12/11/2007
Opinión
Editorial I
Lanacion.com
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A menudo, por un error de percepción derivado del afecto, la cercanía, el pasado común o la arrogancia que tanto nos endilgan en el exterior, algunos argentinos parecen creer erróneamente que el territorio que queda "del otro lado del charco" es una prolongación o una provincia de nuestro país. Nada más errado.
Más allá de la contradicción interna que implica aplicar en Uruguay una vieja ley resistida en su momento por el Frente Amplio, el gobierno de Tabaré Vázquez está en su derecho de prohibir las protestas de los asambleístas argentinos en su territorio.
La decisión del presidente Tabaré Vázquez de aplicar una ley de 1897 guarda relación con los reclamos, cada vez más airados, de los asambleístas argentinos en Uruguay por la inminente inauguración de la planta de pasta celulósica de la empresa Botnia en Fray Bentos.
En la ciudad uruguaya de Nueva Palmira, argentinos y uruguayos que rechazan la instalación de la planta fundaron la Asamblea Regional Ambiental, al tiempo que las incursiones de argentinos en el territorio uruguayo se han hecho cada vez más frecuentes en los últimos tiempos. Debería ser un fenómeno normal entre dos pueblos hermanos que no se sienten extranjeros cada vez que trasponen las fronteras. Pero, lamentablemente, el diferendo del río Uruguay ha creado un clima de desconfianza tal que el presidente Tabaré Vázquez, temeroso de que los reclamos pasen a mayores, ha decidido echar mano a una ley vigente para hacer valer la institucionalidad y la soberanía.
En la Argentina, las expresiones callejeras en contra de las pasteras han sido defendidas por el gobierno de Néstor Kirchner como un apéndice de la libertad de expresión. Podrían serlo, al igual que las manifestaciones de piqueteros desde el comienzo de su mandato, en tanto y en cuanto no afecten el derecho constitucional de todo ciudadano a transitar libremente por el territorio. La permisividad del Gobierno frente a este tipo de protestas no puede ni debe ser trasladada a Uruguay, donde, al margen del diferendo en sí, rigen leyes propias que aplican sus autoridades, democráticamente elegidas.
En ese aspecto, no está mal que la Cancillería haya expuesto su preocupación por el alcance por las presuntas agresiones de las que habrían sido víctimas asambleístas entrerrianos en Uruguay, pero eso no quiere decir que pueda objetar la aplicación de una ley por el presidente del vecino país. En ningún caso se ha puesto en riesgo la democracia ni la estabilidad regional.
El conflicto se ha agravado. Sólo queda esperar ahora el fallo del Tribunal Internacional de La Haya, al cual recurrió la Argentina. Existe, empero, la imperiosa necesidad de mostrar algún avance en el diálogo después de la tarea componedora a la que prestó su nombre el rey Juan Carlos de España por medio del representante español ante las Naciones Unidas, Juan Yáñez Barnuevo.
Ese avance, si lo hay, debería ser exhibido en la próxima Cumbre Iberoamericana, que se realizará del 8 al 10 de noviembre en Santiago, Chile. En esa ocasión, la única del año en la cual el rey coincide en el exterior con el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, ambos presidentes rioplatenses deberían expresar su gratitud por la gestión del modo más razonable y civilizado: con la reanudación del diálogo.
Cuesta creer que argentinos y uruguayos hayamos llegado a esta instancia por el pésimo manejo político que ha tenido el conflicto. Y cuesta creer, también, que el futuro de la relación bilateral quede supeditado al peligro de desbordes y de manipulaciones, como si la política exterior argentina, en particular, estuviera atada a los rigores del calendario electoral.
En diciembre de 2006 decíamos en estas columnas que el conflicto había alcanzado tal grado de irracionalidad que sólo la intervención de ambos presidentes podía desactivarlo. Poco y nada han hecho uno y otro por acercarse, más allá de las reuniones y las comunicaciones entre funcionarios que han considerado este tema como parte de la política doméstica de ambos países.
Fue un error creer que un asunto de política exterior de esta envergadura podía ser resuelto como una diferencia interna en una provincia argentina. En ese caso, como ya ha sucedido durante el actual gobierno, un interventor hubiera apagado el incendio. En Uruguay, empero, no hay un gobernador en apuros, sino un gobierno soberano que, tenga razón o no, ha encarado este problema como lo que realmente es: un asunto de política exterior por el cual apela al cumplimiento de la ley.
