La autenticidad
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De buenas a primeras, ser auténticos sería algo tan simple como lo que Eurípides nos propone al indicarnos que el hombre feliz es el que vive la vida día a día y no pide más; el que recoge la bondad sencilla de la vida, lo cual sería una de las cosas más fáciles de entender y más difíciles de seguir.
De buenas a primeras, ser auténticos sería algo tan simple como lo que Eurípides nos propone al indicarnos que el hombre feliz es el que vive la vida día a día y no pide más; el que recoge la bondad sencilla de la vida, lo cual sería una de las cosas más fáciles de entender y más difíciles de seguir.
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Cuando por primera vez tomé contacto con esta propuesta apenas percibí su importancia; como tampoco lo hice cuando leí en el evangelio cristiano que “cada día tiene su propia inquietud”... Tanto lo uno como lo otro me sonó a algo tan obvio que ni siquiera valía la pena resaltar. Sólo más tarde, cuando me descubrí atrapada en preocupaciones y desentrañé que en el fondo de toda preocupación tan sólo yace temor, y que el temor lo producen la inseguridad y las máscaras, es decir, la inautenticidad en la que nos sumimos y vivimos, alcancé a ver la importancia de las dos propuestas; la inteligencia que poseían y la dificultad de su cumplimiento.
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En el fondo no me lo creía. Aún hoy me descubro, a veces, con restos de escepticismo. ¿Por qué es siempre tan dificultoso todo aquello que nos parece tan sencillo? Y lo más exasperante es, que no sólo parece lo más sencillo y obvio, sino que, para colmo de sorpresas, lo es.
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¿A qué se debe nuestra resistencia? A nuestra falta de autenticidad. Si lográramos mostrarnos como somos, sin la necesidad de ocultarnos tras máscaras y roles, careceríamos de miedos y de desconfianzas, de inseguridades, de complejos y de sentimientos de inferioridad. Pero una cosa es entender todo esto y otra es hacerlo realidad. Nuestro corazón dice: sí. Pero nuestra mente, se asusta y se queda atrapada en los moldes de los mil y un disfraces, y las mil y una imágenes que atesoramos y nos desdibujan, aún cuando nos hagan daño, a la manera de trajes y corsés que se han quedado pequeños y nos oprimen e incomodan, impidiéndonos respirar.
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A la autenticidad no se llega a fuerza de repetirse uno “voy a ser auténtico”; es más, si uno intenta hacerlo así, le ocurre igual que lo que pasa con la espontaneidad: se obtiene lo contrario. Cuando uno se dice a sí mismo voy a ser auténtico emplea la autenticidad como uno más de los disfraces y se convierte en una caricatura de autenticidad. La autenticidad no se actúa, ni se hace, ni se tiene. La autenticidad se vive y se manifiesta cuando uno se va encontrando consigo mismo y se acepta y se ama tal cual es.
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¿Han encontrado alguna vez a algún niño de dos a tres años que les diga –o que se diga a sí mismo- “ahora voy a mostrarme como realmente soy” o que esté preocupado por el futuro, por lo que será, hará, tendrá o comerá? Me responderán que “qué saben los niños de esas cosas” y yo me pregunto si por el contrario nosotros lo sabemos ya todo de todo. ¿Lo sabemos? ¿Lo saben ustedes? Yo debo confesar que cuanto más vivo menos sé. Menos certezas me quedan y más preguntas me hago.
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Si ustedes se responden lo mismo ¿por qué, entonces, actuamos como si fuéramos omnisapientes y omnipotentes? Ahí está el “quid” de la autenticidad.
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Un niño sabe muy pocas cosas, pero si algo sabe es el hecho de que no sabe casi nada, de que no tiene respuestas; sólo preguntas. Eso es precisamente lo que hay que recuperar: la capacidad de hacerse la pregunta por excelencia sin miedo a que la respuesta se abra paso desde nuestro interior hacia nuestra consciencia. La capacidad de sorpresa ante el continuo milagro de la vida. La capacidad de aceptar la existencia del milagro en nosotros; la capacidad de crearlo, de esperarlo, de vivirlo, de realizarlo y de manifestarlo. Sí, la capacidad de manifestar ese milagro que somos cada uno de nosotros mismos y abrirnos al mensaje que portamos en nuestros corazones y que espera ver la luz. Salir al encuentro de esa verdad hecha carne en nosotros es el mayor de los milagros que podemos realizar en nosotros y en cuantos nos rodean. Esto es la autenticidad.
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Ninguno de nosotros encarna la falacia, la falsedad. No somos imágenes. Somos esencia, amor y verdad. Uno de los mandamientos judeo-cristianos nos ordena “no te harás falsas imágenes ni las adorarás...” Y el dogma se esfuerza por gravar a sangre y fuego en las mentes de sus seguidores un sentido desvirtuado que indica que no hay que adorar a “falsos dioses” Pues bien, mi “dogma” propugna que a lo que no hay que adorar es a las mil imágenes que nos construimos de nosotros mismos, y que nos exilan de nuestro ser y esencia; de nuestra única y verdadera identidad.
