Por Juan Gelman
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El 24 de marzo se cumplió una década de la intervención de la OTAN y EE.UU. en la antigua Yugoslavia: 11 semanas de bombardeos implacables que dejaron un saldo de 2500 civiles muertos y numerosos heridos (www.news.bbc.co.uk, 24-3-09). La justificación de esta violación de la soberanía yugoslava: el genocidio de la minoría kosovar-albanesa de Serbia a manos del ejército y la policía del gobierno y la obligación moral de ponerle fin. William Cohen, entonces jefe del Pentágono de Clinton, habló de 100.000 asesinados como consecuencia de esa “limpieza étnica” (The Washington Post, 16-5-99), Hillary Clinton prácticamente obligó a su marido a participar en el ataque y hasta Susan Sontag sumó su voz a la de los neoconservadores: “Es complicado, pero no tan complicado. Existe algo que se llama guerra justa” (The New York Times Review, 2-5-99).
Todo avanza con el tiempo, pero el tiempo –en este caso– fue haciendo retroceder la cifra a 50.000 víctimas primero, a 25.000 después, luego a 15.000, para estacionarse finalmente en menos de 8000 civiles y miembros de las fuerzas de seguridad. Esto es repudiable, pero no alcanza la categoría de genocidio. La máquina de desinformación fue poderosa y hay quienes creen todavía que lo hubo. Pasó lo mismo con las presuntas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein: bajo el manto de esa mentira, EE.UU. invadió Irak y es incontable la cifra de civiles iraquíes que han pasado a mejor vida desde entonces.
Las grandes potencias se dan “el lujo” de invadir a las otras con débiles pretextos aplicando el famoso principio que Hitler explicó en el capítulo 10 de Mein Kampf: “En una mentira grande siempre hay una cierta fuerza de credibilidad, porque tocando los estratos profundos de la naturaleza emocional de las masas, se las corrompe más fácilmente que por la vía consciente o voluntaria; así, vista la simpleza primitiva de sus mentes, se convierten con rapidez en víctimas de una gran mentira, más que de una pequeña... Nunca les pasará por la cabeza el fabricar mentiras colosales y no creerán que otros puedan tener la impudicia de distorsionar la verdad de manera tan vil”. Goebbels adensó el concepto: “La verdad es el mayor enemigo del Estado”.
Lincoln dijo alguna vez que se puede engañar a un pueblo por un tiempo, pero no a todo un pueblo todo el tiempo. Hay, sin duda, conciencia de esta sí que verdad y las injerencias militares en países extranjeros se abrigan hoy con un lenguaje que haría las delicias de George Orwell: se convirtieron en “el derecho a la intervención humanitaria”. En el 2005, la 60ª Asamblea General de las Naciones Unidas aclamó la moción canadiense de crear la Comisión Internacional sobre la Intervención y la Soberanía del Estado (Iciss, por sus siglas en inglés) que estableció la doctrina de “la responsabilidad de proteger”, asentada en el principio de que los Estados soberanos “tienen la responsabilidad de proteger a sus ciudadanos de catástrofes evitables, pero cuando no pueden o no quieren hacerlo, la responsabilidad debe trasladarse a la amplia comunidad de los Estados” (www.iciss.ca).
El viejo colonialismo era más franco: iba directamente al grano, es decir, al oro y la plata, a las especias, a la captura de esclavos. Se asiste a otro retroceso de la posmodernidad.
La llamada obligación moral de proteger a pueblos desamparados cobijó el desmembramiento de Serbia, la creación del protectorado de Kosovo y finalmente su independencia en el 2008. Quienes criticaron esas decisiones fueron acusados de preocuparse por las “minucias legales” de la soberanía de los Estados más que por el sufrimiento humano. Rusia aprendió sin demoras la lección impartida por Occidente: poco después, reconoció la independencia de Osetia del Sur y Abjasia, territorios reclamados por Georgia, y calificó este hecho de intervención humanitaria para frenar la campaña de limpieza étnica orquestada por el gobierno de Tiflis. La hipocresía de las grandes potencias macula la bandera de los derechos humanos.
Los medios y gobiernos occidentales presentaron al Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) –que el Departamento de Estado había antes incluido en su lista de grupos terroristas– como una respetable organización nacionalista que defendía y defiende los derechos de los kosovar-albaneses. Diez años después, el tráfico de drogas y la trata de blancas aparecen irremisiblemente cuando se habla de Kosovo. El crimen organizado ha financiado y financia al ELK con la aprobación de EE.UU. y aliados: en los archivos policiales de media Europa hay constancia de los lazos del ELK con los sindicatos narcos de Albania, Turquía y de la Unión Europea (The Times, 24-3-99), otra de las redes que la CIA utiliza para reunir fondos destinados a sus operaciones encubiertas. ¿Será ésta la moral subyacente del muy moral “derecho a la intervención humanitaria”?
