29/4/08

ESCARBENDO...LQ somos.

Sueño con más serpientes (2ª parte)
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Sueño con serpientes, con serpientes de mar, con cierto mar, ay, de serpientes sueño yo.
Silvio Rodríguez
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La llamada ‘década perdida’ de 1980 (que fue también la década de la transición democrática) también dejó, como saldo en América Latina, un retroceso social sin precedentes. Este no fue revertido en la ‘década de la globalización,’ la última década del siglo XX.
Osvaldo Coggiola
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1996. Finalmente, después de un culo de décadas de derramamientos rojizos —ni achiote ni azafrán— la derecha guatemalteca tuvo que limpiar la mesa; cocktail de camarones, sueño con serpientes mojadas en una salsa de tomate podrida. De ahora en adelante, en el banquete político guatemalteco, fue preciso que el poder preparara una mesa para dos. ¿Se cagaría la oligarquía en todos los santos? ¿Celebraron la paz con vino o con cerveza? El matadero había llegado a su término. El militarismo guatemalteco, por supuesto, se ajustó los pantalones; entre los poderosos, las transacciones más importantes se empezaron a llevar a cabo con guantes de plástico. Para los que estudiaban el menú de lejos, la paz guatemalteca completaba un ciclo importante en Hispanoamérica: ahora los protestantes sanguinarios, a raíz del protagonismo de Efraín Ríos Montt (1926), podían decir con orgullo, y con las manos manchadas de clorofila, que habían creado, como hicieron antes y tan bien los católicos, una buena cagada criolla, con un hedor histórico muy sustancioso: ¿a alguien se le ocurría, para corroborar si era mierda, tocar la pasta y meterse el dedo en la boca? El militar evangélico, como buen cristiano viejo, demostró, con el apoyo solidario de Ronald Reagan (1911-2004), que la religión con sangre nunca había sido patrimonio exclusivo de los contrarreformistas.
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1998. Desde Venezuela, se escuchó, después de algunos reculazos, este cañonazo finisecular: ¡boom! El neoliberalismo que, a calzón quitado, a punta de FMI, lo había privatizado casi todo en la América de Bolívar (1783-1830), no perdonará el retorno del nuevo Simón (1954); para los neoconservadores de uñas largas, el nuevo presidente no era más que un cagón del libre —pero atenazado— juego del mercado. Chávez, un populista que no seguía al pie de la letra las reglas de la democracia metropolitana. ¿Se declaraba con Hugo el final de la Doctrina Monroe (1823)? ¿Se cumplía otro eterno retorno? Chávez, el comienzo del final, cuando la política del petróleo se salió de la derecha. ¿Quién andaba en Venezuela desde entonces con las uñas llenas de fango negro? ¿A quién se le salía la caca? Punto clave, una decisiva congregación de fuerzas en la historia latinoamericana: el que se burlaba de su retórica, el que se avergonzaba cuando recitaba poemas, cuando cantaba canciones, cuando hablaba como un patriarca enardecido, ¿perdía de vista que ahí, precisamente, estaba, en esos momentos, la alternativa de todo el sur? Si no, que le pregunten después a Argentina, pero no a Brasil.
Bisagra, tramo del nuevo Fidel (1926), esta vez con los bolsillos llenos de petrodólares y, en la mirilla de Nuestra América, el ideal —¿otra pesadilla?— de la Gran Colombia. Nuevamente, Venezuela —a Alejo Carpentier (1904-80) le habría encantado— se encontraba en el ojo de la tormenta. ¿Volaban las serpientes emputecidas? Entre el humo de la pólvora y el eco del estallido, apareció, elegido por el pueblo, el comandante lampiño, un soldado con sentido del humor, un guerrillero creyente: Hugo, un mensajero con las manos llenas de planes para el país y para el continente, un Quijote con el impulso de un renacimiento político. No obstante, las serpientes panópticas lo vigilaban de cerca cuando se acercaba mucho al sueño decimonónico; entre hamburguesas de carne industrializada y papas fritas genéticamente alteradas, tomándose varias Coors Light, las víboras le tenían reservada —al caudillo— una pesadilla vieja, muchas veces implementada en otras periferias. Por lo pronto, tiza en mano, los venezolanos pobres veían en el nuevo Simón una imagen parecida a la de sí mismos: un soldado mestizo que, después de un golpe de estado fallido, se había hecho, en el país de los pesos negros, revolucionario. ¡Coño!, decían las serpientes emputecidas, dando coletazos en las oficinas climatizadas, otro cristiano de izquierda: ¡me cago en Dios!
