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"Sueño con serpientes, con serpientes de mar, con cierto mar, ay, de serpientes sueño yo".
"Sueño con serpientes, con serpientes de mar, con cierto mar, ay, de serpientes sueño yo".
Silvio Rodríguez
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El premio Nobel [Joseph Stiglitz] considera que “un TLC [Tratado de Libre Comercio] no es un TLC. Es sólo un nombre y en… existe la costumbre de poner el nombre contrario a las cosas.”
El premio Nobel [Joseph Stiglitz] considera que “un TLC [Tratado de Libre Comercio] no es un TLC. Es sólo un nombre y en… existe la costumbre de poner el nombre contrario a las cosas.”
Hedelberto López Blanch
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1989. Quién le iba a decir a Panamá —tan poco decimonónica en su historia centroamericana, tan canalizada en su siglo XX— que, diecinueve años después de haber sido brutalizada durante una de las peores navidades de su historia reciente —del 20 al 31 de diciembre: once días de infierno— la bestia que se le había pegado de la yugular, Operación Causa Justa, se iba a encontrar arrinconada, con el rabo entre las patas, en medio de dos guerras —Afganistán e Irak— que, al cabo de cinco años (2003-08), amenazaban con chuparse el presupuesto del país que los halcones, con las manos embarradas de rojo, habían endeudado hasta la médula. ¿Justicia poética o física de la metafísica?
Sueño con serpientes de mala leche, una pesadilla declarada desde 1823. El peor de los esperpentos políticos: una democracia imperial —a lo Mark Twain (1835-1910)— chupándoles la sangre.
Con esa invasión breve, pero brutal —un arroz con culo que se cagaba en todos los dioses— cerró, en Panamá, la Guerra Fría; en caliente, como decía, a su manera, el brutote de Porfirio Díaz (1830-1915). Pasados por la piedra; broche de oro, un aluvión de balas diseñado a la medida de los que pegaban duro y recién se quedaban sin contrincantes: fuego a la lata, ante la aparición de la mosca, el cañonazo, un golpetazo descomunal que hizo mierda —matándolos, quemándoles la vivienda— a los desposeídos de El Chorrillo, los más pobres, los más negros, como dijo recientemente el reverendo Jeremiah Wright (1941), pastor afroamericano del que —porque criticó el imperio— reculó Barak Obama (1961). Los que no murieron en la refriega de El Chorrillo quedaron, con el culo sucio, sin casa y sin comida. ¿Qué pasa cuando el fuego no es símbolo de regeneración: uno se caga en Dios o en el capital con C? 1989-1991, prefacio de la Guerra contra el Terror, puro terrorismo al garete del estado neoliberal.
Al penúltimo país centroamericano (1903), cuna de Mano de Piedra Durán (1951), le tocó ser el primero en sufrir la violencia de las nuevas guerras poscomunistas, legitimadas, primero, desde la ilegalidad de las drogas y después —otro cuento de hadas— desde el terrorismo islámico (llueve sobre mojado, mira la caca caer, mírala caer): ¿quién se toma ahora el jugo de los masacrados? Sueño con serpientes carmesí, con cierto rojo de serpientes sueño yo.
1989. Quién le iba a decir a Panamá —tan poco decimonónica en su historia centroamericana, tan canalizada en su siglo XX— que, diecinueve años después de haber sido brutalizada durante una de las peores navidades de su historia reciente —del 20 al 31 de diciembre: once días de infierno— la bestia que se le había pegado de la yugular, Operación Causa Justa, se iba a encontrar arrinconada, con el rabo entre las patas, en medio de dos guerras —Afganistán e Irak— que, al cabo de cinco años (2003-08), amenazaban con chuparse el presupuesto del país que los halcones, con las manos embarradas de rojo, habían endeudado hasta la médula. ¿Justicia poética o física de la metafísica?
Sueño con serpientes de mala leche, una pesadilla declarada desde 1823. El peor de los esperpentos políticos: una democracia imperial —a lo Mark Twain (1835-1910)— chupándoles la sangre.
Con esa invasión breve, pero brutal —un arroz con culo que se cagaba en todos los dioses— cerró, en Panamá, la Guerra Fría; en caliente, como decía, a su manera, el brutote de Porfirio Díaz (1830-1915). Pasados por la piedra; broche de oro, un aluvión de balas diseñado a la medida de los que pegaban duro y recién se quedaban sin contrincantes: fuego a la lata, ante la aparición de la mosca, el cañonazo, un golpetazo descomunal que hizo mierda —matándolos, quemándoles la vivienda— a los desposeídos de El Chorrillo, los más pobres, los más negros, como dijo recientemente el reverendo Jeremiah Wright (1941), pastor afroamericano del que —porque criticó el imperio— reculó Barak Obama (1961). Los que no murieron en la refriega de El Chorrillo quedaron, con el culo sucio, sin casa y sin comida. ¿Qué pasa cuando el fuego no es símbolo de regeneración: uno se caga en Dios o en el capital con C? 1989-1991, prefacio de la Guerra contra el Terror, puro terrorismo al garete del estado neoliberal.
Al penúltimo país centroamericano (1903), cuna de Mano de Piedra Durán (1951), le tocó ser el primero en sufrir la violencia de las nuevas guerras poscomunistas, legitimadas, primero, desde la ilegalidad de las drogas y después —otro cuento de hadas— desde el terrorismo islámico (llueve sobre mojado, mira la caca caer, mírala caer): ¿quién se toma ahora el jugo de los masacrados? Sueño con serpientes carmesí, con cierto rojo de serpientes sueño yo.
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1990: Entre el ocaso de la izquierda en Nicaragua y el de la derecha en Chile, surgió, ¿como una serpiente del mal, como otra culebra de la mala leche?, Fujimori (1938) en Perú; la tómbola giraba como un trompo borracho, el animal se mordía la cola. ¿Se descubría Narciso, otra vez, el trasero? Las fichas se movían del tablero pero volvían a ganar los mismos de siempre. ¿Quiénes estaban haciendo trampa? Sueño con colores serpenteados, con algunos sueños de serpiente —¿un cóndor engañado?— sueño yo.
Terminaban los talleres de poesía del sandinismo —¿se quedó desempleado Ernesto Cardenal (1925)?— asediados por tanto Contras, y, al final, ¿jaque mate?, por la piñata entre los perdedores grandes; al igual que, desde el Cono Sur, se acababan los escuadrones de la muerte de Pinochet (1915-2006), dictador del que siempre se sintió orgulloso Milton Friedman (1912-2006). En Perú, tras un repudio al criollismo blanquiñoso del literato (1936), el pueblo eligió el nuevo capitalismo del chino, un experimento que terminó, como en tantos otros laboratorios de mercado, en corrupción, defalco y, otra vez, pobreza. ¿A quién se le cayeron los pantalones? Sueño con serpientes —entre el blanco y el negro— de colores, con cierto rojo de serpientes, ay, sueño yo.
Desde México, Octavio Paz (1914-98) celebraba el Nobel de literatura. Antes de morir, con la barba crecida, el escritor —¿un nuevo buda azteca viejo?— parecía acosado, como un animal entrampado, frente a los jóvenes —¡el tiempo, coño, el tiempo!— que lo entrevistaban. ¿Vargallosándolo?, estos jóvenes lo acusaban de conservador: yo no soy conservador, yo no soy conservador, fueron las últimas palabras del poeta ensayista que leyeron, un tanto enardecidos, los internautas, quienes, respetuosos, recordaban al laureado escritor ahogándose, desesperado, débil, vulnerable, viejo, tratando de quitarse de encima, como el que se sacude a un perro rabioso, aquellas acusaciones políticas —yo no soy conservador— demasiado duras para un persona que, reloj en mano, sabía que le quedaba poco tiempo para demostrar —¿con el culo cagado?— que no había sido, como proponían los periodistas, un ratón. Yo no soy conservador, yo no soy conservador.
