18/10/2007
Opinión
Lorenzo Meyer
Lorenzo Meyer
-
Un tema de reflexión. Es imposible asumir como auténtica hipótesis la propuesta que dice: “Cada país tiene el gobierno que se merece”. Simplemente es imposible probarla. Y sin embargo, en la coyuntura de México, o de los Estados Unidos, puede servir como punto de partida para la reflexión, especialmente si ésta se concentra en la calidad del liderazgo político y su relación con la sociedad.
Los vecinos. Como se recordará, en las elecciones presidenciales de 2000, el vicepresidente y candidato demócrata, Albert Gore, ganó el voto popular por un margen muy pequeño, pero perdió en el Colegio Electoral —sitio donde legal pero ilógicamente 538 delegados deciden la elección— porque una Suprema Corte cargada de conservadores ordenó detener el recuento de votos dudosos en Florida y eso dio a su oponente, George W. Bush, los 25 delegados en disputa en ese estado.La manipulación del ataque de los militantes islamistas a Nueva York y Washington en 2001 y la posterior invasión de Iraq le permitieron a Bush encontrar un punto de concentración —una razón popular de ser— a una administración que hasta ese momento navegaba a la deriva.Al montarse en una ola de patriotismo, y mediante una bien elaborada mercadotecnia, el presidente pudo finalmente presentarse como un líder necesario y respaldado. Pero, pasado un tiempo, volvió al punto de partida y hoy, mientras que su popularidad ha descendido en picada, Bush no sabe ya qué hacer con el núcleo de su agenda política: Iraq.Actualmente, el contraste entre los contendientes de 2000 no puede ser mayor. El candidato derrotado, Gore, acaba de recibir el Premio Nobel de la Paz por su contribución al despertar de la conciencia mundial en torno a los peligrosos efectos de los humanos sobre el medio ambiente global. La decisión del Comité del Premio Nobel en favor de Gore y de una organización internacional —el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático— no ha sido puesta en duda por voces autorizadas, aunque a los grupos republicanos más conservadores de Estados Unidos no les ha hecho gracia.Gore es, por origen social, miembro de la clase gobernante norteamericana y egresado de Harvard. Como joven no se entusiasmó con la acción militar de su país en Vietnam, pero finalmente se incorporó a la fuerza expedicionaria norteamericana en el país asiático. En su larga carrera como legislador local y federal por Tennessee, se metió de lleno, entre otras cosas, a examinar las consecuencias de largo plazo de la actividad humana sobre el delicado equilibrio que hace posible la vida en nuestro planeta. Propuso el uso inteligente y responsable de la organización política para detener nuestra autodestrucción como especie. Desde entonces, sus adversarios conservadores no le respondieron con argumentos, sino con epítetos: le llamaron “el hombre ozono”.Bush, como Gore, tuvo como base inicial de lanzamiento a la vida pública a su familia, lo que le permitió asistir a una universidad apropiada —Yale—, pero en materia de responsabilidad cívica su conducta ya no correspondió a la biografía de la familia: evitó ir a Vietnam —se quedó seguro en casa gracias a que, mediante conexiones, logró una plaza en la Guardia Nacional que le evitó ir a Vietnam para cumplir su servicio militar—. Como hombre de negocios, Bush no creo ninguna empresa realmente productiva, aunque sí logró utilidades mediante el prestigio del apellido. Ya en la vida pública, su energía se concentró en predicar el evangelio político de la derecha cristiana, en disminuir la carga impositiva de los que ya tenían mucho y en concentrar el ingreso, aunque pretendiendo que todo lo hacía en función del bien común.Como presidente, Bush hijo probablemente será recordado por la deliberada falsedad de los argumentos que utilizó para invadir Iraq, por su sorprendente falta de planeación de una operación imperial que ha concentrado, y sin buenos resultados, el grueso de los recursos militares norteamericanos en lo que ya se ha demostrado que no tenía conexión con la supuesta prioridad de la agenda de seguridad de Estados Unidos: la eliminación de Al Qaeda. A estas alturas, los analistas aceptan que el proyecto político-militar de la Casa Blanca en Iraq fracasó y que el problema hoy se reduce a encontrar la manera de retirarse de la vieja Mesopotamia con el menor costo posible.Este segundo Bush también será recordado por el enorme déficit fiscal que heredará y por haber perdido el control republicano del gobierno de Washington, pues el proyecto de los neoconservadores de forjar un imperio global que impusiera sus valores al resto del mundo se ha venido por tierra. Y la lista puede seguir.
