turquía, 147,5 millones para Irlanda, 107,3 millones para Suecia, 51,2 millones para Portugal y 29,3 millones para Islandia. Esta última, con sus 200.000 habitantes, recibió 6 millones de dólares en alimentos. Turquía, que en proporción, con sus 60 millones de habitantes, debería haber recibido 480 millones en ese mismo concepto, recibió sólo 16 millones.
Y el mayor trozo del pastel: el 70% de las ayudas fue a parar, sorprendentemente, a los países ganadores del conflicto. En el primer puesto de la clasificación, de hecho, está el Reino Unido, con 3.189,8 millones de dólares, seguido de Francia, con 2.713,6.
Para completar la lista encontramos en el quinto puesto a Holanda (incluidas las Indias Orientales) con 1.083,5 millones, en el sexto a Grecia con 706,7, en el octavo a Bélgica y Luxemburgo con 559,3, en el noveno a Dinamarca con 273, en el décimo a Noruega con 255,3 y en el decimotercero a Yugoslavia con 109.El total de las cantidades destinadas en favor de Gran Bretaña y Franca (5.903,4 millones), que representa por sí sola casi la mitad del presupuesto total del ERP, hace surgir la legítima duda de si el Plan Marshall no sólo habría constituido una especie de “premio” a los dos mejores aliados de EE.UU., sino también de haber financiado los programas nucleares de Reino Unido y Francia, sospecha alimentada por el hecho de que el Reino Unido hizo detonar su primera bomba atómica en 1952 y Francia realiza su primer ensayo nuclear en 1962.
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Giovanni Marizza
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Dos pesos y dos medidas
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Con su célebre discurso en la Universidad de Harvard el 5 de junio de 1947, el secretario de Estado americano George Catlett Marshall lanzó oficialmente su idea, aprobada por la administración USA, de un programa masivo de ayudas para reconstruir Europa. La reconstrucción material era sólo el aspecto más externo y visible, pero el objetivo final era el de favorecer la recuperación económica y defender la democracia en el viejo continente. La Casa Blanca temía, y no erraba, que en ausencia de reconstrucción, prosperidad y bienestar, después de los países centroeuropeos, también los de Europa occidental habrían caído pronto presas de la Unión Soviética, cuyos principales aliados eran el hambre y la miseria.
El proyecto del Europe Recovery Program (ERP) tuvo diversas acogidas: en el Oeste un rotundo “sí” (pero por parte de los gobiernos, no de las oposiciones de izquierda), y en el Este un “no” forzado. Polonia y Checoslovaquia, intuyendo fácilmente los beneficios del proyecto, aceptaron en un principio con entusiasmo la invitación a ser beneficiarios del plan, pero pronto tuvieron que renunciar, por las presiones de Moscú.
La distribución de las ayudas (en total, 13.325,8 millones de dólares), sin embargo, se hizo efectiva de una manera tal que causó algunas sorpresas. Se puso a un lado el criterio lógico de favorecer a quien más lo necesitaba, es decir, los países más destruidos, y en consecuencia a los vencidos (Alemania, Italia, Austria) se les asignó únicamente un 25% de la suma total prevista por el Plan. Es más, Alemania, país literalmente arrasado por la guerra, se sitúa nada menos que en el cuarto puesto en la lista de los beneficiarios, con 1.390 millones de dólares (en esta cantidad, el punto “bienes industriales”, a pesar de que las industrias alemanas hubieran sido aniquiladas, contó con 296 millones, es decir, menos que Bélgica y Luxemburgo juntos, que recibieron 358 millones y mucho menos que Holanda, que recibió 553 millones) y menos aún que Italia, que, en un tercer lugar, recibió 1.508,8, incluidos los 32 millones de dólares del Territorio Libre de Trieste que se encontraba aún bajo administración militar aliada y recibía ayudas específicas. Austria, por su parte, se encontraba en el séptimo lugar, con 677,8 millones.
Otro 5% del total fue a beneficio de países neutrales o que no sufrieron daños de guerra, como Turquía (¿como recompensa por haber declarado la guerra a Alemania en la víspera del fin del conflicto?), Portugal (¿para recompensar el hecho de haber cedido, a pesar de ser neutral, bases en las Azores a los angloamericanos?), Suecia, Irlanda e Islandia. En concreto, las ayudas a estos países fueron de 225,1 millones de dólares para Turquía, 147,5 millones para Irlanda, 107,3 millones para Suecia, 51,2 millones para Portugal y 29,3 millones para Islandia. Esta última, con sus 200.000 habitantes, recibió 6 millones de dólares en alimentos. Turquía, que en proporción, con sus 60 millones de habitantes, debería haber recibido 480 millones en ese mismo concepto, recibió sólo 16 millones.
