Opinión
Rodolfo Stavenhagen
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La UNESCO ha llamado el respeto a la diversidad cultural como uno de los imperativos éticos más importantes de nuestra época, y considera que la convivencia entre los individuos y los pueblos es uno de los pilares fundamentales de la educación en el siglo XXI. Resulta, sin embargo, asombroso que un objetivo tan claro y un valor tan obvio en un mundo heteróclito como el nuestro, sea tan difícil de lograr y cause tantos problemas.Entre muchos pueblos, la identidad cultural está estrechamente vinculada a la identidad religiosa; podría decirse que es prácticamente indistinguible de ésta. Es el caso en muchos países musulmanes, sobre todo en algunas naciones árabes del Medio Or iente, en las que las creencias y prácticas del Islam subsumen otras identidades de menor peso en el conjunto societario. También se evidencia en la tradición hinduista de India. En la Europa pre-moderna la identidad cristiana se implantó como marcador identitario cultural por encima de diferencias lingüísticas y regionales para configurar lo que posteriormente se fue conociendo como la civilización occidental. La importancia de la religión como aglutinante social en las sociedades pre-modernas ha sido ampliamente reconocida, lo que ha conducido a la hipótesis también ampliamente manejada por científicos sociales que en el proceso que conduce a la modernidad el papel de la religión tiende a disminuir y que las sociedades modernas tienden a ser seculares, es decir no dominadas fundamentalmente por valores religiosos. Se supone que esto sucede indistintamente de cuál sea la religión mayoritaria o dominante en un país dado. Esta hipótesis se puede ejemplificar en el caso de numerosos países europeos en su tránsito del Estado monárquico absolutista a la democracia liberal y de la vida agraria-rural a la revolución industrial y post-industrial. Otros casos podrían ser mencionados por ejemplo en el continente americano y en algunos países asiáticos. Sin embargo, la historia reciente sugiere que la hipótesis sólo opera bajo ciertas condiciones y no tiene alcance universal. Vemos el renacimiento de las identidades y del esencialismo religioso, vinculados a la expresión de un nacionalismo duro, en países como Irán, India, Malasia, Polonia, y como expresión de numerosas fuerzas políticas y sociales en países formalmente democráticos y liberales. Uno de los preceptos comúnmente aceptados en la democracia liberal es que la religión —las creencias y las prácticas así como las formas externas del culto y de la vida ritual y ceremonial— corresponden al dominio de lo privado mientras que el manejo del gobierno es del dominio público (república-res publica; “dad a César lo que es del César”).Los Pilgrims de Inglaterra que se asentaron en Massachussetts en el siglo XVI sólo querían ejercer libremente su religión, lo cual no les impidió a su vez crear un Estado teocrático en su pequeña colonia (recordemos la infame cacería de brujas de Salem). Un pilar fundamental de la vida democrática es mantener bien separadas las dos esferas: la religiosa en lo privado, la civil y política en lo público: la civitas y la polis). Esto es la base del concepto de laicidad. En los países occidentales esta conquista democrática no se logró más que mediante una profunda reforma del Estado Nacional y la ampliación progresiva de la ciudadanía a nuevos sectores de la población. La institución de la Iglesia que en siglos anteriores había acumulado un enorme poderío económico y político, vinculada a los sectores dominantes más conservadores de las naciones en las que operaba, resultó ser cada vez más un obstáculo para los intereses de las emergentes burguesías nacionales, por lo que la tendencia republicana fue la separación de la Iglesia y del Estado. El caso clásico en Europa fue Francia, mientras que en América lo fue Estados Unidos desde su fundación y también México en la época de la Reforma. Desde luego, esta progresión histórica también sufre retrocesos. En muchas otras partes del mundo la separación de lo religioso privado y de lo político público, no ha ocurrido como en Occidente. Sobre todo en los países islámicos la influencia religiosa en los asuntos públicos es persistente, a pesar de no existir estructuras eclesiásticas centralizadas parecidas a la Iglesia católica romana. En aquellos Estados musulmanes teocráticos en que se aplica la ley islámica de Sharia, ésta con frecuencia resulta contraria a las normas internacionales de derechos humanos (pena de muerte, mutilaciones, castigos corporales, opresión de las mujeres, represión de las libertades sexuales, delitos medievales como la blasfemia, etc.)Si bien los Estados teocráticos del