Por: Jorge Gómez Barata
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Las guerras son hechos económicos. Las armas, las máquinas, la energía, los explosivos, las computadoras y los radares y todo lo que se consume, no sólo en los combates sino en el conjunto de las actividades militares, son productos del trabajo y todos tienen valor. Por frívolo que parezca, como cualquier otra mercancía, las armas, además de valor, tienen valor de uso que no por macabro deja de existir: matar es su utilidad.
El valor de uso de las mercancías confiere racionalidad al proceso económico y a la inversión realizada en su producción. Con las armas no ocurre así sino que, tanto cuando se utilizan o se obsoletizan sin haber sido empleadas, jamás justifican el gasto de recursos y de tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas.
Además de luchar contra la guerra por lo dañinas que resultan para la vida, la cultura y la condición humana, los políticos sensatos, los gobernantes, los parlamentos responsables y la sociedad civil, vigilan los presupuestos militares y se esfuerzan por evitar que aumenten. Los países que, comparativamente con otros de su mismo status, tienen o tuvieron en determinadas, etapas menos gastos militares, como Alemania y Japón (en la posguerra) tienen mejor desempeño económico que aquellos que dilapidan enormes recursos en la carrera de armamentos y en las guerras.
Los costos de las guerras no son sólo los relacionados con el material militar y las vituallas consumidas por los ejércitos. Los combates destruyen ciudades, convierten en ruinas fábricas, almacenes y comercios, aniquilan la infraestructura y hacen imposible la actividad económica. La guerra se lleva la vida de los jóvenes soldados y oficiales y sustraen de actividades socialmente útiles a cientos de millones de hombres.
Cuando como ocurre con las que libra Estados Unidos en Afganistán e Irak, además de ser criminales, las guerras son pésimamente administradas, volatilizando billones de dólares, los conflictos bélicos se integran a los factores desencadenantes de las crisis. Esta vez, no se trata sólo de la guerra, sino del modo corrupto en que sus costos son manejados.
Las escandalosas actividades de empresas multinacionales como Halliburton, Blackwater y la contratación de operadores privados para cumplir funciones de naturaleza militar, forman parte de la urdimbre de la crisis actual que no se reduce a las finanzas sino que afecta al tejido de la economía y la sociedad norteamericana en su conjunto.
La Primera Guerra Mundial fue la primera librada con "tecnología de punta"; en sus escenarios debutaron la aviación, los submarinos, los tanques y los carros de combate, las armas automáticas y las químicas. Durante la Segunda Guerra Mundial esa tendencia se acentúo. Al final se incorporaron las armas atómicas.
Desde entonces la esfera militar absorbe buena parte de los recursos destinados a la investigación cientifica, particularmente en las ramas más avanzadas. En ese proceso surgió y alcanzó un enorme desarrollo e influencia política, el complejo militar industrial, convertido en la más dinámica de las ramas de la economía y en la única que tiene asegurada sus ventas a los gobiernos, que generosa y puntualmente, pagan con el dinero de los contribuyentes.
De ese modo, usando a Irak como gigantesco polígono, cuando parecía difícil que el neoliberalismo aportara nada nuevo, apareció una especie de privatización de la guerra, convertida en un negocio que incluye la virtual legitimización del mercenarismo.
Como en una feria comercial, con amplia publicidad, grandes empresas de los países aliados de Estados Unidos comprometidos con la invasión y que de alguna manera formaban parte de la "coalición" agresora, participaron en licitaciones anticipadas para la reconstrucción de lo que todavía no había sido destruido, escenificando la primera destrucción de un país por encargo.
Como parte de un juego macabro y altamente rentable, las fuerzas armadas norteamericanas subarrendaron a entidades privadas operaciones de seguridad y mantenimiento del orden. De hecho, parte de la guerra, probablemente la más sucia se libra por operadores privados.
Asociándose a las transnacionales, al Complejo Militar Industrial, a los magnates de las finanzas, con un Congreso complaciente que actúa a merced de lobbistas, otorgando una tras otros todas las partidas solicitadas por el Pentágono y el presidente, Bush y Cheney, han inventado un capitalismo sin riesgos que ahora, cuando las cosas no marchan bien, recibe compensaciones por setecientos mil millones dólares. En todas partes los errores se pagan, en Estados Unidos se cobran: ¡A que precios!
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Las guerras son hechos económicos. Las armas, las máquinas, la energía, los explosivos, las computadoras y los radares y todo lo que se consume, no sólo en los combates sino en el conjunto de las actividades militares, son productos del trabajo y todos tienen valor. Por frívolo que parezca, como cualquier otra mercancía, las armas, además de valor, tienen valor de uso que no por macabro deja de existir: matar es su utilidad.
El valor de uso de las mercancías confiere racionalidad al proceso económico y a la inversión realizada en su producción. Con las armas no ocurre así sino que, tanto cuando se utilizan o se obsoletizan sin haber sido empleadas, jamás justifican el gasto de recursos y de tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas.
Además de luchar contra la guerra por lo dañinas que resultan para la vida, la cultura y la condición humana, los políticos sensatos, los gobernantes, los parlamentos responsables y la sociedad civil, vigilan los presupuestos militares y se esfuerzan por evitar que aumenten. Los países que, comparativamente con otros de su mismo status, tienen o tuvieron en determinadas, etapas menos gastos militares, como Alemania y Japón (en la posguerra) tienen mejor desempeño económico que aquellos que dilapidan enormes recursos en la carrera de armamentos y en las guerras.
Los costos de las guerras no son sólo los relacionados con el material militar y las vituallas consumidas por los ejércitos. Los combates destruyen ciudades, convierten en ruinas fábricas, almacenes y comercios, aniquilan la infraestructura y hacen imposible la actividad económica. La guerra se lleva la vida de los jóvenes soldados y oficiales y sustraen de actividades socialmente útiles a cientos de millones de hombres.
Cuando como ocurre con las que libra Estados Unidos en Afganistán e Irak, además de ser criminales, las guerras son pésimamente administradas, volatilizando billones de dólares, los conflictos bélicos se integran a los factores desencadenantes de las crisis. Esta vez, no se trata sólo de la guerra, sino del modo corrupto en que sus costos son manejados.
Las escandalosas actividades de empresas multinacionales como Halliburton, Blackwater y la contratación de operadores privados para cumplir funciones de naturaleza militar, forman parte de la urdimbre de la crisis actual que no se reduce a las finanzas sino que afecta al tejido de la economía y la sociedad norteamericana en su conjunto.
La Primera Guerra Mundial fue la primera librada con "tecnología de punta"; en sus escenarios debutaron la aviación, los submarinos, los tanques y los carros de combate, las armas automáticas y las químicas. Durante la Segunda Guerra Mundial esa tendencia se acentúo. Al final se incorporaron las armas atómicas.
Desde entonces la esfera militar absorbe buena parte de los recursos destinados a la investigación cientifica, particularmente en las ramas más avanzadas. En ese proceso surgió y alcanzó un enorme desarrollo e influencia política, el complejo militar industrial, convertido en la más dinámica de las ramas de la economía y en la única que tiene asegurada sus ventas a los gobiernos, que generosa y puntualmente, pagan con el dinero de los contribuyentes.
De ese modo, usando a Irak como gigantesco polígono, cuando parecía difícil que el neoliberalismo aportara nada nuevo, apareció una especie de privatización de la guerra, convertida en un negocio que incluye la virtual legitimización del mercenarismo.
Como en una feria comercial, con amplia publicidad, grandes empresas de los países aliados de Estados Unidos comprometidos con la invasión y que de alguna manera formaban parte de la "coalición" agresora, participaron en licitaciones anticipadas para la reconstrucción de lo que todavía no había sido destruido, escenificando la primera destrucción de un país por encargo.
Como parte de un juego macabro y altamente rentable, las fuerzas armadas norteamericanas subarrendaron a entidades privadas operaciones de seguridad y mantenimiento del orden. De hecho, parte de la guerra, probablemente la más sucia se libra por operadores privados.
Asociándose a las transnacionales, al Complejo Militar Industrial, a los magnates de las finanzas, con un Congreso complaciente que actúa a merced de lobbistas, otorgando una tras otros todas las partidas solicitadas por el Pentágono y el presidente, Bush y Cheney, han inventado un capitalismo sin riesgos que ahora, cuando las cosas no marchan bien, recibe compensaciones por setecientos mil millones dólares. En todas partes los errores se pagan, en Estados Unidos se cobran: ¡A que precios!
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TeleSUR - Venezuela/06/10/2008
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