Y el mayor trozo del pastel: el 70% de las ayudas fue a parar, sorprendentemente, a los países ganadores del conflicto. En el primer puesto de la clasificación, de hecho, está el Reino Unido, con 3.189,8 millones de dólares, seguido de Francia, con 2.713,6.
Para completar la lista encontramos en el quinto puesto a Holanda (incluidas las Indias Orientales) con 1.083,5 millones, en el sexto a Grecia con 706,7, en el octavo a Bélgica y Luxemburgo con 559,3, en el noveno a Dinamarca con 273, en el décimo a Noruega con 255,3 y en el decimotercero a Yugoslavia con 109.El total de las cantidades destinadas en favor de Gran Bretaña y Franca (5.903,4 millones), que representa por sí sola casi la mitad del presupuesto total del ERP, hace surgir la legítima duda de si el Plan Marshall no sólo habría constituido una especie de “premio” a los dos mejores aliados de EE.UU., sino también de haber financiado los programas nucleares de Reino Unido y Francia, sospecha alimentada por el hecho de que el Reino Unido hizo detonar su primera bomba atómica en 1952 y Francia realiza su primer ensayo nuclear en 1962.
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Efectos colaterales
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El primer y más evidente efecto del Plan Marshall fue el de atar la economía europea a la de los EE.UU. Este hecho, para los críticos del Plan fue una catástrofe, en cuanto a origen de la actual globalización que sería a su vez la fuente de toda injusticia social. Sin embargo, esto es en buena medida la razón del actual bienestar que caracteriza al Viejo Continente, como han demostrado estudios histórico-económicos.
El segundo efecto fue el de provocar una primera grieta en el ámbito del aparentemente sólido edificio policial del bloque oriental. Además de la fractura entre gobiernos y poblaciones, de hecho, cuando en 1948 Yugoslavia (también beneficiaria del Plan Marshall) fue expulsada del Cominform bajo la acusación de desviacionismo y nacionalismo, empezaron a manifestarse divisiones entre unos países y otros y un profundo malestar que más tarde llevarían a revueltas en Alemania Oriental, Checoslovaquia y Polonia, a la salida de Albania del Comecon primero y del Pacto de Varsovia después, al rechazo de Rumanía al envío de tropas a Praga en el '68 y en definitiva a la caída del telón de acero.
El tercer efecto fue el de producir profundas grietas también en el oeste, y precisamente en el seno de las izquierdas de los países de Europa Occidental, con escisiones y roturas de la unidad política y sindical. Las escisiones que hubo en Europa entre los años cuarenta y cincuenta en los movimientos políticos de izquierda (entre comunistas y socialistas o entre socialistas y socialdemócratas) y en los movimientos sindicales (entre sindicatos dominados por comunistas y dominados por organizaciones moderadas o católicas) no ocurrieron por casualidad, sino que tuvieron en su origen precisamente la adhesión o no al Plan Marshall.
El cuarto, y quizá el más importante de los efectos fue el de la integración europea: el Plan, en definitiva, ayudó a Europa a ayudarse a sí misma. Fue gracias al ERP que surgió la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), que se convirtió en los años '60 en Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que sigue existiendo en la actualidad.
El Plan Marshall, en resumen, ha dado un impulso decisivo a la promoción y difusión en Europa de la cultura del multilateralismo y de la cooperación política y económica, poniendo las bases de las instituciones y logros comunitarios actuales y futuros: desde el mercado común europeo a la moneda única, desde el Parlamento Europeo a la Comisión, desde el Consejo al Tribunal europeo, desde los tratados hasta la Constitución.No hay que olvidar que fue de hecho la aplicación del Plan Marshall lo que hizo necesaria la integración, cosa que en aquel tiempo parecía futurista. Fue Paul Hoffmann, administrador de la ECA, European Cooperation Administration, el ente responsable de la gestión del Plan Marshall, en su “integration speech” del 31 de octubre de 1949 ante el consejo de ministros de la OECE, quien destacó la exigencia de instituir lo antes posible “un extenso mercado único, en cuyo interior estén definitivamente abolidas las restricciones cuantitativas a los movimientos de mercancías, las barreras monetarias que se oponen al flujo de los pagos y todos los aranceles aduaneros. (...) la integración no es sólo un ideal, sino también una necesidad práctica”. En consecuencia, afirmar que el mercado común europeo es más hijo de Washington que de Bruselas no parece exagerado.