Sueño con serpientes espiraladas —un chisporroteo de rojo— que van y vienen, desplazándose, con alevosía, de una punta del teclado a la otra; serpientes de muchas lenguas, venenosas, que iban por el mundo, en zigzag, como si no hubiera diferencias entre la izquierda y la derecha, como si, desdoblando a Alejandro Jorodowski (1929) –¿un guerrillero metafísico?— existieran muchos puentes fáciles entre Neruda (1904-73) y Pinochet. Serpientes de cuello blanco: sueño con culebras que no sueñan fuera del cinabrio.
1990: Entre el ocaso de la izquierda en Nicaragua y el de la derecha en Chile, surgió, ¿como una serpiente del mal, como otra culebra de la mala leche?, Fujimori (1938) en Perú; la tómbola giraba como un trompo borracho, el animal se mordía la cola. ¿Se descubría Narciso, otra vez, el trasero? Las fichas se movían del tablero pero volvían a ganar los mismos de siempre. ¿Quiénes estaban haciendo trampa? Sueño con colores serpenteados, con algunos sueños de serpiente —¿un cóndor engañado?— sueño yo.
Terminaban los talleres de poesía del sandinismo —¿se quedó desempleado Ernesto Cardenal (1925)?— asediados por tanto Contras, y, al final, ¿jaque mate?, por la piñata entre los perdedores grandes; al igual que, desde el Cono Sur, se acababan los escuadrones de la muerte de Pinochet (1915-2006), dictador del que siempre se sintió orgulloso Milton Friedman (1912-2006). En Perú, tras un repudio al criollismo blanquiñoso del literato (1936), el pueblo eligió el nuevo capitalismo del chino, un experimento que terminó, como en tantos otros laboratorios de mercado, en corrupción, defalco y, otra vez, pobreza. ¿A quién se le cayeron los pantalones? Sueño con serpientes —entre el blanco y el negro— de colores, con cierto rojo de serpientes, ay, sueño yo.
Desde México, Octavio Paz (1914-98) celebraba el Nobel de literatura. Antes de morir, con la barba crecida, el escritor —¿un nuevo buda azteca viejo?— parecía acosado, como un animal entrampado, frente a los jóvenes —¡el tiempo, coño, el tiempo!— que lo entrevistaban. ¿Vargallosándolo?, estos jóvenes lo acusaban de conservador: yo no soy conservador, yo no soy conservador, fueron las últimas palabras del poeta ensayista que leyeron, un tanto enardecidos, los internautas, quienes, respetuosos, recordaban al laureado escritor ahogándose, desesperado, débil, vulnerable, viejo, tratando de quitarse de encima, como el que se sacude a un perro rabioso, aquellas acusaciones políticas —yo no soy conservador— demasiado duras para un persona que, reloj en mano, sabía que le quedaba poco tiempo para demostrar —¿con el culo cagado?— que no había sido, como proponían los periodistas, un ratón. Yo no soy conservador, yo no soy conservador.
Sueño con serpientes espiraladas —un chisporroteo de rojo— que van y vienen, desplazándose, con alevosía, de una punta del teclado a la otra; serpientes de muchas lenguas, venenosas, que iban por el mundo, en zigzag, como si no hubiera diferencias entre la izquierda y la derecha, como si, desdoblando a Alejandro Jorodowski (1929) –¿un guerrillero metafísico?— existieran muchos puentes fáciles entre Neruda (1904-73) y Pinochet. Serpientes de cuello blanco: sueño con culebras que no sueñan fuera del cinabrio.
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1991. En pleno arrobo neoliberal, como si todavía se escucharan los ecos del atropello panameño —la sangre salpicaba en las aceras de Port au Prince— se dio un rebrote de militarismo en la antilla fundacional: a la primera de todas la islas (1804) y también de tierra firme, le tocó cargar con la última cagada dialéctica. El regreso de la antítesis sin síntesis: la gran cagada, los gorilas duvalieranos volvieron, colmillos por fuera, con las uñas largas y sucias, agitados ante los últimos coletazos que daba la teología de la liberación por los barrios pobres del país más empobrecido del hemisferio. Las fieras llegaron para quitar al presidente y para dar palos a diestra y siniestra; llegaron para que muchos haitianos se tuvieran que tirar al mar buscando una metáfora de libertad, lo que, a su vez, un dominicano, muy quisqueyano, planteará como buscando visa para un sueño.
