Porfirio Muñoz Ledo
Bitácora Republicana
-
Hace una semana me ocupé en describir los horizontes históricos que determinaron los ascensos cíclicos de las izquierdas latinoamericanas durante el siglo XX. Exploré también sus comunes denominadores y los desafíos a los que hubieron de hacer frente en cada época. Corresponde hoy escudriñar las pautas comunes y divergentes que señalan el ascenso de las corrientes progresistas en los inicios de esta centuria.
No es un hecho menor que en 10 de las 11 elecciones ocurridas en la región el año pasado, incluyendo la de México, la ciudadanía se haya inclinado hacia la izquierda relativa de cada país, o cuando menos que la derecha haya sido derrotada, con la sola excepción de Colombia. Sería difícil hallar semejante simultaneidad después de los movimientos independentistas de nuestras naciones.
Solía decir Duverger que, habida cuenta de las disparidades, la izquierda es regularmente la mayoría social, pero no siempre la mayoría cultural y menos aun la política. Por ello, su reto es combatir y derrotar las concepciones dominantes y los intereses hegemónicos. Cuando lo logra, su cometido es edificar un nuevo consenso y un tejido institucional renovado, con base en las modificaciones que imprima a la correlación efectiva de fuerzas y a las relaciones de producción.
Bien hizo Felipe González en recomendar a sus amigos del PAN un prudente corrimiento hacia el centro y aun la toma, así sea convencional, de posiciones de izquierda —como está ocurriendo en política exterior—, ya que en esa dirección apunta el electorado. Aconsejar en cambio un desplazamiento correlativo a los sectores progresistas sería un contrasentido. Su estrategia ha de ser la denuncia de las inconsistencias del adversario y la reafirmación consecuente de sus propias tesis.
Cuando la aprobación por el Congreso de la reciente reforma electoral se dijo, con razón, que se trataba de una victoria cultural de la izquierda. Al menos en lo que atañe a la disminución del poder del dinero y de los monopolios mediáticos sobre la política. Si se siguieran con atención las agendas aprobadas para los cuatro temas restantes de la reforma del Estado, se vería que coinciden casi en su integridad con la plataforma de la revolución democrática.
Ser progresista hoy es aprovechar los vientos ideológicos predominantes y ser reaccionario es soplar en sentido inverso. Podríamos descubrir que, como ha sucedido en otras transiciones, por razones de supervivencia, la autoridad formal acaba cediendo ante los impulsos de cambio y el eje del poder se traslada hacia los actores reformistas. Así sucedió, por ejemplo, en la España de Adolfo Suárez y en la Polonia de Jaruzelsky.
Resultaría prolijo describir los escenarios transformadores que conviven en América Latina. Entre las democracias parlamentarias que encabezan Michelle Bachelet en Chile y Tabaré Vázquez en el Uruguay y los populismos socializantes de Rafael Correa en el Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Hugo Chávez en Venezuela hay enormes distancias; al punto que podríamos coincidir con la dicotomía establecida por Teodoro Petkoff en su libro Las dos izquierdas.
Mención aparte, por su mayor cercanía al caso de México, merecen las experiencias de Lula da Silva en el Brasil y de Néstor Kirchner en Argentina. A más de sus esfuerzos en la construcción de una supranacionalidad regional, hay en ambos el empeño de relanzar el crecimiento económico con redistribución del ingreso y dentro de un esquema macroeconómico sano. La determinación de atraer hacia su propia visión ideológica los sectores productivos y las clases medias, en contraposición al Consenso de Washington.
Con diferentes intensidades y metodologías todos coinciden en la necesidad de reconstruir al Estado. En dotarlo de autonomía, suficiencia y funcionalidad para hacerlo capaz de incidir en los procesos económicos y satisfacer las necesidades fundamentales de la población. Desde las audaces —y en ocasiones discutibles— aventuras constituyentes hasta el gradualismo reformador, sobresale la búsqueda de una nueva institucionalidad, indispensable para cerrar el ciclo neoliberal.
Ninguno de ellos está apostando a la crisis, aunque algunos se enfrenten a duras resistencias internas, ni tampoco se conforman con subsistir dentro de los parámetros inerciales que heredaron. Todos saben que la firmeza política y la claridad programática son las claves de una acción eficaz, y que de la profundidad de las reformas que acierten a implantar depende que puedan transitar de “una época de cambio a un cambio de época”.