La lenta Europa, finalmente, se adaptó: el tratado de Schengen entró en vigor en 1995 y el euro comenzó a circular como moneda real en 2002, 46 y 53 años respectivamente después del “integration speech” de Hoffmann.Pero si Europa es lenta, más lo es Italia, cuya burocracia, que ya se adaptaba mal a la recepción de las ayudas del ERP, no ha mejorado desde finales de los años cuarenta. Ugo La Malfa denunciaba el hecho de que las asignaciones del Plan Marshall no eran utilizadas completamente porque la maquinaria política y administrativa no era capaz de absorberlas. Se aún viviera hoy, podría lanzar la misma acusación refiriéndose a los residuos pasivos, es decir, a las cantidades que las arcas públicas tienen a su disposición pero que no son capaces de hacer servir, así como de los fondos europeos que Italia no aprovecha adecuadamente.
Efectos colaterales
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El primer y más evidente efecto del Plan Marshall fue el de atar la economía europea a la de los EE.UU. Este hecho, para los críticos del Plan fue una catástrofe, en cuanto a origen de la actual globalización que sería a su vez la fuente de toda injusticia social. Sin embargo, esto es en buena medida la razón del actual bienestar que caracteriza al Viejo Continente, como han demostrado estudios histórico-económicos.
El segundo efecto fue el de provocar una primera grieta en el ámbito del aparentemente sólido edificio policial del bloque oriental. Además de la fractura entre gobiernos y poblaciones, de hecho, cuando en 1948 Yugoslavia (también beneficiaria del Plan Marshall) fue expulsada del Cominform bajo la acusación de desviacionismo y nacionalismo, empezaron a manifestarse divisiones entre unos países y otros y un profundo malestar que más tarde llevarían a revueltas en Alemania Oriental, Checoslovaquia y Polonia, a la salida de Albania del Comecon primero y del Pacto de Varsovia después, al rechazo de Rumanía al envío de tropas a Praga en el '68 y en definitiva a la caída del telón de acero.
El tercer efecto fue el de producir profundas grietas también en el oeste, y precisamente en el seno de las izquierdas de los países de Europa Occidental, con escisiones y roturas de la unidad política y sindical. Las escisiones que hubo en Europa entre los años cuarenta y cincuenta en los movimientos políticos de izquierda (entre comunistas y socialistas o entre socialistas y socialdemócratas) y en los movimientos sindicales (entre sindicatos dominados por comunistas y dominados por organizaciones moderadas o católicas) no ocurrieron por casualidad, sino que tuvieron en su origen precisamente la adhesión o no al Plan Marshall.
El cuarto, y quizá el más importante de los efectos fue el de la integración europea: el Plan, en definitiva, ayudó a Europa a ayudarse a sí misma. Fue gracias al ERP que surgió la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), que se convirtió en los años '60 en Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que sigue existiendo en la actualidad.
El Plan Marshall, en resumen, ha dado un impulso decisivo a la promoción y difusión en Europa de la cultura del multilateralismo y de la cooperación política y económica, poniendo las bases de las instituciones y logros comunitarios actuales y futuros: desde el mercado común europeo a la moneda única, desde el Parlamento Europeo a la Comisión, desde el Consejo al Tribunal europeo, desde los tratados hasta la Constitución.No hay que olvidar que fue de hecho la aplicación del Plan Marshall lo que hizo necesaria la integración, cosa que en aquel tiempo parecía futurista. Fue Paul Hoffmann, administrador de la ECA, European Cooperation Administration, el ente responsable de la gestión del Plan Marshall, en su “integration speech” del 31 de octubre de 1949 ante el consejo de ministros de la OECE, quien destacó la exigencia de instituir lo antes posible “un extenso mercado único, en cuyo interior estén definitivamente abolidas las restricciones cuantitativas a los movimientos de mercancías, las barreras monetarias que se oponen al flujo de los pagos y todos los aranceles aduaneros. (...) la integración no es sólo un ideal, sino también una necesidad práctica”. En consecuencia, afirmar que el mercado común europeo es más hijo de Washington que de Bruselas no parece exagerado.
La lenta Europa, finalmente, se adaptó: el tratado de Schengen entró en vigor en 1995 y el euro comenzó a circular como moneda real en 2002, 46 y 53 años respectivamente después del “integration speech” de Hoffmann.Pero si Europa es lenta, más lo es Italia, cuya burocracia, que ya se adaptaba mal a la recepción de las ayudas del ERP, no ha mejorado desde finales de los años cuarenta. Ugo La Malfa denunciaba el hecho de que las asignaciones del Plan Marshall no eran utilizadas completamente porque la maquinaria política y administrativa no era capaz de absorberlas. Se aún viviera hoy, podría lanzar la misma acusación refiriéndose a los residuos pasivos, es decir, a las cantidades que las arcas públicas tienen a su disposición pero que no son capaces de hacer servir, así como de los fondos europeos que Italia no aprovecha adecuadamente.