Sueño con serpientes de mar, con cierto mal, ay, de serpientes sueño yo. Las armas se cagaron en la democracia y se apoderaron del país; al pequeño padre (1953) lo patearon de la isla, y, a los que se apiñaron en embarcaciones criollas para huir de la paliza, no los amparó, demasiado comprometido con la derecha, ni Dios ni el buen vecino del norte, que preferían socorrer a los balseros cubanos. Otra vez el mar, las olas, el sol, la sed, el hambre, la muerte, el dolor, la mala leche del poder engrandecido por las armas. Una tarde oscura: sueño con pesadillas de mar, embravecidas por el oleaje de una década negra; época en la que, entre la política y la economía, las culebras más venenosas llenaron el Mar Caribe de embarcaciones precarias, carne de cañón para los tiburones. Otra vez el mar: Haití, Cuba, República Dominicana (desde arriba, la guagua aérea).
1991. En pleno arrobo neoliberal, como si todavía se escucharan los ecos del atropello panameño —la sangre salpicaba en las aceras de Port au Prince— se dio un rebrote de militarismo en la antilla fundacional: a la primera de todas la islas (1804) y también de tierra firme, le tocó cargar con la última cagada dialéctica. El regreso de la antítesis sin síntesis: la gran cagada, los gorilas duvalieranos volvieron, colmillos por fuera, con las uñas largas y sucias, agitados ante los últimos coletazos que daba la teología de la liberación por los barrios pobres del país más empobrecido del hemisferio. Las fieras llegaron para quitar al presidente y para dar palos a diestra y siniestra; llegaron para que muchos haitianos se tuvieran que tirar al mar buscando una metáfora de libertad, lo que, a su vez, un dominicano, muy quisqueyano, planteará como buscando visa para un sueño.
Sueño con serpientes de mar, con cierto mal, ay, de serpientes sueño yo. Las armas se cagaron en la democracia y se apoderaron del país; al pequeño padre (1953) lo patearon de la isla, y, a los que se apiñaron en embarcaciones criollas para huir de la paliza, no los amparó, demasiado comprometido con la derecha, ni Dios ni el buen vecino del norte, que preferían socorrer a los balseros cubanos. Otra vez el mar, las olas, el sol, la sed, el hambre, la muerte, el dolor, la mala leche del poder engrandecido por las armas. Una tarde oscura: sueño con pesadillas de mar, embravecidas por el oleaje de una década negra; época en la que, entre la política y la economía, las culebras más venenosas llenaron el Mar Caribe de embarcaciones precarias, carne de cañón para los tiburones. Otra vez el mar: Haití, Cuba, República Dominicana (desde arriba, la guagua aérea).
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1992. Nadie lo dijo mejor que Luis Rafael Sánchez (1936), autor de La guaracha del Macho Camacho (1976), cuando, ante la celebración del descubrimiento, el encuentro de dos mundos, dijo que lo importante era cerebrar el encontronazo: darle cabeza, como hicieron los olmecas, al tropezón, al desencuentro de los mundos. En Madrid, tras el mejor performance sobre la conquista, Guillermo Gómez Peña (1955), se ajustó los pantalones y cerebró la conquista. Les puso a los españoles, al alance de la mano —se podía tocar, claro, pero cada cual respondía por cuenta propia— como en un museo a la intemperie, los dos últimos amerindios que quedaban, después de tantos siglos, sin descubrir, oriundos de una isla americana ignota; unos nativos posmodernos, hombre y mujer —¿a quién no se le despertaba la imaginación?— bajo rejas, vestidos de indígenas, expuestos, como en un tableau vivant, a la mirada pública, contenidos en su animalidad antropológica, al igual que en su sexualidad primigenia, para que así, con poco esfuerzo, la civilización que transitaba se acercara y los contemplara. La mayoría de los varones que se acercó a mirar a la india, pensó en el sexo: ¿frente a esa indígena de buen culo y de tetas firmes, pensaron todos con la serpiente dando coletazos, quién no se animaba a romperle las entrañas con una estocada de bruto, libre de remordimiento?
