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Desde hace días tenemos una nueva razón para tener miedo: la gripe porcina. Nuestros enemigos ya no son los pollos sino los cerdos, esos inocentes animales de los cuales se aprovecha todo menos, por lo visto, sus virus. No se trata, por supuesto, de trivializar el peligro de esta nueva gripe, grave para algunos afectados y preocupante para todos. Es razonable que los poderes públicos tomen precauciones y establezcan normas que pueden resultar tan necesarias como molestas. Pero quizás se pueda aprovechar la ocasión para sacar algunas conclusiones sobre un sentimiento que está en la base de nuestra civilización: el miedo.
Los viejos epicúreos decían que los temores y los deseos son enemigos de la felicidad. Y razonaban más o menos así: el bien y el mal –el placer y el dolor– están en la sensación. Pero ni temores ni deseos son sensaciones. Y, por lo tanto, si los eliminamos, o los reducimos al mínimo, estaremos dispuestos a gozar de todos los bienes que se nos ofrezcan sin enturbiarlos por el deseo de bienes mayores ni por el temor de perderlos. En particular, el miedo a la muerte es un temor absurdo: cuando estamos vivos no sufrimos la muerte y cuando estamos muertos tampoco. La muerte no es nada, por lo tanto, ni para los vivos ni para los muertos. ¿Por qué entonces la tememos? Porque conservamos el deseo irracional de la inmortalidad; si nos reconciliáramos con nuestra finitud, estaríamos siempre preparados para recibir la felicidad que el presente nos ofrece y que muchas veces dejamos pasar de largo, pendientes de un futuro que todavía no existe.
Un discurso tan sobrado de razones como carente de todo poder de convicción. Porque Epicuro olvida que lo que distingue la vida humana de la animal es precisamente su capacidad de actualizar el futuro (tanto como el pasado). Por eso los miedos y los deseos, que habitan en el futuro, tienen un papel determinante en nuestras vidas.
Una cultura del miedo es necesariamente conservadora. El miedo paraliza o provoca reacciones histéricas y agresiones inútiles, pero nunca es capaz de generar conductas creativas. Una persona aterrada suele sentirse inclinada a seguir los pasos de quien le prometa eliminar el peligro que le acecha, dejar que otros piensen y decidan por ella, consagrando así la vieja alianza del miedo y la obediencia. Y, en cualquier caso, tiende a evitar cualquier cambio, ya que teme que una nueva situación le obligue a enfrentarse con nuevas amenazas, siempre peores en su imaginación que aquellas cuyo rostro ya conoce.
Las razones del miedo han proliferado en los últimos años. Mucho antes de la gripe porcina, el sida auguró un terrible castigo para nuestras conductas licenciosas, el efecto 2000 iba a provocar una crisis informática universal, descontrol de misiles nucleares incluido, las vacas locas nos convertirían a todos en descerebrados, el humo del tabaco asfixiaría el planeta entero, la llegada del euro provocaría innumerables efectos perversos en nuestras economías, la gripe aviar convertiría en temible enemiga a la más inocente de las palomas, el calentamiento global inundaría ciudades enteras y, por supuesto y ante todo, las huestes de Bin Laden –y, ya puestos, el mundo islámico en su conjunto– dominarían nuestra Europa. Peligros de especies muy diversas, y algunos de ellos reales y francamente preocupantes, pero que tienen en común la parálisis que genera su anuncio: poco podemos hacer individualmente para conjurarlos, ante lo cual se nos invita a delegar nuestras decisiones en manos de quienes tienen el poder de gestionarlos.
Y ahora, al temor que provoca la gripe se une el pánico por la crisis de la economía globalizada. Poco importa que, por el momento, sus víctimas sean sólo quienes perdieron su empleo o sus medios de vida, mientras que los demás reciben de esta crisis (insisto, por el momento) algunos beneficios, como la disminución del importe de su hipoteca o la moderación de la inflación. La crisis es, en efecto, de consecuencias devastadoras para quienes han perdido o disminuido sus ingresos, especialmente para los inmigrantes que no tienen un colchón familiar que amortigüe su caída. Y estos son muchos. Pero el terror de quienes siguen cobrando normalmente su salario (es decir, la mayoría de la población) no se basa en hechos, sino en un miedo difuso ante un futuro acerca del cual sospecho que nadie sabe gran cosa.
La función social de este temor generalizado es evidente: se está ayudando con enormes cantidades de dinero público a los mismos que provocaron la crisis, bancos y entidades financieras. Nuestro dinero se utiliza para avalar sus deudas y sanear sus finanzas, sin exigirles a cambio casi ninguna contrapartida. ¿Serían tolerables estas decisiones si no estuviéramos paralizados por un difuso temor a que todo podría ser peor sin conceder estas ayudas? Con una disminución del miedo ambiente quizás se podría discutir, por ejemplo, si ha llegado el momento de extender la democracia al mundo financiero, encomendando su gestión a representantes elegidos y controlados por los ciudadanos, en lugar de dejarla en manos de anónimos despachos que toman sus decisiones con una impunidad casi total. Pero ya sabemos que la esencia del miedo es conservadora: el ciudadano aterrado ante borrosos peligros no está dispuesto a internarse en aventuras que pongan en cuestión una seguridad de la que aún disfruta pese a las amenazas futuras.
Creo que un repaso de la moral epicúrea no nos vendría mal en estos momentos. Quizás podríamos, si no eliminar los miedos y los deseos, al menos elegirlos por nuestra propia cuenta. Y tal vez descubriríamos que no tienen por qué coincidir con los que nos están proponiendo.
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*Augusto Klappenbach es filosofo y escritor.
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Ilustración de Jordi Duró.