Al nuevo héroe —un presidente que, además de al libre comercio, quería jugar al mercado justo, sobre todo con una de las economías caribeñas más arrinconadas desde la Guerra Fría— al nuevo Simón le gustaba vestir de rojo, color de la vida y de la muerte. Un peón, como le decía la oligarquía, inclinado a la lectura y, en general, a la cultura; un don nadie con la osadía de querer completar el proyecto de El Libertador. Para otros, un profeta convencido de que su destino era resucitar —¿por eso se la pasaba traqueteando la constitución?— el protagonismo del estado que, en la última década del siglo, la globalización oficial había hecho mierda. ¿A quién le tocaba limpiar las carcasas que dejaron las culebras más venenosas?
Sueño con serpientes de agua y sal dando coletazos en un charco de baba pintado de azul, como el del cielo que regresaban, ebrias, las culebras prehispánicas. En la isla de la salsa —¿cuál de ellas, si a todas les gusta el sanchocho?— se publicaron, una vez superados los prejuicios de clase, los dos primeros libros sobre esa música popular. ¿Llegaban tarde los libros boricuas al banquete bibliográfico de la salsa? Como el que mataba dos culebras de un tiro, uno de los libros, escrito en español, bailaba desde la sociología tropical; el otro, escrito en inglés, lo hacía desde los estudios culturales. Culebra, una explosión parecida: la salsa como un serpenteo de la sociabilidad tropical, de las negociaciones diaspóricas, un interplay temporal, de clase, de género, de piel, de modernidad, una forma de escuchar la música para mejor reclamar el espacio del mundo en el que había tocado buscar la felicidad.
Cien años después del cambio (1898), la pluma boricua le añadía su dimensión bibliográfica a las ciudades de la salsa. ¿Viva Puerto Rico libre? Sueño con serpientes que, como pulpos de mangle, escupían tinta. ¿Quién se tomaba de un porrazo el Orinoco? El río de Corozal, el de la leyenda dorada. La corriente arrastra otro. La corriente está ensangrentada.
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1999. Como el TLCLAN (1994) les parecía un éxito de pies a cabeza, pusieron sobre la mesa, adornada con piñas, el ALCA, de modo que se beneficiara —como habían hecho, sobre todo los campesinos, los mexicanos— toda la América latina, menos, eso sí, Cuba. Por fin, decían las serpientes bífidas con las mandíbulas abiertas, ALCA extenderá la ayuda a todos los necesitados de esa América que todavía habla español; una América que, según los cálculos viperinos, se merecía, por ineficiente —lo subrayó Galeano— la pobreza que había cultivado. Por eso, además, el PPP (Plan Puebla Panamá) se encargaría de fortalecer la región centroamericana, siempre débil y necesitada de ayuda humanitaria.
Con la explosión saltaron fragmentos de la historia colonial; en algunos de los pedazos que volaron —serpientes enrojecidas— quedaron manchas de salsa de tomate. Isla municipio de Vieques, Puerto Rico: zona de práctica militar, hasta que, por accidente, una bomba perdida —¿otro castigo divino?— mató a David Sanes Rodríguez (1954-99), empleado civil de la marina, residente de la isla nena. Su muerte, como el rastro de las culebras submarinas que se desplazan al nivel de la arena, removió capas muy sedimentadas de la memoria boricua; una arenilla revuelta, como tantas otras superficies, para que, en la turbulencia, mucho quedara olvidado. Bomba que colmó la copa: con el accidente fatal, salió a relucir —isla de Pandora— una historia de atropellos y de incumplimientos que terminó volatizando el aleteo de las serpientes más reaccionarias. Al destaparse la olla, los que nunca se habían indignado ante las asimetrías del poder colonial, se encabronaron: dando coletazos de oficina, el gobernador (1944) de turno, indignado, con los pelos de punta ante lo que tildó como una violación a los derechos civiles, captó, desde la derecha, la molestia general del pueblo. Al político, sin embargo, el enrojecimiento le durará poco.