Este como del Oeste son generalmente violadores de derechos humanos y represores de las libertades fundamentales como el derecho a la libertad de creencia (recuérdese la Inquisición que no fue abolida en España sino a principios del siglo XIX), también lo pueden ser los Estados liberales en ciertas etapas de su desarrollo. Esto ha sucedido por ejemplo en la situación colonial, cuando los grupos misioneros provenientes generalmente de las metrópolis coloniales, imponen la evangelización forzosa a minorías étnicas y comunidades indígenas bajo su control conduciendo así a la destrucción de la espiritualidad propia de los pueblos autóctonos, lo que constituye un atentado a sus derechos culturales. Pero igualmente el Estado secular no liberal (es decir totalitario o autoritario) puede perpetrar violaciones masivas a los derechos culturales religiosos de algunos grupos de la población (como sucede en China con los Falung Gong y aconteció en la Unión Soviética). Así se apunta a ciertas contradicciones en el debate sobre Estado e Iglesia, religión y política que desde el punto de vista de los derechos humanos pueden tener consecuencias diversas. La experiencia histórica de aquellos estados en los que se establece una religión oficial o cuando menos una religión dominante con estrechos vínculos con el poder, demuestra una tendencia hacia la negación o violación de los derechos de aquellos que no profesan dicha religión. Puede tratarse de quienes practican una religión distinta a la oficial o dominante, o de aquellos que no profesan ninguna. La discriminación de que suelen ser víctimas estas personas o las comunidades enteras a las que pertenecen puede ser abierta y oficial o sutil y soterrada. Ambas formas ha sido la experiencia de los judíos en los Estados cristianos o musulmanes que practican distintas formas de antisemitismo. Y hoy en día, cada vez más, los musulmanes son las víctimas en numerosos países de Occidente por lo que ya se habla de “islamofobia.” (Este fenómeno se extiende como resultado de la creciente inmigración de musulmanes árabes y africanos a los países europeos, situación que se ha complicado por los actos terroristas perpetrados por los llamados “islamistas políticos.”) En la mayoría de los países americanos las prácticas religiosas de los pueblos indígenas fueron prohibidas y ferozmente perseguidas por la Inquisición en la época colonial, y aún posterior a ella. La religiosidad propia de los indígenas llegó a ser una forma de resistencia a la opresión étnica y cultural. Hoy en día persisten en muchas partes del continente formas de espiritualidad, anteriores a la evangelización o mezcladas con creencias y prácticas cristianas, en la que con frecuencia se inspiran los movimientos reivindicatorios de los pueblos indígenas. Encuentran su vitalidad en su relación con la madre tierra y las fuerzas y espíritus de la naturaleza. Siguen sufriendo discriminación por ello. Por su parte, el Estado laico, el que se basa estrictamente en la separación entre la religión y las funciones públicas del Estado es cuestionado por aquellos que consideran importante que los valores religiosos declarados y compartidos con otros se expresen en la vida pública y en las funciones de gobierno, tales como el sistema de justicia, la administración pública, las relaciones laborales y, por supuesto, la educación. Así sucede en los Estados islámicos, en algunos países con fuerte presencia política de la Iglesia católica (México en algunas etapas de su historia), en algunos estados sureños de los Estados Unidos (en donde los protestantes fundamentalistas procuran el control del sistema escolar público), en países budistas como Tailandia, y en Israel, entre otros. A lo largo de la historia, la religión ha sido usada como un arma política. Cuando el ejercicio social y colectivo de las creencias religiosas como una expresión de la identidad cultural comunitaria requiere de los espacios públicos (peregrinaciones, ceremonias, cultos al aire libre, etc.), entonces el Estado laico es requerido para garantizar esa libertad de expresión religiosa y no solamente de proteger la libertad de creencias en la intimidad del hogar. Aquí se trata de conflictos culturales y políticos que aún no están resueltos en la práctica, y que van y vienen con mayor intensidad según las coyunturas históricas y políticas.
Miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República (CCC)Profesor-Investigador Emérito de El Colegio de México, A.C.
* Tomado de la ponencia Laicidad, derechos humanos y democracia, presentada en el Diplomado del mismo nombre, organizado por El Colegio de México y El Colegio Mexiquense, México, D. F., 13 septiembre de 2007.
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