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El 24 de marzo se cumplió una década de la intervención de la OTAN y EE.UU. en la antigua Yugoslavia: 11 semanas de bombardeos implacables que dejaron un saldo de 2500 civiles muertos y numerosos heridos (www.news.bbc.co.uk, 24-3-09). La justificación de esta violación de la soberanía yugoslava: el genocidio de la minoría kosovar-albanesa de Serbia a manos del ejército y la policía del gobierno y la obligación moral de ponerle fin. William Cohen, entonces jefe del Pentágono de Clinton, habló de 100.000 asesinados como consecuencia de esa “limpieza étnica” (The Washington Post, 16-5-99), Hillary Clinton prácticamente obligó a su marido a participar en el ataque y hasta Susan Sontag sumó su voz a la de los neoconservadores: “Es complicado, pero no tan complicado. Existe algo que se llama guerra justa” (The New York Times Review, 2-5-99).
Todo avanza con el tiempo, pero el tiempo –en este caso– fue haciendo retroceder la cifra a 50.000 víctimas primero, a 25.000 después, luego a 15.000, para estacionarse finalmente en menos de 8000 civiles y miembros de las fuerzas de seguridad. Esto es repudiable, pero no alcanza la categoría de genocidio. La máquina de desinformación fue poderosa y hay quienes creen todavía que lo hubo. Pasó lo mismo con las presuntas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein: bajo el manto de esa mentira, EE.UU. invadió Irak y es incontable la cifra de civiles iraquíes que han pasado a mejor vida desde entonces.
Las grandes potencias se dan “el lujo” de invadir a las otras con débiles pretextos aplicando el famoso principio que Hitler explicó en el capítulo 10 de Mein Kampf: “En una mentira grande siempre hay una cierta fuerza de credibilidad, porque tocando los estratos profundos de la naturaleza emocional de las masas, se las corrompe más fácilmente que por la vía consciente o voluntaria; así, vista la simpleza primitiva de sus mentes, se convierten con rapidez en víctimas de una gran mentira, más que de una pequeña... Nunca les pasará por la cabeza el fabricar mentiras colosales y no creerán que otros puedan tener la impudicia de distorsionar la verdad de manera tan vil”. Goebbels adensó el concepto: “La verdad es el mayor enemigo del Estado”.
Lincoln dijo alguna vez que se puede engañar a un pueblo por un tiempo, pero no a todo un pueblo todo el tiempo. Hay, sin duda, conciencia de esta sí que verdad y las injerencias militares en países extranjeros se abrigan hoy con un lenguaje que haría las delicias de George Orwell: se convirtieron en “el derecho a la intervención humanitaria”. En el 2005, la 60ª Asamblea General de las Naciones Unidas aclamó la moción canadiense de crear la Comisión Internacional sobre la Intervención y la Soberanía del Estado (Iciss, por sus siglas en inglés) que estableció la doctrina de “la responsabilidad de proteger”, asentada en el principio de que los Estados soberanos “tienen la responsabilidad de proteger a sus ciudadanos de catástrofes evitables, pero cuando no pueden o no quieren hacerlo, la responsabilidad debe trasladarse a la amplia comunidad de los Estados” (www.iciss.ca).
El viejo colonialismo era más franco: iba directamente al grano, es decir, al oro y la plata, a las especias, a la captura de esclavos. Se asiste a otro retroceso de la posmodernidad.
La llamada obligación moral de proteger a pueblos desamparados cobijó el desmembramiento de Serbia, la creación del protectorado de Kosovo y finalmente su independencia en el 2008. Quienes criticaron esas decisiones fueron acusados de preocuparse por las “minucias legales” de la soberanía de los Estados más que por el sufrimiento humano. Rusia aprendió sin demoras la lección impartida por Occidente: poco después, reconoció la independencia de Osetia del Sur y Abjasia, territorios reclamados por Georgia, y calificó este hecho de intervención humanitaria para frenar la campaña de limpieza étnica orquestada por el gobierno de Tiflis. La hipocresía de las grandes potencias macula la bandera de los derechos humanos.
Los medios y gobiernos occidentales presentaron al Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) –que el Departamento de Estado había antes incluido en su lista de grupos terroristas– como una respetable organización nacionalista que defendía y defiende los derechos de los kosovar-albaneses. Diez años después, el tráfico de drogas y la trata de blancas aparecen irremisiblemente cuando se habla de Kosovo. El crimen organizado ha financiado y financia al ELK con la aprobación de EE.UU. y aliados: en los archivos policiales de media Europa hay constancia de los lazos del ELK con los sindicatos narcos de Albania, Turquía y de la Unión Europea (The Times, 24-3-99), otra de las redes que la CIA utiliza para reunir fondos destinados a sus operaciones encubiertas. ¿Será ésta la moral subyacente del muy moral “derecho a la intervención humanitaria”?
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Página/12 Web - Argentina/29/03/2009
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