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Antiamericanismo
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La propia ERP, quizá paradójicamente, ejerció de incubadora del antiamericanismo de hoy.Tres fueron las principales “buenas acciones” de los EE.UU. respecto al resto del mundo inmediatamente después del final del segundo conflicto mundial: la institución de la ONU, la reconstrucción de Europa mediante el ERP y la puesta en marcha de la descolonización. Todo esto comportaba una “preocupante” oleada mundial de simpatía y solidaridad hacia EE.UU. que la URSS no podía permitir, por su propia supervivencia. Por lo tanto, Moscú reaccionó boicoteando la ONU y paralizando las decisiones de la misma mediante el derecho de veto (como muestra, en el decenio 1945-1955 la URSS recurre al derecho de veto hasta 79 veces, por sólo 5 de China, entonces aún nacionalista; y a causa de el abuso soviético de ese discutible recurso, la sede de NN.UU. se llamó en tono de broma “Palacio del Veto”), oponiéndose al ERP impidiendo el acceso a sus beneficios a sus desdichados satélites y guiando la descolonización en su propio interés.
Para evitar que los ejércitos de los más de cien nuevos estados independientes se adhiriesen al bloque occidental, Moscú puso en marcha una contraestrategia propagandística, acuñando conceptos dirigidos a desacreditar los elementos de governance mundial inspirados por EE.UU. Desaparecido el colonialismo, la URSS se puso manos a la obra para demostrar que éste existía aún por culpa de los EE.UU. en forma de dependencia de la economía americana, de petrodólares, de apartheid sudafricano, de represión antipalestina ejercida por Israel con fondos de EE.UU. y de represión de los movimientos de liberación por parte de EE.UU. y la OTAN.
A pesar de la victoria occidental en la Guerra Fría, los Estados Unidos están perdiendo hegemonía político-cultural en la parte de Europa que han dominado durante el período 1945-1991. Por un lado, Europa centro-oriental, que en 1948-1953 se había quedado sin ayudas, ha entrado en la OTAN y en la Unión Europea y es claramente filo-americana. Europa occidental que se ha beneficiado a manos llenas del Plan Marshall, en cambio, se encuentra en plena crisis demográfica, aparentemente cansada desde el punto de vista político, más euroescéptica que en el pasado y atravesada por oleadas de antiamericanismo.
Antiamericanismo
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La propia ERP, quizá paradójicamente, ejerció de incubadora del antiamericanismo de hoy.Tres fueron las principales “buenas acciones” de los EE.UU. respecto al resto del mundo inmediatamente después del final del segundo conflicto mundial: la institución de la ONU, la reconstrucción de Europa mediante el ERP y la puesta en marcha de la descolonización. Todo esto comportaba una “preocupante” oleada mundial de simpatía y solidaridad hacia EE.UU. que la URSS no podía permitir, por su propia supervivencia. Por lo tanto, Moscú reaccionó boicoteando la ONU y paralizando las decisiones de la misma mediante el derecho de veto (como muestra, en el decenio 1945-1955 la URSS recurre al derecho de veto hasta 79 veces, por sólo 5 de China, entonces aún nacionalista; y a causa de el abuso soviético de ese discutible recurso, la sede de NN.UU. se llamó en tono de broma “Palacio del Veto”), oponiéndose al ERP impidiendo el acceso a sus beneficios a sus desdichados satélites y guiando la descolonización en su propio interés.
Para evitar que los ejércitos de los más de cien nuevos estados independientes se adhiriesen al bloque occidental, Moscú puso en marcha una contraestrategia propagandística, acuñando conceptos dirigidos a desacreditar los elementos de governance mundial inspirados por EE.UU. Desaparecido el colonialismo, la URSS se puso manos a la obra para demostrar que éste existía aún por culpa de los EE.UU. en forma de dependencia de la economía americana, de petrodólares, de apartheid sudafricano, de represión antipalestina ejercida por Israel con fondos de EE.UU. y de represión de los movimientos de liberación por parte de EE.UU. y la OTAN.
