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Hay dos puertas de entrada a la educación y la socialización de la vida humana: la familia y la escuela. De la familia heredamos o no el sentido de la acogida y de la autoconfianza (de la madre), y el sentido de los límites y la percepción de valores éticos (del padre). La escuela, además de transmitir informaciones, se propone el objetivo de crear las condiciones para la formación de personas autónomas, con competencia para plasmar el propio destino y para aprender a convivir como ciudadanos participativos. En esta perspectiva, la educación se centraba en el ser humano y en la sociedad.
Ese propósito correcto es hoy insuficiente. Desde que irrumpió el paradigma ecológico, nos hemos concientizado del hecho de que todos somos ecodependientes. No podemos vivir sin el medio ambiente –con sus ecosistemas– que incluido el ser humano forman el medio ambiente entero. Somos un eslabón de la comunidad biótica. La humanidad no está frente a la naturaleza, ni por encima de ella, como su dueña, sino dentro de ella como parte integrante y esencial. Participamos de una comunidad de intereses con los demás seres vivos que comparten con nosotros la biosfera. El interés común básico es mantener las condiciones para la continuidad de la vida y de la propia Tierra, considerada como un superorganismo vivo, Gaia.
El hecho nuevo, hasta hace poco ausente de la conciencia colectiva de la gran mayoría y también de los científicos, es que todo el sistema de vida corre peligro. Es consecuencia de la civilización productivista/consumista/materialista que ha predominado en los últimos siglos, hoy globalizada. Ella hizo que la Tierra perdiese su frágil equilibrio y su capacidad de autorregeneración. Tenemos que impedir que Gaia entre en un proceso de caos, buscando a través de él un nuevo equilibrio, pero a costa de grandes sacrificios ecológicos, como la desaparición de millares de especies, cataclismos, sequías, inundaciones, inseguridad alimentaria de vastas proporciones y, eventualmente, la desaparición de un número incalculable de seres humanos.
A partir de ahora, la educación debe incluir inaplazablemente las cuatro grandes tendencias de la ecología: la ambiental, la social, la mental y la integral o profunda (aquella que discute nuestro lugar en la naturaleza y nuestra inserción en todo el entramado de las energías cósmicas). Entre los educadores ambientales se impone cada vez más esta perspectiva: educar para el arte de vivir en armonía con la naturaleza, y proponerse repartir equitativamente con los demás seres los recursos de la cultura y del desarrollo sostenible.
Necesitamos estar conscientes de que no se trata solamente de introducir correcciones al sistema que creó la actual crisis ecológica, sino de educar para su transformación. Esto implica superar la visión reduccionista y mecanicista imperante todavía y asumir la cultura de la complejidad. Ésta nos permite ver las interrelaciones del mundo vivo y las ecodependencias del ser humano. Tal verificación exige tratar las cuestiones ambientales de forma global e integrada.
De este tipo de educación se deriva la dimensión ética de responsabilidad y de cuidado por el futuro común de la Tierra y de la humanidad. Nos hace descubrir al ser humano como el cuidador del jardín del Edén que es nuestra Casa Común y el guardián de todos los seres. La democracia además de ser sin fin, como lo quiere con razón Boaventura de Souza Santos, será también una “democracia socioecológica”. Junto a la ciudadanía (que viene de ciudad) estará la florestanía (que viene de floresta), ensayada por el gobierno petista (PT) en el Estado de Acre, Brasil. Ser humano y naturaleza se pertenecen mutuamente y, juntos, deben construir un camino de convivencia no destructiva.
Hay dos puertas de entrada a la educación y la socialización de la vida humana: la familia y la escuela. De la familia heredamos o no el sentido de la acogida y de la autoconfianza (de la madre), y el sentido de los límites y la percepción de valores éticos (del padre). La escuela, además de transmitir informaciones, se propone el objetivo de crear las condiciones para la formación de personas autónomas, con competencia para plasmar el propio destino y para aprender a convivir como ciudadanos participativos. En esta perspectiva, la educación se centraba en el ser humano y en la sociedad.
Ese propósito correcto es hoy insuficiente. Desde que irrumpió el paradigma ecológico, nos hemos concientizado del hecho de que todos somos ecodependientes. No podemos vivir sin el medio ambiente –con sus ecosistemas– que incluido el ser humano forman el medio ambiente entero. Somos un eslabón de la comunidad biótica. La humanidad no está frente a la naturaleza, ni por encima de ella, como su dueña, sino dentro de ella como parte integrante y esencial. Participamos de una comunidad de intereses con los demás seres vivos que comparten con nosotros la biosfera. El interés común básico es mantener las condiciones para la continuidad de la vida y de la propia Tierra, considerada como un superorganismo vivo, Gaia.
El hecho nuevo, hasta hace poco ausente de la conciencia colectiva de la gran mayoría y también de los científicos, es que todo el sistema de vida corre peligro. Es consecuencia de la civilización productivista/consumista/materialista que ha predominado en los últimos siglos, hoy globalizada. Ella hizo que la Tierra perdiese su frágil equilibrio y su capacidad de autorregeneración. Tenemos que impedir que Gaia entre en un proceso de caos, buscando a través de él un nuevo equilibrio, pero a costa de grandes sacrificios ecológicos, como la desaparición de millares de especies, cataclismos, sequías, inundaciones, inseguridad alimentaria de vastas proporciones y, eventualmente, la desaparición de un número incalculable de seres humanos.
A partir de ahora, la educación debe incluir inaplazablemente las cuatro grandes tendencias de la ecología: la ambiental, la social, la mental y la integral o profunda (aquella que discute nuestro lugar en la naturaleza y nuestra inserción en todo el entramado de las energías cósmicas). Entre los educadores ambientales se impone cada vez más esta perspectiva: educar para el arte de vivir en armonía con la naturaleza, y proponerse repartir equitativamente con los demás seres los recursos de la cultura y del desarrollo sostenible.
Necesitamos estar conscientes de que no se trata solamente de introducir correcciones al sistema que creó la actual crisis ecológica, sino de educar para su transformación. Esto implica superar la visión reduccionista y mecanicista imperante todavía y asumir la cultura de la complejidad. Ésta nos permite ver las interrelaciones del mundo vivo y las ecodependencias del ser humano. Tal verificación exige tratar las cuestiones ambientales de forma global e integrada.
De este tipo de educación se deriva la dimensión ética de responsabilidad y de cuidado por el futuro común de la Tierra y de la humanidad. Nos hace descubrir al ser humano como el cuidador del jardín del Edén que es nuestra Casa Común y el guardián de todos los seres. La democracia además de ser sin fin, como lo quiere con razón Boaventura de Souza Santos, será también una “democracia socioecológica”. Junto a la ciudadanía (que viene de ciudad) estará la florestanía (que viene de floresta), ensayada por el gobierno petista (PT) en el Estado de Acre, Brasil. Ser humano y naturaleza se pertenecen mutuamente y, juntos, deben construir un camino de convivencia no destructiva.
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LQSomos. Leonardo Boff. Abril de 2008
LQSomos. Leonardo Boff. Abril de 2008
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LQSomos/26/04/2008