Sueño con serpientes de mucha tensión, estiradas, como una pértiga en erección, hasta sus últimas consecuencias éticas y estéticas; tiempo de guerras diabólicas, como siempre les han gustado a los cristianos bífidos, sobre todo a los que tienen la lengua larga.
1992. Nadie lo dijo mejor que Luis Rafael Sánchez (1936), autor de La guaracha del Macho Camacho (1976), cuando, ante la celebración del descubrimiento, el encuentro de dos mundos, dijo que lo importante era cerebrar el encontronazo: darle cabeza, como hicieron los olmecas, al tropezón, al desencuentro de los mundos. En Madrid, tras el mejor performance sobre la conquista, Guillermo Gómez Peña (1955), se ajustó los pantalones y cerebró la conquista. Les puso a los españoles, al alance de la mano —se podía tocar, claro, pero cada cual respondía por cuenta propia— como en un museo a la intemperie, los dos últimos amerindios que quedaban, después de tantos siglos, sin descubrir, oriundos de una isla americana ignota; unos nativos posmodernos, hombre y mujer —¿a quién no se le despertaba la imaginación?— bajo rejas, vestidos de indígenas, expuestos, como en un tableau vivant, a la mirada pública, contenidos en su animalidad antropológica, al igual que en su sexualidad primigenia, para que así, con poco esfuerzo, la civilización que transitaba se acercara y los contemplara. La mayoría de los varones que se acercó a mirar a la india, pensó en el sexo: ¿frente a esa indígena de buen culo y de tetas firmes, pensaron todos con la serpiente dando coletazos, quién no se animaba a romperle las entrañas con una estocada de bruto, libre de remordimiento?
Sueño con serpientes de mucha tensión, estiradas, como una pértiga en erección, hasta sus últimas consecuencias éticas y estéticas; tiempo de guerras diabólicas, como siempre les han gustado a los cristianos bífidos, sobre todo a los que tienen la lengua larga.
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1993. El mejor de los demócratas republicanos, Bill Clinton (1946), se subió al coche que lanzaba las bombas, un tiroteo de serpientes locas, con las mandíbulas abiertas, echando veneno, tragándose, como en un sueño real, varias geografías. Bill, un bueno que firmó NAFTA (1994) y que, como si no fuera suficiente violencia, militarizó la frontera con su Operación Guardián (1994); Bill transformó el cruce de brazos al norte en una movida mortal para muchos. ¿No era el de Clinton el mismo apetito neoliberal de Ronald Reagan (1911-2004)? Como todos los presidentes usamericanos, Bill, un hombre muy religioso, hizo lo que han hecho siempre los buenos estadistas: dejó que lo retrataran con el saxofón en las manos. Fumador heterodoxo de habanos, aficionado a sacarle fuego a las cosas más húmedas, en Somalia, en Yugoslavia, en México, el pacifismo de Bill, a quien le decían el primer presidente negro —¿hasta dónde puede llegar la insensatez?— les pareció una broma de mal gusto, igual que en Irak, donde nadie se rió de los fuegos artificiales que les hizo llegar. ¿No fue Menem (1930) un deseo de llegar a Clinton? A pesar de la marihuanita, Bill trazó la línea: fue firme, lo aceptó todo menos un narcoestado al sur, regido por un tipo como Pablo Escobar (1949-93), demasiado político para ser un traficante de cocaína.
Sueño con serpientes de la muerte, con ciertas muertes de serpientes sueño yo; animales de sangre fría que se tragaban la vida de los escritores barrocos, como Juan Benet (1927-93), guerrillero de la polisemia, del racimo lingüístico, de las proliferaciones léxicas, de las cláusulas subordinadas que, al final, quedaban libres. Sueño con sabandijas de la muerte que se tragaban la trompeta más idiosincrásica del jazz y del cubop: una doblada —la de Dizzy (1917-93)— siempre en ángulo, nunca recta, como si se tratara de una geometría tridimensional que, a la hora se sentar cabeza, se valía de una de las dicotomías más célebres de la literatura: to BE or not to BOP. ¿Quién le ponía ahora el cascabel al gato? ¿Se oían los ecos de un tambor? Serpientes de la muerte que se tragaban los mejores sueños, como los malabarismos verbales y corporales de Cantinflas (1911-93); un serpenteo oral que al caminar zigzagueaba con un flow que terminó convirtiéndose en verbo: cantinflear. Sueño con serpientes devorándose a El Cantante, Hector Lavoe (1946-93), la voz de la salsa gruesa que fue por el mundo obedeciendo los dictados de su religión: poner a la gente a gozar en las esquinas.
1993. El mejor de los demócratas republicanos, Bill Clinton (1946), se subió al coche que lanzaba las bombas, un tiroteo de serpientes locas, con las mandíbulas abiertas, echando veneno, tragándose, como en un sueño real, varias geografías. Bill, un bueno que firmó NAFTA (1994) y que, como si no fuera suficiente violencia, militarizó la frontera con su Operación Guardián (1994); Bill transformó el cruce de brazos al norte en una movida mortal para muchos. ¿No era el de Clinton el mismo apetito neoliberal de Ronald Reagan (1911-2004)? Como todos los presidentes usamericanos, Bill, un hombre muy religioso, hizo lo que han hecho siempre los buenos estadistas: dejó que lo retrataran con el saxofón en las manos. Fumador heterodoxo de habanos, aficionado a sacarle fuego a las cosas más húmedas, en Somalia, en Yugoslavia, en México, el pacifismo de Bill, a quien le decían el primer presidente negro —¿hasta dónde puede llegar la insensatez?— les pareció una broma de mal gusto, igual que en Irak, donde nadie se rió de los fuegos artificiales que les hizo llegar. ¿No fue Menem (1930) un deseo de llegar a Clinton? A pesar de la marihuanita, Bill trazó la línea: fue firme, lo aceptó todo menos un narcoestado al sur, regido por un tipo como Pablo Escobar (1949-93), demasiado político para ser un traficante de cocaína.
Sueño con serpientes de la muerte, con ciertas muertes de serpientes sueño yo; animales de sangre fría que se tragaban la vida de los escritores barrocos, como Juan Benet (1927-93), guerrillero de la polisemia, del racimo lingüístico, de las proliferaciones léxicas, de las cláusulas subordinadas que, al final, quedaban libres. Sueño con sabandijas de la muerte que se tragaban la trompeta más idiosincrásica del jazz y del cubop: una doblada —la de Dizzy (1917-93)— siempre en ángulo, nunca recta, como si se tratara de una geometría tridimensional que, a la hora se sentar cabeza, se valía de una de las dicotomías más célebres de la literatura: to BE or not to BOP. ¿Quién le ponía ahora el cascabel al gato? ¿Se oían los ecos de un tambor? Serpientes de la muerte que se tragaban los mejores sueños, como los malabarismos verbales y corporales de Cantinflas (1911-93); un serpenteo oral que al caminar zigzagueaba con un flow que terminó convirtiéndose en verbo: cantinflear. Sueño con serpientes devorándose a El Cantante, Hector Lavoe (1946-93), la voz de la salsa gruesa que fue por el mundo obedeciendo los dictados de su religión: poner a la gente a gozar en las esquinas.
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1994. Con la firma del TLCLAN, empezaba la cuenta regresiva del maíz mesoamericano: 5-4-3-2-1-0. Sueño con serpientes de plumas: al dador del grano que los olmecas empezaron a domesticar —Quetzalcóatl— le chillaron los oídos, igual que a los nuevos zapatistas les latió el deber revolucionario. En pocos años, los hombres de maíz se quedarán sin mazorca: desde ese vacío tantas veces fundacional, la imantación hacia el norte hará de la globalización una sucesión de puntos a lo largo de la frontera. Pero los herederos de Zapata (1879-1919), siempre desde el sur, resistirán hasta lo último. ¿Ha probado el Subcomandante Marcos (1957), siempre atento al performance, ser más que la imagen de un revolucionario posmoderno? Si no fuera por la realidad, el guerrillero parecería —otro tableu vivant—una ficción.
Sueño con serpientes que cruzan la frontera a pie, deshidratándose durante el día y congelándose por la noche. Serpientes, como todos los coleteados por el libre mercado, sacadas de sus cuevas a fuerza de tratados firmados a quemarropa, con la lengua por fuera. Del campesino desmaizado —pronto convertido en una industria de remesas— empezó a caer, sobre la república de Salinas de Gortari, una lluvia de dólares, abonando la tierra que antes, cuando el maíz era dios, abonaba la sangre. ¿Huele a Comala? Un Tratado de Libre Comercio no es un Tratado de Libre Comercio. Como el que busca lo deseado con la nariz, sueño con atole y con elotes de la tierra; después, mucho después, vendrá la pesadilla del etanol, una incidencia de Estados Unidos en la tecnología de Brasil. ¿Azúcar?
Por lo pronto, la globlalización se convirtió en la peor maldición del maíz mesoamericano, un grano al que se le habían pegado de la yugular, como vampiros sedientos, los subsidios usamericanos y la bioingeniería de las transnacionales. Monsanto, por Dios, Monsanto: para Quetzalcóatl —¡un nombre diabólico!— la peor víbora. Sueño con serpientes emplumadas, con ciertas plumas de la muerte, ay, sueño yo.
Otra vez la guerra; no terminaban de matar a Mesoamérica, pero esta vez la querían envenenar para que no se muriera, de modo que, transformada en consumidora cautiva, comprara la versión genéticamente alterada de su propia agricultura. El TLCLAN había puesto sobre la mesa un maíz posmoderno, inscrito, de pies a cabeza, en la violencia de la bioingeniería neoliberal; por eso, cuando llegó a México, subsidiado por dentro y por fuera, el maíz genéticamente alterado tuvo que golpear a los más indefensos, aquéllos que, a partir de una firma trilateral, no pudieron competir en el mercado nacional con el maíz milenario, una semilla que el TLC dejó sin subsidios, sin protección, en pelotas, a la merced de las nuevas serpientes, todas neoliberales.
Sueño con otras serpientes de mar; en Cuba, después del año más difícil del período especial (1993), cuando fue de rigor transformar la nada —lo último que se dejó de tener— en algo para comer y seguir viviendo, se desató una ola de balseros que huían del hambre. Sueño con serpientes de mar, el Estrecho de la Florida, con tanta carne fresca arrastrada hacia la península, se llenaba de politiqueros al acecho: ¿adónde se fueron los tiburones?
Entre Carlos Fuentes (1928) y Mario Vargas Llosa (1936) —¿antípodas finiseculares de la literatura latinoamericana hermanadas, respectivamente, por el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes?— las serpientes se hicieron venenosas, transformando las plumas en dardos, las lenguas en misiles: mientras México se cagaba en sus dioses, Perú se convertía a una nueva religión. Como si no fuera importante, Rius (1934), un mexicano de buenos pasos, le metió siete puñaladas a la Revolución: Lástima de Cuba. El grandioso fracaso de los hermanos Castro. A Charles Bukowski (1920-94), el gran bebedor y por eso mismo, desde el hedonismo de Michel Onfray (1959), una buena antípoda —como el gourmet— frente al ascetismo cristiano, se lo llevó, para siempre, la oscuridad. ¿En qué lugar del tablero ponemos a Rius?
