18/11/07

Hablar de paz para hacer guerra

18/11/2007
Cumbre de Annapolis
Ignacio Gutiérrez de Terán
Diagonal
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La conferencia para Oriente Medio de Annapolis guarda una serie de paralelismos con encuentros internacionales anteriores que, también, perseguían oficialmente la estabilidad y la paz en la zona. Como siempre desde la Conferencia de Madrid de 1991, el eje principal de estas negociaciones es Palestina, bien como objeto único de las deliberaciones, bien como referencia obligada que condiciona el contexto general de Oriente Medio. Desde un punto de vista hipercrítico, lo de menos es hallar un arreglo de paz definitivo entre árabes e israelíes, o fijar un mecanismo y un calendario para tal fin. Casi siempre, lo que subyace bajo estas iniciativas orquestadas por la diplomacia estadounidense es algo mucho más inmediato y menos encaminado a establecer los pilares de una estabilidad duradera ceñida a la legalidad internacional y el respeto mutuo.
Las negociaciones de Madrid, que llevaron a Oslo y la Autoridad Nacional Palestina, nacieron de un compromiso estadounidense con los “aliados moderados” árabes para consolidar la campaña militar contra el Iraq de Saddam y recubrir de legitimidad el alineamiento de Riad, El Cairo o Damasco. Se trataba de justificar la connivencia de tales capitales con Israel, cuya preocupación por la “amenaza” iraquí era manifiesta antes de la invasión de Kuwait. Por eso, Madrid no perseguía solucionar un conflicto enquistado desde hacía décadas, sino encauzar la estrategia general estadounidense para Oriente Medio. De hecho, no podemos presuponer que la paz verdadera entre israelíes y palestinos queda más cerca hoy que hace 15 años. Tampoco la autogestión palestina ha avanzado mucho: el régimen de Tel Aviv sigue controlando todo lo que ocurre dentro y fuera de los territorios y los grandes temas ni siquiera se debaten ya. Eso por no hablar de la segregación de hecho entre Gaza y Cisjordania y la trágica situación del pueblo palestino. El propósito de Isaac Shamir, entonces primer ministro israelí, de embarcar a unos y otros en negociaciones continuas para dar muy poco y partir siempre desde cero se está cumpliendo con precisión maquiavélica y con jugosos réditos para Washington.
Hoy, por lo mismo, Annapolis supone otro paso en esta dirección. Y no sólo porque unos y otros se han mostrado escépticos acerca de los posibles resultados; o porque la diplomacia estadounidense no haya podido, a mediados de noviembre, consensuar una declaración de intenciones ni aclarar si va a haber un calendario cerrado; o porque los dirigentes árabes aliados dan a entender que si hay que ir se va pero no saben muy bien para qué; o porque no se ha convocado a Siria, que mantiene fronteras con Palestina y cuenta con cerca de 400.000 refugiados en su suelo; o porque Hamás, la fuerza más votada en las pasadas elecciones legislativas no está, lo mismo que tantas facciones palestinas disidentes que anuncian una contraconferencia en Damasco; o porque cuanto queda de la ANP no tiene potestad ni fuerza para imponer su política de concesiones a la sociedad palestina. O porque el régimen de Tel Aviv haya iniciado ya su habitual milonga acerca de los grandes sacrificios que ha hecho y se le exigen por la paz y de que hay que comprender la sensibilidad de la sociedad israelí ante cualquier “dolorosa concesión” y fracturas internas, etc. Porqués hay muchos, además de la prisa propagandística del régimen estadounidense por arrancar un acuerdo de paz antes de que expire el mandato del presidente Bush; empero, el porqué primero y único que ha de explicar la invalidez de esta nueva representación estelar para paliar la tragedia palestina es que no van a hablar de paz sino a planear otro alarde de ingeniería bélica, el acoso y, si procede, el derribo de Irán; y a partir de ahí, la continuidad de la expansión militar y económica hacia el este de Asia, el monopolio de los recursos energéticos, el cerco a China... En resumidas cuentas, la sublimación del metaorgasmo geoestratégico de un imperio de zurullo y náusea.

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