De retorno a la cuestión inicial. En George W. Bush, en el tenebroso vicepresidente Dick Cheney, en el fallido ex secretario de Defensa Ronald Rumsfeld, en el ex procurador general Alberto Gonzales que justificó la tortura de prisioneros, en Paul Wolfowitz, el ex presidente del Banco Mundial, ex subsecretario de Defensa y quien terminó acusado de actos contrarios a la ética ¿tiene Estados Unidos la clase política que se merece? No hay forma de contestar tajantemente pues, como vimos, por muy poco esos mismos Estados Unidos hubieran podido tener en la Casa Blanca a Gore —la antitesis de Bush— y con él a un liderazgo totalmente diferente y con una agenda local e internacional con prioridades muy distintas.Hay en esta situación algo muy peculiar y trágico —¿esquizofrénico?—, pues la mitad de los ciudadanos norteamericanos se identificaron con la persona y los valores de Bush pero la otra mitad con los valores de Gore, aunque quizá no con su persona. Algo muy similar volvió a ocurrir en 2004 cuando Bush se enfrentó a John Kerry, otro demócrata liberal y con una agenda social progresista. Así pues, se puede concluir que Estados Unidos se merece o que no se merece lo que hoy tiene. Estuvo a un paso de lograr un gobierno liberal e ilustrado, como el que hubiera podido encabezar cualquiera de los dos últimos candidatos demócratas. Finalmente tiene uno conservador, de visión ideológica estrecha, con poca sensibilidad e inteligencia, pero apoyado por fuertes intereses económicos privados y que, por razones imperiales disfrazadas de gran proyecto altruista, condujo al país a su último gran fracaso en materia internacional.
¿Y México? Para Daniel Cosío Villegas en 1947, ninguno de los gobernantes salidos de la Revolución Mexicana había estado a la altura de las circunstancias y demandas del país. En realidad esa afirmación resulta tanto o más valida a partir de 1947, pues con la distancia hoy es más fácil ver que en el cardenismo México sí tuvo, por un momento, un liderazgo político con una visión histórica generosa y, además, con la voluntad y valor necesarios para enfrentar tareas de la magnitud de la reforma agraria o la expropiación petrolera.En México en el año 2000 se hizo realidad una circunstancia histórica espléndida: el cambio pacífico de régimen. Se abrieron las puertas a la democracia política y con ellas la posibilidad de llamar a cuentas al pasado corrupto y autoritario, para dar forma a un nuevo y auténtico proyecto nacional. Es verdad que una parte de la sociedad aún apoyó entonces al PRI —por interés, por miedo, por falta de imaginación, por inercia—, pero ya no era la mayoría. México por fin tuvo la oportunidad de recuperar la dirección e incluso algo del tiempo perdidos. Y sin embargo, todo esto no se materializó en algo grande. Cada vez es más clara la verdadera dimensión —pequeña y mezquina— del supuesto líder del cambio: Vicente Fox. Y lo mismo se puede decir de los foxistas.El famoso “juicio de la historia” es muy voluble y quién sabe qué dirá. Por ahora, las pocas políticas sustantivas por las que Fox podría ser recordado aparecen contradictorias. Por un lado, encabezó la derrota del PRI y, por el otro, desperdició su sexenio, pues en lo único que invirtió con éxito su energía fue en impedir por medios legítimos e ilegítimos que la oposición de izquierda llegara al poder.Finalmente en 2006, México tuvo, igual que Estados Unidos seis años antes, la posibilidad de ir por caminos muy distintos, casi opuestos, en materia de gobernantes y de proyectos. También aquí como allá, la sociedad se dividió en partes iguales pero la última palabra la tuvo un tribunal cargado del lado de los intereses creados. ¿Tiene pues México su sociedad tan heterogénea y su historia tan complicada, los gobernantes y la democracia que se merece? No hay respuesta, pero la pregunta vale como acicate para mantener viva la imaginación y, lo más importante, las posibilidades y la inconformidad.— México, D.F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario