4/1/08

La lección de Bhutto en todo el mundo

Un simpatizante del PPP, es decir, de los Bhutto
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“Mi madre siempre decía, la democracia es la mejor venganza”.
Bilawal Bhutto Zardari, hijo de la difunta Benazir Bhutto
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De todas las interpretaciones del ideal democrático, ninguna podría estar más equivocada que esta. La democracia es su núcleo mismo es un antídoto para el tipo de venganza dinástica que el joven estaba dando a entender.
Para los Bhutto, las elecciones son un medio para que la familia conserve el poder. Benazir se vengaba para siempre de la muerte de su padre, el exprimer ministro ahorcado hace dos años tras un golpe de estado. Bilawal promete ahora hacer lo mismo por el martirio de su madre. El Partido Popular de Pakistán siempre ha sido una formación propiedad completamente de la familia. De ahí la rapidez casi impropia con la que al marido y al hijo de Bhutto se les entregaba el control inmediato a la muerte de Benazir.
La democracia fue concebida para ser la antítesis del feudalismo. La soberanía popular iba a suplantar al derecho divino; las elecciones libres a la sucesión dinástica (una progresión que los americanos no han dominado por completo tampoco). Está claro que Bilawal pretende hacer lo más atractivo posible el dictado de su madre. Él, como ella, vengará el crimen político de un pariente no con violencia, sino a través de las urnas. No obstante, su inequívoca premisa de derecho aristocrático al poder chirría con su lealtad profesa para con los medios democráticos.
Su madre era igual. En más de un perfil periodístico, era caracterizada como "una demócrata que apela a lealtades feudales". Parte del motivo de la precariedad de la democracia de Pakistán es precisamente que sigue siendo en gran medida una sociedad feudal que practica formas democráticas.
Pero Pakistán no es el único en absoluto. La misma semana en que Pakistán casi implosiona, unas discutidas y ajustadas elecciones propinaban a Kenia, una de las democracias más estables de África hasta ahora, un cólico de violencia tribal. Estos estallidos sangrientos llegan en contraste a un contexto de derrotas menos dramáticas pero igualmente importantes del ideal democrático. Rusia degenera cobardemente mientras su naciente democracia es desmantelada sistemáticamente a cambio de un poco de imagen de gran potencia y una cierta cantidad de engrudo a base de petróleo administrada por el Czar Vladimir. China sigue cediendo de manera aún más apática la dirección de su economía de mercado y sociedad en modernización a una dictadura leninista. ¿Cuántas décadas necesitamos para reconocer que el axioma de que la liberalización económica conduce a la liberalización política podría no ser axiomático?
Esto llega después de que los palestinos, en sus primeras elecciones parlamentarias post-Arafat, cedieran el poder a un grupo terrorista. Y en cuanto al Líbano, el líder de la Primavera árabe de 2005 contempla a los agentes sirios matando sistemáticamente a un miembro del parlamento tras otro con el fin de negar a los demócratas el quórum que necesitan para elegir a un presidente en sintonía.
Estas derrotas, que ponen el colofón a la oleada democrática de 30 años que había barrido Latinoamérica, Europa Oriental, el Este de Asia y hasta zonas de África, plantean preguntas más que teóricas. Desafían la noción central Bush de que la política exterior norteamericana debería sustentarse en intentar expandir la democracia. Seis años después del 11 de Septiembre aún no existe ninguna alternativa remotamente plausible a la Doctrina Bush para cambiar de manera definitiva la cultura de la que surge el jihadismo. Pero mientras que extender la democracia puede ser necesario, ¿se puede hacer realmente?
Sabemos que se puede, por supuesto, como quedó plasmado en nuestros éxitos a la hora de convertir Alemania, Japón y Corea del Sur en aliados democráticos importantes. Pero allí tuvimos la infrecuente ventaja del control casi total que vino con la ocupación de posguerra incontestada.
¿Qué se necesita en condiciones de control mucho menor? Un respeto sano al poder sustantivo del primitivismo político local y disposición a adaptarse a ello.
En Afganistán, eso significa aceptar la descentralización radical y el poder de los jefes militares. En Irak, eso significa dejar que el gobierno centralizado integral ceda el paso, al menos temporalmente, a la autonomía provincial y tribal como el mejor de los medios de dar lugar a instituciones representativas eficaces.
Y en Pakistán, eso significa aceptar la presencia molesta de la política feudal y el papel preeminente de los militares, la única institución nacional en funcionamiento de Pakistán, como garantes del estado -- incluso (como en otro país islámico secular, Turquía) al precio de concederle autoridad al margen de la constitución. También significa aceptar la realidad de que no se puede prescindir de Pervez Musharraf, al margen de lo dudoso de sus credenciales democráticas, porque su caída podría desatar el diluvio.
Éstos son tiempos difíciles para la democracia. Ese no es motivo para abandonarla. Es motivo para la aceptación prudente y la consolidación de variantes locales, al margen de lo imperfectas que sean.
La Iglesia Romana aprendió que propagar la religión exigía tolerancia a la incorporación de determinadas prácticas pre-cristianas como modo de reforzar la nueva fe y darle raíces locales. Para la expansión de la democracia hoy necesitamos poner en práctica nuestra propia variante de sincretismo y aprender a no abandonar el terreno cuando nos vemos obligados a enfrentarnos a adaptaciones regionales que quedan lejos del ideal Jeffersoniano.
© 2008, The Washington Post Writers Group
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Diario de América - USA/04/01/2008

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