1994. Con la firma del TLCLAN, empezaba la cuenta regresiva del maíz mesoamericano: 5-4-3-2-1-0. Sueño con serpientes de plumas: al dador del grano que los olmecas empezaron a domesticar —Quetzalcóatl— le chillaron los oídos, igual que a los nuevos zapatistas les latió el deber revolucionario. En pocos años, los hombres de maíz se quedarán sin mazorca: desde ese vacío tantas veces fundacional, la imantación hacia el norte hará de la globalización una sucesión de puntos a lo largo de la frontera. Pero los herederos de Zapata (1879-1919), siempre desde el sur, resistirán hasta lo último. ¿Ha probado el Subcomandante Marcos (1957), siempre atento al performance, ser más que la imagen de un revolucionario posmoderno? Si no fuera por la realidad, el guerrillero parecería —otro tableu vivant—una ficción.
Sueño con serpientes que cruzan la frontera a pie, deshidratándose durante el día y congelándose por la noche. Serpientes, como todos los coleteados por el libre mercado, sacadas de sus cuevas a fuerza de tratados firmados a quemarropa, con la lengua por fuera. Del campesino desmaizado —pronto convertido en una industria de remesas— empezó a caer, sobre la república de Salinas de Gortari, una lluvia de dólares, abonando la tierra que antes, cuando el maíz era dios, abonaba la sangre. ¿Huele a Comala? Un Tratado de Libre Comercio no es un Tratado de Libre Comercio. Como el que busca lo deseado con la nariz, sueño con atole y con elotes de la tierra; después, mucho después, vendrá la pesadilla del etanol, una incidencia de Estados Unidos en la tecnología de Brasil. ¿Azúcar?
Por lo pronto, la globlalización se convirtió en la peor maldición del maíz mesoamericano, un grano al que se le habían pegado de la yugular, como vampiros sedientos, los subsidios usamericanos y la bioingeniería de las transnacionales. Monsanto, por Dios, Monsanto: para Quetzalcóatl —¡un nombre diabólico!— la peor víbora. Sueño con serpientes emplumadas, con ciertas plumas de la muerte, ay, sueño yo.
Otra vez la guerra; no terminaban de matar a Mesoamérica, pero esta vez la querían envenenar para que no se muriera, de modo que, transformada en consumidora cautiva, comprara la versión genéticamente alterada de su propia agricultura. El TLCLAN había puesto sobre la mesa un maíz posmoderno, inscrito, de pies a cabeza, en la violencia de la bioingeniería neoliberal; por eso, cuando llegó a México, subsidiado por dentro y por fuera, el maíz genéticamente alterado tuvo que golpear a los más indefensos, aquéllos que, a partir de una firma trilateral, no pudieron competir en el mercado nacional con el maíz milenario, una semilla que el TLC dejó sin subsidios, sin protección, en pelotas, a la merced de las nuevas serpientes, todas neoliberales.
Sueño con otras serpientes de mar; en Cuba, después del año más difícil del período especial (1993), cuando fue de rigor transformar la nada —lo último que se dejó de tener— en algo para comer y seguir viviendo, se desató una ola de balseros que huían del hambre. Sueño con serpientes de mar, el Estrecho de la Florida, con tanta carne fresca arrastrada hacia la península, se llenaba de politiqueros al acecho: ¿adónde se fueron los tiburones?
Entre Carlos Fuentes (1928) y Mario Vargas Llosa (1936) —¿antípodas finiseculares de la literatura latinoamericana hermanadas, respectivamente, por el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes?— las serpientes se hicieron venenosas, transformando las plumas en dardos, las lenguas en misiles: mientras México se cagaba en sus dioses, Perú se convertía a una nueva religión. Como si no fuera importante, Rius (1934), un mexicano de buenos pasos, le metió siete puñaladas a la Revolución: Lástima de Cuba. El grandioso fracaso de los hermanos Castro. A Charles Bukowski (1920-94), el gran bebedor y por eso mismo, desde el hedonismo de Michel Onfray (1959), una buena antípoda —como el gourmet— frente al ascetismo cristiano, se lo llevó, para siempre, la oscuridad. ¿En qué lugar del tablero ponemos a Rius?
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LQSomos. Francisco Cabanillas. Abril de 2008
LQSomos. Francisco Cabanillas. Abril de 2008
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LQSomos/15/04/2008
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