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Cada vez que desesperamos de un ser humano o de nosotros mismos nos estamos haciendo falsas imágenes; estamos huyendo de la verdad, renegando de ella. “Adorando falsos dioses”. Esto es muy sutil, porque a veces la mentira tiene rostro de verdad y descubrir qué hay de verdad en la mentira y que hay de mentira en la verdad es como andar sobre el filo de un cuchillo cargados con un saco de definiciones que lo único que pretenden es alejarnos de ser lo que somos: Una palabra hecha carne que desea ser escuchada y una escucha hecha carne también, que desea ser puesta en palabras.
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Con ocasión de la publicación de mi libro “Las máscaras del yo o de robot a persona”, la revista “Raíces” me preguntó algunas cosas que al responderlas me encontré frente al tema que nos ocupa: el de la autenticidad. Quiero ahora, aquí, transcribir algunas de ellas que pueden arrojar algo de luz a lo que trato de transmitir. En aquella ocasión me preguntaron: ”
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¿Cuál es la definición y el sentido de su identidad?
”Mi respuesta fue: "Cuando yo pueda dar una respuesta absoluta a esta pregunta, probablemente no habitaré ya en este plano de la realidad. No puedo ofrecer definiciones de identidad. Tan sólo puedo ofrecer hipótesis, que voy desgranado en este exilio de la dualidad por el que transito y transitamos todos. Paradójicamente “La Definición” mora y se realiza en cada uno de nosotros (como una síntesis), en lo más hondo de nuestra individualidad… es como una palabra inserta en nuestro código genético cuya pronunciación y significado parece que hemos perdido y olvidado, y a cuyo reencuentro todo en nosotros tiende.
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En cuanto al sentido, justamente es esa tendencia lo que le confiere entidad y realce. Sí, la entidad y el realce, la relevancia y la significación necesarios e imprescindibles para desterrar la gratuidad y la vacuidad que a veces nos asaltan y acongojan durante la búsqueda de la pronunciación de esa palabra y durante lo recóndito de su escucha.”
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Hoy digo aquí, en este espacio, que el reencarnar esa “Palabra y esa escucha” que somos, es vivir en la autenticidad del ser. Y digo también que el luchar por la autenticidad –cuando decimos voy a ser auténtico, voy a luchar por serlo- es el engaño en el que caemos; desvaneciéndose, en esa caída sin fondo de la lucha, toda la plenitud del sentido; porque estamos, estoy, en el arduo y sorprendente camino de aprender que sólo ese continuo morir y vivir una y otra vez que constituye la vida tiene sentido.
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Ese es el camino de la autenticidad; no el de la lucha, sino el de la muerte y el renacimiento. Ese es el camino del “Terapeuta” (y todos lo somos), el camino del buscador de la verdad en sí mismo y en los otros, en todos aquellos que se acercan a él ignorantes de que ellos mismos están llamados a ser sus propios “Terapeutas” en tanto que caminan como buscadores de la verdad escondida en sus propios corazones.
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En cuanto a todas esas preguntas que uno se hace, todas esas interrogaciones que se plantea sobre la verdad, sobre la autenticidad y sobre el cómo alcanzarlo, no son más que trampas y tapaderas que nos ponemos a nosotros mismos, creyéndonos incapaces de reconocernos cómo única pregunta y respuesta viva; cómo palabra hecha carne, cómo escucha permanente, cómo acción desinhibida y eficiente. Y, en suma, cómo trinidad salvífica y dialéctica constante de nuestro despertar.
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Las preguntas que uno se hace y en las que uno se pierde, lo único que logran es tapar la gran respuesta de esa pregunta única que todos somos y cada uno de nosotros es.
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Otra cosa son las preguntas que la vida nos plantea y que nos agarran a contramano en el momento más inesperado, o tal vez, justo en el instante en el que se intentaba dirigir la escucha.
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¿Cómo puede dirigirse una escucha?- cuando la escucha es la que nos dirige hacia la gran pregunta y su respuesta. . Sólo la escucha puede dirigirnos y orientarnos hacia esa respuesta que aguarda paciente y callada en lo secreto de los oscuros rincones de nuestro interior, anhelando ser reencontrada, descubierta, revelada y presta a brotar en la medida en que nos entregamos a nuestro propio silencio. Silencio que va edificando el lugar en el que la palabra hecha carne que cada uno de nosotros es, habla en nosotros y puede ser oída por esa escucha que también somos.
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No, ni las mil preguntas que uno se hace, ni las mil respuestas que uno se ofrece tienen que ver con lo esencial. Eso es lo que constituye el ruido, lo que produce las interferencias en nuestra escucha, lo que el silencio acalla. Ese continuo preguntarse y responderse nada tiene que ver con lo esencial en nosotros; todo lo contrario, lo posterga, lo atenaza, lo agota y nos aleja de él.
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Quizá acercarnos a lo esencial implique también recuperar, desde el fondo dormido de nuestro ser, desde ese lugar en el que aún se dibuja la sonrisa pura e inocente del niño que habita en nosotros y nos aguarda paciente, la capacidad de asombro y sorpresa por todas y cada una de las pequeñas cosas que nos rodean y viven en nuestra cotidianeidad; por el amanecer y el crepúsculo; sin olvidar nunca que lo auténtico no existiría sin nosotros.
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(Extracto de mi libro: Viaje al fondo de uno mismo: esa gran aventura de ser)
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LQSomos. Hannah. Julio de 2008
LQSomos. Hannah. Julio de 2008
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LQSomos/02/07/2008
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