1/5/08

La nacionalidad, mucho más que un documento

Opinión
Por siempre argentina
Rosana Lecay
Rebelión
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“Querida Lecay, hace mucho tiempo aprendí que los apegos no son materiales. Tuvo que ser así para aprender que nada de lo que duele mata lo que las cosas que valen, significan.
Tú eres el más vivo ejemplo de que la patria es el mundo entero.”
Mónica Mendoza Madrigal
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“O ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.”
Jorge Luis Borges
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- La nacionalidad argentina es irrenunciable -, le dije a la funcionaria de la Secretaria de Relaciones Exteriores. Escuché mi propia voz lejana y la angustia invadía el pecho sin dejarme respirar.
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- Lo sé, pero de todas formas debe firmar el documento -, respondió con fastidio, mientras tamborileaba sus dedos sobre el mostrador con impaciencia.
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Tomé la decisión de solicitar la naturalización después de 17 años de vivir en México. Motivos diferentes a los políticos y a los económicos me trajeron a tierra azteca. Traía un proyecto de vida, muchas ilusiones, entusiasmo, y la fuerza de mi juventud. Aquí nacieron mis hijos, que siendo muy pequeños aún, se burlaban de mi forma de hablar. Aquí construí, poco a poco, mi proyecto profesional, con la carencia de las redes necesarias para crecer y sedimentar los logros. En esta tierra encontré amigos entrañables, maravillosas personas que acompañaron los momentos difíciles. Aquí perdí el amor, y me hundí en la profundidad del dolor. Aquí encontré lo peor de mí misma, y rescaté del abismo mis más valiosos recursos para la supervivencia.

México fue, en ocasiones, la tierra del sufrimiento y la agonía, pero también, la de las oportunidades y del regocijo. En México quemé mis naves, y no hubo más opciones que seguir adelante, lejos de los afectos y del cobijo de todo aquello que por familiar se siente cálido y seguro.

Como inmigrante cubrí todos los requisitos administrativos y económicos para mantener la residencia legal, incluso los que son claramente discriminatorios e injustos, como la constancia de estancia legal, que se exige para iniciar el trámite de divorcio.

Como persona, puse toda mi energía para adaptarme a la cultura y para lograr la integración a la sociedad. En ese proceso arrinconé en la memoria una parte importante de mis raíces, mi acento se transformó gradualmente hasta mimetizarse con el mexicano y mi alimentación incorporó el picante, el maíz y el mole.

Con el tiempo empecé a amar este país colorido y violento, y a admirar a su gente que convierte la carencia en un arte. Hice mío este México ardiente y paradójico. Quise ser uno de ellos en retribución a los beneficios recibidos y a su recepción fraterna.

Tras nueve meses de espera me entregaron la carta de naturalización bajo la condición de firmar un escrito en el que renunciaba a mi nacionalidad de origen.
Leí el texto una y mil veces, empapada en sudor frío, anonadada Y aunque la nacionalidad argentina es ineluctable, la rúbrica del documento me provocaba zozobra, un profundo e indescriptible dolor en el pecho y un ahogo que me impedía pronunciar palabras. Consideré la renuncia a la naturalización. Pero tenía un compromiso con mis hijos, que recientemente habían aceptado ser ciudadanos argentinos, y también con México y con su gente.
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- La firmo, pero en conocimiento de que jamás perderé la nacionalidad argentina
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- le dije dispuesta a dejar una leyenda a lado de mi firma.
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- No puedo aceptar inscripciones en el documento, porque lo invalidan – contestó irritable la funcionaria, resoplando de rato en rato.
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Mientras firmaba percibí su mirada ganadora, y una sonrisa torcida que agravió mi dignidad.

El acto de prepotencia que significa exponer a una crisis de sentimientos y de ética a quienes optan por hacer de este suelo su patria, es incongruente con el amable cobijo que nos da su pueblo.

Si de legalidad se trata, basta con poner en conocimiento del nuevo ciudadano que en territorio nacional deberá hacer uso de documentos mexicanos y respetar leyes, reglamentos y disposiciones vigentes.

Hoy, en pleno ejercicio de mis derechos ciudadanos en México, reflexiono sobre la contradictoria condición del ser argentino, ese individuo crítico y pesimista, creído y depresivo, que desnuda Marcos Aguinis en “El atroz encanto de ser argentino”. Es atroz ser argentino, es una difícil carga de llevar, sobre todo siendo extranjero. El argentino sufre y padece la irremediable crueldad de la realidad. Pero también es un encanto; viven con orgullo y cautivan con su seguridad e inteligencia.

En “No habrá más penas ni olvido”, el escritor y político nicaragüense Sergio Ramírez declara que su gran ambición era ser argentino, a pesar de las ínfulas de país europeo con actitudes de república bananera. El argentino tiene la prestancia y la soberbia que provocan admiración y desprecio, la misma paradoja que hay en la esencia de su ser.

¡Pinches argentinos!, ¡cómo los quiero!

La nacionalidad argentina es inevitable, lo sabía Borges cuando sentenció el destino fatal del argentino; y aunque firme la renuncia, la llevará por siempre como un estigma. “Ya te chingaste”, diríamos en México.

Argentina y mexicana. Mexicana y argentina. Me muevo a voluntad en esos mundos, diversos y lejanos, con la confianza de hablar de identidades coyunturales. Soy extranjera y ciudadana en mis dos patrias. Con el corazón partido en dos banderas, con el alma haciendo puente entre el Aconcagua y el Popocatepetl, cantando tango y ranchera.

La Patria es el mundo entero cuando el corazón se entrega.

Desde hoy, orgullosamente mexicana, y para siempre, más argentina que nunca.

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