Ha llegado el momento de valorar entre nosotros esas experiencias para encontrar los caminos que nos permitirían desembarcar en una Nueva República, más allá de pugnas partidistas y estériles polarizaciones. Sería oportuno convocar a los estados generales de la izquierda mexicana que, como en el Congreso de Oaxtepec, nos ofrecieran una visión compartida, un rumbo unitario y una posibilidad cierta de incidir en la historia.
bitarep@gmail.com
No es un hecho menor que en 10 de las 11 elecciones ocurridas en la región el año pasado, incluyendo la de México, la ciudadanía se haya inclinado hacia la izquierda relativa de cada país, o cuando menos que la derecha haya sido derrotada, con la sola excepción de Colombia. Sería difícil hallar semejante simultaneidad después de los movimientos independentistas de nuestras naciones.
Solía decir Duverger que, habida cuenta de las disparidades, la izquierda es regularmente la mayoría social, pero no siempre la mayoría cultural y menos aun la política. Por ello, su reto es combatir y derrotar las concepciones dominantes y los intereses hegemónicos. Cuando lo logra, su cometido es edificar un nuevo consenso y un tejido institucional renovado, con base en las modificaciones que imprima a la correlación efectiva de fuerzas y a las relaciones de producción.
Bien hizo Felipe González en recomendar a sus amigos del PAN un prudente corrimiento hacia el centro y aun la toma, así sea convencional, de posiciones de izquierda —como está ocurriendo en política exterior—, ya que en esa dirección apunta el electorado. Aconsejar en cambio un desplazamiento correlativo a los sectores progresistas sería un contrasentido. Su estrategia ha de ser la denuncia de las inconsistencias del adversario y la reafirmación consecuente de sus propias tesis.
Cuando la aprobación por el Congreso de la reciente reforma electoral se dijo, con razón, que se trataba de una victoria cultural de la izquierda. Al menos en lo que atañe a la disminución del poder del dinero y de los monopolios mediáticos sobre la política. Si se siguieran con atención las agendas aprobadas para los cuatro temas restantes de la reforma del Estado, se vería que coinciden casi en su integridad con la plataforma de la revolución democrática.
Ser progresista hoy es aprovechar los vientos ideológicos predominantes y ser reaccionario es soplar en sentido inverso. Podríamos descubrir que, como ha sucedido en otras transiciones, por razones de supervivencia, la autoridad formal acaba cediendo ante los impulsos de cambio y el eje del poder se traslada hacia los actores reformistas. Así sucedió, por ejemplo, en la España de Adolfo Suárez y en la Polonia de Jaruzelsky.
Resultaría prolijo describir los escenarios transformadores que conviven en América Latina. Entre las democracias parlamentarias que encabezan Michelle Bachelet en Chile y Tabaré Vázquez en el Uruguay y los populismos socializantes de Rafael Correa en el Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Hugo Chávez en Venezuela hay enormes distancias; al punto que podríamos coincidir con la dicotomía establecida por Teodoro Petkoff en su libro Las dos izquierdas.
Mención aparte, por su mayor cercanía al caso de México, merecen las experiencias de Lula da Silva en el Brasil y de Néstor Kirchner en Argentina. A más de sus esfuerzos en la construcción de una supranacionalidad regional, hay en ambos el empeño de relanzar el crecimiento económico con redistribución del ingreso y dentro de un esquema macroeconómico sano. La determinación de atraer hacia su propia visión ideológica los sectores productivos y las clases medias, en contraposición al Consenso de Washington.
Con diferentes intensidades y metodologías todos coinciden en la necesidad de reconstruir al Estado. En dotarlo de autonomía, suficiencia y funcionalidad para hacerlo capaz de incidir en los procesos económicos y satisfacer las necesidades fundamentales de la población. Desde las audaces —y en ocasiones discutibles— aventuras constituyentes hasta el gradualismo reformador, sobresale la búsqueda de una nueva institucionalidad, indispensable para cerrar el ciclo neoliberal.
Ninguno de ellos está apostando a la crisis, aunque algunos se enfrenten a duras resistencias internas, ni tampoco se conforman con subsistir dentro de los parámetros inerciales que heredaron. Todos saben que la firmeza política y la claridad programática son las claves de una acción eficaz, y que de la profundidad de las reformas que acierten a implantar depende que puedan transitar de “una época de cambio a un cambio de época”.
Ha llegado el momento de valorar entre nosotros esas experiencias para encontrar los caminos que nos permitirían desembarcar en una Nueva República, más allá de pugnas partidistas y estériles polarizaciones. Sería oportuno convocar a los estados generales de la izquierda mexicana que, como en el Congreso de Oaxtepec, nos ofrecieran una visión compartida, un rumbo unitario y una posibilidad cierta de incidir en la historia.
bitarep@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario