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Congreso del Movimiento de Trabajadores Parados.
Muchos son los motivos para explicar por qué el MST de Brasil se tornó uno de los más paradigmáticos y aclamados movimientos sociales en el cambio de siglo. Algunos son la internacionalización de la lucha campesina a través de un trabajo estructurado en red, visibilizado desde la conformación de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones Campesinas y la Vía Campesina, la fuerte territorialización del movimiento -presente en 22 de los 24 estados brasileños-, el potente trabajo educativo y formativo de sus bases, su capacidad de presión e incidencia en las agendas políticas y el diálogo fluido con otros movimientos sociales.
Pero la complejidad de las dinámicas de la lucha social en Brasil y la centralidad del MST han hecho que los demás movimientos sociales del país apenas sean conocidos más allá de las fronteras nacionales, a pesar de la importancia de sus luchas. Para analizar este hecho hay que partir de las movilizaciones contra la dictadura en la década de 1970, cuando la organización popular se volcó en una lucha articulada y unificada por la redemocratización. Con la paulatina apertura política, la década siguiente estuvo marcada por el reclamo de varios derechos sociales, la proliferación de numerosos movimientos populares urbanos y asociaciones de barrio y el surgimiento de una serie de “nuevos movimientos” centrados en lo étnico, la raza, el género y la ecología, así como la aparición del movimiento gay y de movimientos aislados de niños de la calle. Fue también cuando surgieron el PT y el MST, intrínsecamente ligados entonces entre ellos y con muchas comunidades eclesiásticas de base influenciadas por la teología de la liberación.
Con la democratización política los movimientos sufrieron un repliegue a lo local y se centraron en la especificidad de sus demandas. En los ‘90, el amplio y difundido término “sociedad civil” incluye y alaba a nuevos actores como las ONG , en lo que muchos consideraron la década en la que los movimientos sociales progresistas pierden su centralidad como actores sociales del país.
Lejos de esto, los movimientos sociales únicamente se enfrentaron -y siguen enfrentándose- a un nuevo telón de fondo, donde el avance de las políticas neoliberales y los déficit de la joven democracia instaurada llevan a un diagnóstico ampliamente compartido de múltiples exclusiones sociales e insuficiencias democráticas. Ante tales carencias, una multiplicidad de pequeñas organizaciones sociales luchan diariamente por unas condiciones mínimas para vivir dignamente, enfrentándose a la complejidad y a las contradicciones del campo y la ciudad. Ciudades y macrociudades que exponen una segregación social y espacial cada vez mayor, y unas zonas rurales que se alarman ante el nuevo ataque de la alianza entre Lula y las corporaciones transnacionales para la producción de etanol, lo que supone un considerable retroceso hacia un modelo de monocultivo basado en la caña de azúcar, con catastróficas implicaciones sociales y ambientales.
Se organizan, de este modo, desde grupos culturales juveniles, centrados, por ejemplo, en el hip-hop, hasta trabajos comunitarios volcados en la asistencia sanitaria y en la educación popular en y desde las favelas. Por otro lado, emergen otros movimientos sociales más estructurados y de carácter nacional, como el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo, una especie de versión urbana de los sin tierra; el Movimiento Nacional de Recolectores de Materiales Reciclables, creado hace ocho años y con una considerable lucha por la autogestión en el trabajo, que creó bases orgánicas del movimiento en cooperativas y organizaciones para garantizar que el material reciclable recogido sea trasladado a una cadena productiva bajo el control de los propios trabajadores; o el Movimiento Nacional de los Afectados por las Represas, creado a partir de las construcciones faraónicas de presas hidroeléctricas que, desde los años ‘70, provocan secuelas ambientales y el desplazamiento de las poblaciones locales de sus casas, tierras y trabajos.
Hay que destacar otros dos proyectos embrionarios: por un lado, el Movimiento de los Trabajadores Parados, creado en el sur de Brasil, que no tiene como bandera, como se suele pensar, la lucha por el empleo, sino un cambio radical de las formas de producción, creando para ello iniciativas alternativas de generación de trabajo y de renta; y, por otro, un movimiento estudiantil autónomo que trata de romper con décadas de jerarquización y control de la Unión Nacional de Estudiantes, para proponer, como hizo en 2007 con ocupaciones simultáneas de decenas de rectorados de las más importantes universidades del país, una organización horizontal desvinculada del PT y de otros partidos políticos. Emerge así un escenario polifónico, aunque no siempre articulado, donde la lucha de los “sin tierra” en el campo converge con la resistencia de los “sin techo”, los “sin comida” y los “sin futuro” de las ciudades. El mayor reto sigue siendo cubrir las necesidades más básicas en un país donde no llega el proyecto bolivariano ni las insurgencias masivas de los pueblos originarios, pero donde sí permanece viva la resistencia y la llama de la construcción de una sociedad más justa enmarcada en un auténtico puzle de complejas y gigantescas piezas regionales.
Congreso del Movimiento de Trabajadores Parados.
Muchos son los motivos para explicar por qué el MST de Brasil se tornó uno de los más paradigmáticos y aclamados movimientos sociales en el cambio de siglo. Algunos son la internacionalización de la lucha campesina a través de un trabajo estructurado en red, visibilizado desde la conformación de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones Campesinas y la Vía Campesina, la fuerte territorialización del movimiento -presente en 22 de los 24 estados brasileños-, el potente trabajo educativo y formativo de sus bases, su capacidad de presión e incidencia en las agendas políticas y el diálogo fluido con otros movimientos sociales.
Pero la complejidad de las dinámicas de la lucha social en Brasil y la centralidad del MST han hecho que los demás movimientos sociales del país apenas sean conocidos más allá de las fronteras nacionales, a pesar de la importancia de sus luchas. Para analizar este hecho hay que partir de las movilizaciones contra la dictadura en la década de 1970, cuando la organización popular se volcó en una lucha articulada y unificada por la redemocratización. Con la paulatina apertura política, la década siguiente estuvo marcada por el reclamo de varios derechos sociales, la proliferación de numerosos movimientos populares urbanos y asociaciones de barrio y el surgimiento de una serie de “nuevos movimientos” centrados en lo étnico, la raza, el género y la ecología, así como la aparición del movimiento gay y de movimientos aislados de niños de la calle. Fue también cuando surgieron el PT y el MST, intrínsecamente ligados entonces entre ellos y con muchas comunidades eclesiásticas de base influenciadas por la teología de la liberación.
Con la democratización política los movimientos sufrieron un repliegue a lo local y se centraron en la especificidad de sus demandas. En los ‘90, el amplio y difundido término “sociedad civil” incluye y alaba a nuevos actores como las ONG , en lo que muchos consideraron la década en la que los movimientos sociales progresistas pierden su centralidad como actores sociales del país.
Lejos de esto, los movimientos sociales únicamente se enfrentaron -y siguen enfrentándose- a un nuevo telón de fondo, donde el avance de las políticas neoliberales y los déficit de la joven democracia instaurada llevan a un diagnóstico ampliamente compartido de múltiples exclusiones sociales e insuficiencias democráticas. Ante tales carencias, una multiplicidad de pequeñas organizaciones sociales luchan diariamente por unas condiciones mínimas para vivir dignamente, enfrentándose a la complejidad y a las contradicciones del campo y la ciudad. Ciudades y macrociudades que exponen una segregación social y espacial cada vez mayor, y unas zonas rurales que se alarman ante el nuevo ataque de la alianza entre Lula y las corporaciones transnacionales para la producción de etanol, lo que supone un considerable retroceso hacia un modelo de monocultivo basado en la caña de azúcar, con catastróficas implicaciones sociales y ambientales.
Se organizan, de este modo, desde grupos culturales juveniles, centrados, por ejemplo, en el hip-hop, hasta trabajos comunitarios volcados en la asistencia sanitaria y en la educación popular en y desde las favelas. Por otro lado, emergen otros movimientos sociales más estructurados y de carácter nacional, como el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo, una especie de versión urbana de los sin tierra; el Movimiento Nacional de Recolectores de Materiales Reciclables, creado hace ocho años y con una considerable lucha por la autogestión en el trabajo, que creó bases orgánicas del movimiento en cooperativas y organizaciones para garantizar que el material reciclable recogido sea trasladado a una cadena productiva bajo el control de los propios trabajadores; o el Movimiento Nacional de los Afectados por las Represas, creado a partir de las construcciones faraónicas de presas hidroeléctricas que, desde los años ‘70, provocan secuelas ambientales y el desplazamiento de las poblaciones locales de sus casas, tierras y trabajos.
Hay que destacar otros dos proyectos embrionarios: por un lado, el Movimiento de los Trabajadores Parados, creado en el sur de Brasil, que no tiene como bandera, como se suele pensar, la lucha por el empleo, sino un cambio radical de las formas de producción, creando para ello iniciativas alternativas de generación de trabajo y de renta; y, por otro, un movimiento estudiantil autónomo que trata de romper con décadas de jerarquización y control de la Unión Nacional de Estudiantes, para proponer, como hizo en 2007 con ocupaciones simultáneas de decenas de rectorados de las más importantes universidades del país, una organización horizontal desvinculada del PT y de otros partidos políticos. Emerge así un escenario polifónico, aunque no siempre articulado, donde la lucha de los “sin tierra” en el campo converge con la resistencia de los “sin techo”, los “sin comida” y los “sin futuro” de las ciudades. El mayor reto sigue siendo cubrir las necesidades más básicas en un país donde no llega el proyecto bolivariano ni las insurgencias masivas de los pueblos originarios, pero donde sí permanece viva la resistencia y la llama de la construcción de una sociedad más justa enmarcada en un auténtico puzle de complejas y gigantescas piezas regionales.
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*Breno Bringel es investigador en la UNICAMP (Brasil) y del Komité de Apoyo al MST
*Breno Bringel es investigador en la UNICAMP (Brasil) y del Komité de Apoyo al MST
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