Desde hace días tenemos una nueva razón para tener miedo: la gripe porcina. Nuestros enemigos ya no son los pollos sino los cerdos, esos inocentes animales de los cuales se aprovecha todo menos, por lo visto, sus virus. No se trata, por supuesto, de trivializar el peligro de esta nueva gripe, grave para algunos afectados y preocupante para todos. Es razonable que los poderes públicos tomen precauciones y establezcan normas que pueden resultar tan necesarias como molestas. Pero quizás se pueda aprovechar la ocasión para sacar algunas conclusiones sobre un sentimiento que está en la base de nuestra civilización: el miedo.
Los viejos epicúreos decían que los temores y los deseos son enemigos de la felicidad. Y razonaban más o menos así: el bien y el mal –el placer y el dolor– están en la sensación. Pero ni temores ni deseos son sensaciones. Y, por lo tanto, si los eliminamos, o los reducimos al mínimo, estaremos dispuestos a gozar de todos los bienes que se nos ofrezcan sin enturbiarlos por el deseo de bienes mayores ni por el temor de perderlos. En particular, el miedo a la muerte es un temor absurdo: cuando estamos vivos no sufrimos la muerte y cuando estamos muertos tampoco. La muerte no es nada, por lo tanto, ni para los vivos ni para los muertos. ¿Por qué entonces la tememos? Porque conservamos el deseo irracional de la inmortalidad; si nos reconciliáramos con nuestra finitud, estaríamos siempre preparados para recibir la felicidad que el presente nos ofrece y que muchas veces dejamos pasar de largo, pendientes de un futuro que todavía no existe.
Un discurso tan sobrado de razones como carente de todo poder de convicción. Porque Epicuro olvida que lo que distingue la vida humana de la animal es precisamente su capacidad de actualizar el futuro (tanto como el pasado). Por eso los miedos y los deseos, que habitan en el futuro, tienen un papel determinante en nuestras vidas.
Una cultura del miedo es necesariamente conservadora. El miedo paraliza o provoca reacciones histéricas y agresiones inútiles, pero nunca es capaz de generar conductas creativas. Una persona aterrada suele sentirse inclinada a seguir los pasos de quien le prometa eliminar el peligro que le acecha, dejar que otros piensen y decidan por ella, consagrando así la vieja alianza del miedo y la obediencia. Y, en cualquier caso, tiende a evitar cualquier cambio, ya que teme que una nueva situación le obligue a enfrentarse con nuevas amenazas, siempre peores en su imaginación que aquellas cuyo rostro ya conoce.
Las razones del miedo han proliferado en los últimos años. Mucho antes de la gripe porcina, el sida auguró un terrible castigo para nuestras conductas licenciosas, el efecto 2000 iba a provocar una crisis informática universal, descontrol de misiles nucleares incluido, las vacas locas nos convertirían a todos en descerebrados, el humo del tabaco asfixiaría el planeta entero, la llegada del euro provocaría innumerables efectos perversos en nuestras economías, la gripe aviar convertiría en temible enemiga a la más inocente de las palomas, el calentamiento global inundaría ciudades enteras y, por supuesto y ante todo, las huestes de Bin Laden –y, ya puestos, el mundo islámico en su conjunto– dominarían nuestra Europa. Peligros de especies muy diversas, y algunos de ellos reales y francamente preocupantes, pero que tienen en común la parálisis que genera su anuncio: poco podemos hacer individualmente para conjurarlos, ante lo cual se nos invita a delegar nuestras decisiones en manos de quienes tienen el poder de gestionarlos.
Y ahora, al temor que provoca la gripe se une el pánico por la crisis de la economía globalizada. Poco importa que, por el momento, sus víctimas sean sólo quienes perdieron su empleo o sus medios de vida, mientras que los demás reciben de esta crisis (insisto, por el momento) algunos beneficios, como la disminución del importe de su hipoteca o la moderación de la inflación. La crisis es, en efecto, de consecuencias devastadoras para quienes han perdido o disminuido sus ingresos, especialmente para los inmigrantes que no tienen un colchón familiar que amortigüe su caída. Y estos son muchos. Pero el terror de quienes siguen cobrando normalmente su salario (es decir, la mayoría de la población) no se basa en hechos, sino en un miedo difuso ante un futuro acerca del cual sospecho que nadie sabe gran cosa.
La función social de este temor generalizado es evidente: se está ayudando con enormes cantidades de dinero público a los mismos que provocaron la crisis, bancos y entidades financieras. Nuestro dinero se utiliza para avalar sus deudas y sanear sus finanzas, sin exigirles a cambio casi ninguna contrapartida. ¿Serían tolerables estas decisiones si no estuviéramos paralizados por un difuso temor a que todo podría ser peor sin conceder estas ayudas? Con una disminución del miedo ambiente quizás se podría discutir, por ejemplo, si ha llegado el momento de extender la democracia al mundo financiero, encomendando su gestión a representantes elegidos y controlados por los ciudadanos, en lugar de dejarla en manos de anónimos despachos que toman sus decisiones con una impunidad casi total. Pero ya sabemos que la esencia del miedo es conservadora: el ciudadano aterrado ante borrosos peligros no está dispuesto a internarse en aventuras que pongan en cuestión una seguridad de la que aún disfruta pese a las amenazas futuras.
Creo que un repaso de la moral epicúrea no nos vendría mal en estos momentos. Quizás podríamos, si no eliminar los miedos y los deseos, al menos elegirlos por nuestra propia cuenta. Y tal vez descubriríamos que no tienen por qué coincidir con los que nos están proponiendo.
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*Augusto Klappenbach es filosofo y escritor.
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Ilustración de Jordi Duró.
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Público - España/17/05/2009
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