Es de esperar que, junto con la reanudación del diálogo sobre el problema que tiene atrapados a los dos gobiernos, prevalezca la búsqueda de soluciones técnicas antes que cualquier medida de fuerza, de modo de restaurar la hermandad que siempre ha caracterizado una relación bilateral única en el mundo por la afinidad y el afecto compartidos.
Más allá de la contradicción interna que implica aplicar en Uruguay una vieja ley resistida en su momento por el Frente Amplio, el gobierno de Tabaré Vázquez está en su derecho de prohibir las protestas de los asambleístas argentinos en su territorio.
La decisión del presidente Tabaré Vázquez de aplicar una ley de 1897 guarda relación con los reclamos, cada vez más airados, de los asambleístas argentinos en Uruguay por la inminente inauguración de la planta de pasta celulósica de la empresa Botnia en Fray Bentos.
En la ciudad uruguaya de Nueva Palmira, argentinos y uruguayos que rechazan la instalación de la planta fundaron la Asamblea Regional Ambiental, al tiempo que las incursiones de argentinos en el territorio uruguayo se han hecho cada vez más frecuentes en los últimos tiempos. Debería ser un fenómeno normal entre dos pueblos hermanos que no se sienten extranjeros cada vez que trasponen las fronteras. Pero, lamentablemente, el diferendo del río Uruguay ha creado un clima de desconfianza tal que el presidente Tabaré Vázquez, temeroso de que los reclamos pasen a mayores, ha decidido echar mano a una ley vigente para hacer valer la institucionalidad y la soberanía.
En la Argentina, las expresiones callejeras en contra de las pasteras han sido defendidas por el gobierno de Néstor Kirchner como un apéndice de la libertad de expresión. Podrían serlo, al igual que las manifestaciones de piqueteros desde el comienzo de su mandato, en tanto y en cuanto no afecten el derecho constitucional de todo ciudadano a transitar libremente por el territorio. La permisividad del Gobierno frente a este tipo de protestas no puede ni debe ser trasladada a Uruguay, donde, al margen del diferendo en sí, rigen leyes propias que aplican sus autoridades, democráticamente elegidas.
En ese aspecto, no está mal que la Cancillería haya expuesto su preocupación por el alcance por las presuntas agresiones de las que habrían sido víctimas asambleístas entrerrianos en Uruguay, pero eso no quiere decir que pueda objetar la aplicación de una ley por el presidente del vecino país. En ningún caso se ha puesto en riesgo la democracia ni la estabilidad regional.
El conflicto se ha agravado. Sólo queda esperar ahora el fallo del Tribunal Internacional de La Haya, al cual recurrió la Argentina. Existe, empero, la imperiosa necesidad de mostrar algún avance en el diálogo después de la tarea componedora a la que prestó su nombre el rey Juan Carlos de España por medio del representante español ante las Naciones Unidas, Juan Yáñez Barnuevo.
Ese avance, si lo hay, debería ser exhibido en la próxima Cumbre Iberoamericana, que se realizará del 8 al 10 de noviembre en Santiago, Chile. En esa ocasión, la única del año en la cual el rey coincide en el exterior con el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, ambos presidentes rioplatenses deberían expresar su gratitud por la gestión del modo más razonable y civilizado: con la reanudación del diálogo.
Cuesta creer que argentinos y uruguayos hayamos llegado a esta instancia por el pésimo manejo político que ha tenido el conflicto. Y cuesta creer, también, que el futuro de la relación bilateral quede supeditado al peligro de desbordes y de manipulaciones, como si la política exterior argentina, en particular, estuviera atada a los rigores del calendario electoral.
En diciembre de 2006 decíamos en estas columnas que el conflicto había alcanzado tal grado de irracionalidad que sólo la intervención de ambos presidentes podía desactivarlo. Poco y nada han hecho uno y otro por acercarse, más allá de las reuniones y las comunicaciones entre funcionarios que han considerado este tema como parte de la política doméstica de ambos países.
Fue un error creer que un asunto de política exterior de esta envergadura podía ser resuelto como una diferencia interna en una provincia argentina. En ese caso, como ya ha sucedido durante el actual gobierno, un interventor hubiera apagado el incendio. En Uruguay, empero, no hay un gobernador en apuros, sino un gobierno soberano que, tenga razón o no, ha encarado este problema como lo que realmente es: un asunto de política exterior por el cual apela al cumplimiento de la ley.
Es de esperar que, junto con la reanudación del diálogo sobre el problema que tiene atrapados a los dos gobiernos, prevalezca la búsqueda de soluciones técnicas antes que cualquier medida de fuerza, de modo de restaurar la hermandad que siempre ha caracterizado una relación bilateral única en el mundo por la afinidad y el afecto compartidos.
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