El estruendo de Vieques, un aleteo de serpientes con muchos brazos, como las palomas de la solidaridad que, desde el siglo XVI, volaban a lo largo y a lo ancho del Caribe, trascendió el archipiélago. Rabo de nube: el movimiento de Paz para Vieques, un rizoma emplumado, sumaba a Puerto Rico al zigzagueo de las culebras opuestas a la militarización del neoliberalismo, víbora desesperada por transformarlo todo en una ecuación armamentista. Para las culebras de la calle, la elite gobernante, como un Judas posmoderno, traicionó al pueblo, entre otras monedas, por una cátedra en Georgetown University —a la misma universidad irá después, en 2004, José María Aznar (1953)— una manzana que Clinton le puso sobre la mesa al gobernador para que se mordiera la cola. La misma víbora que antes, con el pueblo, se había encolerizado ante el abuso de poder —una manzana podrida— ahora se comía dócilmente las cáscaras. Sueño con serpientes de mar.
Con Colombia, el mismo presidente firmaba —¡mano firme!— un plan para la militarización de Suramérica. Caían del cielo, otra vez, las metrallas, los tanques y las explosiones: ¡qué olor fuerte —¿a azufre?— a la triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay! ¡Qué tufo a biodiversidad! ¿No andaba Bechtel empeñada en tomarse el agua de Bolivia? ¿Llovía otra vez sobre mojado? Desde el Plan Colombia, ¿aseguradas Mesoamérica y el Caribe al cabo de dos siglos de militarización sostenida?, las serpientes se movían, con el culo fruncido, hacia el sur, donde había grandes recursos y, gracias a Lutero (1483-1546) y a Calvino (1509-1664), una economía que disciplinar.
Los justos pagaban por los pecadores: el Plan Clinton rápido se convirtió, después de algunas revisiones, en una máquina de derechizar toda una geografía a fuerza de drogas y de balas. Mucha mano dura para asegurar la verticalidad de los fusiles y las bombas. Sueño con serpientes de metal que, como balas, cortan al pasar. Nuevo autoritarismo de los soldados con las narices llenas de polvo blanco. Desde entonces, cada vez más, en la prensa de las grandes transnacionales, la cocaína se hacía sinónimo de la coca; las avionetas de derecha fumigaban para que no se acabara nunca el tráfico ilegal de talco que se untaba la izquierda. ¿A quién se le ocurría taparse la nariz? Crítica a la razón militar —una instrumentalidad a quemarropa— en su guerra contra los más empobrecidos: una batalla sin fin, como les gustaba a las grandes corporaciones protegidas por las serpientes de metal. Otro arroz con culo. ¿Nubes de polvo o vuelos fugaces del fisco? ¿Tiroteo en blanco? ¿Arenilla o cal? ¿Quién se creía fuera de las líneas?
En el mejor de los casos, sueño con serpientes olorosas a pólvora; en el más probable, sueño con serpientes que hieden a uranio. ¿Cuánto le debía el neoliberalismo a Pablo Escobar (1949-93)?
En Panamá, el último día del último mes, se oficializó el traspaso del canal, un simbolismo que Big Brother nunca consideró muy importante: ¿cuál de las grandes personalidades usamericanas estuvo en la ceremonia? Sueño con serpientes de plástico, de esas que veo por ahí. Algunos días antes, en El Chorrillo, para que nadie se olvidara de la historia, se recreaba teatralmente, por décima vez, el horror de la invasión (1989), cuando el fuego reclamó vidas y dejó en cenizas a una comunidad achicharrada, un contingente que había llegado a Panamá a principios del siglo XX, imantado por la construcción del canal.
Desde la cárcel (1992), en el estado de Florida, como una serpiente atrapada, Manuel Noriega (1934) se retorcía sin moverse; dos años antes (1997), el general había publicado sus memorias, en las cuales se consideraba, como sujeto político, una creación de la CIA. Según pasaba el canal a manos panameñas, Noriega sacaba la lengua, tanteando por lado la temperatura del neoliberalismo y por el otro el tiempo que le quedaba para saldar sus cuentas. Mientras hacía ruido con la cola, pensaba en el dinero. Desde una caribeñidad aledaña, pero en dirección contraria, como el que sueña que, después de mucha añoranza, regresaban las serpientes marinas con los brazos abiertos, un libro marinero, El retorno de las yolas, se lanzaba al agua; desde sus páginas mojadas se buscaba mantener a flote una dominicanidad abierta al flujo de las diásporas, una identidad cultural que apostaba a la democracia.
Sueño con serpientes de mar: último día del último mes del último año del milenio, entre Dios y la tecnología, el imaginario judeocristiano, siempre viperino, esperaba el fin del mundo, un precipicio entre el Apocalipsis y la IBM. En vez —Nietzsche, en parte, tenía razón— ocurrió el maíz transgénico.
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LQSomos. Francisco Cabanillas. Abril 2008
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LQSomos/29/04/2008

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