A pesar de la victoria occidental en la Guerra Fría, los Estados Unidos están perdiendo hegemonía político-cultural en la parte de Europa que han dominado durante el período 1945-1991. Por un lado, Europa centro-oriental, que en 1948-1953 se había quedado sin ayudas, ha entrado en la OTAN y en la Unión Europea y es claramente filo-americana. Europa occidental que se ha beneficiado a manos llenas del Plan Marshall, en cambio, se encuentra en plena crisis demográfica, aparentemente cansada desde el punto de vista político, más euroescéptica que en el pasado y atravesada por oleadas de antiamericanismo.
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Conclusiones: el caso italiano
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Durante la discusión parlamentaria sobre el Plan Marshall, Palmiro Togliatti, cuya elección estaba ya hecha desde hacía tiempo, expresó valoraciones trágicas y previsiones catastróficas: “Se empezará por una crisis económica, cada vez más aguda; se llegará a un auténtico colapso, provocado po rotros colapsos a nivel internacional; se intentará arrastrar a Italia directamente a la guerra o bien, lo que es más probable, ¿se hará lo posible por transformar cada vez más a nuestro país en una base de guerra del imperialismo extranjero? Hoy no sabemos aún cómo irán las cosas pero todas estas perspectivas son funestas, trágicas, son, para Italia y el pueblo italiano, perspectivas de catástrofe”.
Pero las cosas fueron de otra manera.“Cada nueva generación de europeos debería saber que entre 1948 y 1951 los EE.UU. proporcionaron a Europa occidental ayudas por un valor de cerca de 13 mil millones de dólares: una cantidad enorme en aquella época. Mientras entre el 1948 y la muerte de Stalin, en 1953, la Unión Soviética se apropió de bienes de los países de Europa oriental por un valor aproximado de 14 mil millones de dólares”. Así se han expresado recientemente Gaetano Quagliariello y Victor Zaslavsky, destacando cómo la Unión Soviética quitó a los países europeos del este una cantidad superior a la que (11 millones de dólares) los EE.UU. Proporcionaron a la URSS, en ayudas militares, durante toda la Segunda Guerra Mundial. Además, es natural preguntarse qué le habría pasado a Italia si Roma hubiese acabado en la esfera de influencia soviética.
Quizá la operación humanitaria “Pelícano”, mediante la cual Italia alivió los sufrimientos del aislado y hambriento pueblo albanés, se habría puesto en marcha igualmente, pero en sentido contrario: probablemente la habría llevado a cabo el ejército griego en las costas de Apulia, para evitar que los flujos de ciudadanos italianos arruinados por la falta de desarrollo y bienestar intentasen por todos los medios alcanzar las orillas de la costa helénica.
Conclusiones: el caso italiano
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Durante la discusión parlamentaria sobre el Plan Marshall, Palmiro Togliatti, cuya elección estaba ya hecha desde hacía tiempo, expresó valoraciones trágicas y previsiones catastróficas: “Se empezará por una crisis económica, cada vez más aguda; se llegará a un auténtico colapso, provocado po rotros colapsos a nivel internacional; se intentará arrastrar a Italia directamente a la guerra o bien, lo que es más probable, ¿se hará lo posible por transformar cada vez más a nuestro país en una base de guerra del imperialismo extranjero? Hoy no sabemos aún cómo irán las cosas pero todas estas perspectivas son funestas, trágicas, son, para Italia y el pueblo italiano, perspectivas de catástrofe”.
Pero las cosas fueron de otra manera.“Cada nueva generación de europeos debería saber que entre 1948 y 1951 los EE.UU. proporcionaron a Europa occidental ayudas por un valor de cerca de 13 mil millones de dólares: una cantidad enorme en aquella época. Mientras entre el 1948 y la muerte de Stalin, en 1953, la Unión Soviética se apropió de bienes de los países de Europa oriental por un valor aproximado de 14 mil millones de dólares”. Así se han expresado recientemente Gaetano Quagliariello y Victor Zaslavsky, destacando cómo la Unión Soviética quitó a los países europeos del este una cantidad superior a la que (11 millones de dólares) los EE.UU. Proporcionaron a la URSS, en ayudas militares, durante toda la Segunda Guerra Mundial. Además, es natural preguntarse qué le habría pasado a Italia si Roma hubiese acabado en la esfera de influencia soviética.
Quizá la operación humanitaria “Pelícano”, mediante la cual Italia alivió los sufrimientos del aislado y hambriento pueblo albanés, se habría puesto en marcha igualmente, pero en sentido contrario: probablemente la habría llevado a cabo el ejército griego en las costas de Apulia, para evitar que los flujos de ciudadanos italianos arruinados por la falta de desarrollo y bienestar intentasen por todos los medios alcanzar las orillas de la costa helénica.
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Equilibri.net - Italy/07/09/2007
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