Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
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UNO Empieza así: hay un niño tirado en el suelo de sus vacaciones de invierno o de sus vacaciones de verano. Mira al techo sin mirar nada. “Estoy aburrido”, gime y suspira. Se pone de pie, camina unos pasos, se sienta y no llega a decir “Ya no estoy aburrido” o “Estoy divertido” porque no hay tiempo para eso, no hay tiempo para nada, no hay tiempo que perder si lo que se quiere es ponerse a perder el tiempo. No ha pasado más de un segundo entre un estado y otro. Así, el aburrimiento nace muerto. No tiene tiempo de crecer y de madurar y de saber en qué se convertirá o en qué podría haberse convertido. Ya no hay tiempo para el tiempo muerto, dicen.
DOS Pero, en realidad, es tiempo vivo. Y yo me acuerdo perfectamente de cómo era: de pronto, el mundo parecía cambiar de marcha, convertirse en una película en cámara lenta, sin actores ni público. No había nada que hacer: y uno flotaba en una suerte de ámbar espeso, en una gelatina de minutos y de horas. El mundo que nos rodeaba parecía haberse acostado a dormir una siesta con los ojos abiertos en la que las ovejas se negaban a saltar esa valla y nos miraban con ojos bovinos y bobalicones. Lo siento como si fuera ayer y aquí mismo a pesar de las decenas de años y los miles de kilómetros –el aburrimiento no tiene tiempo ni espacio– y, habiendo alcanzado las cimas de la más laxa de las agonías, recuerdo que, de golpe, algo ocurría. Y ese algo era que algo se me ocurría. A mí y nada más que a mí. Y entonces percibía cómo el aburrimiento se retiraba con un bostezo resignado, se abría o se alzaba como un telón y –supongo, nunca lo intenté– una sensación similar a la de arrancarles una chispa a dos piedras. Y la velocidad era otra y yo me erguía fortalecido y caminaba seguro hacia un libro, un tocadiscos, un block de dibujo, una caja con Legos, un patio, un cuaderno, una calle. Yo había sobrevivido –una vez más y, por suerte, no sería la última– al aburrimiento. Yo tenía toda la vida por delante, todo ese tiempo tan vivo.
TRES Días atrás leí en El País un largo artículo de María Antonia Sánchez-Vallejo titulado “La vida sin tiempos muertos” y con una larga bajada donde se consignaba: “El ocio se ha convertido en un espacio tan ocupado como el laboral en el que no se deja cabida al aburrimiento / El exceso de actividades de los niños merma la actividad y la reflexión”. Y –advertencia– ésta no es otra contratapa en contra de Internet y sus alrededores pero, bueno, parece ser que el aburrimiento del siglo XXI ha cambiado de polaridad. Antes –en infancias unplugged o apenas a pilas– los niños se aburrían porque no tenían nada que hacer. Ahora, parece, se aburren porque la oferta electrificada es demasiada, los desborda, no saben qué elegir y así el aburrimiento –en lugar de ser la tierra baldía pero tan fértil donde podía llegar a florecer la flor más carnívora de las ocurrencias– se ha transformado en algo demasiado parecido al estrés. El aburrimiento es tan breve que ni siquiera hay tiempo para experimentar la maravilla de entrar en el aburrimiento y salir del aburrimiento. El aburrimiento se ha convertido en una especie de aparentemente divertida Zona Fantasma donde ya no hay nadie que sepa abrir la puerta para ir a jugar.
CUATRO En el artículo, una psicoterapeuta y profesora de Psicología Clínica Infantil y Adolescente de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid llamada Angustias Roldán (qué padres pueden llegar a ponerle un nombre así a su hija, me pregunto) defendía el aburrimiento con un “Es bueno porque estimula la creatividad; ayuda al niño a observar, a reflexionar, a imaginar, a crear. Antes nos inventábamos juegos con un palo y unas piedras; ahora, en cambio, todo está pautado y el margen de creatividad es mínimo. Además, la sobrecarga de actividades también favorece el aburrimiento. El tiempo muerto es un espacio en el que el niño aprende a estar consigo mismo, así gana autonomía y no depende tanto de cosas externas, como horarios o actividades impuestas, o de los mayores”.
El otro día vi por televisión un documental sobre la comunicación adolescente a través de las redes sociales on line. Facebook & Co. Y ahí, en la pantalla, una chica proclamaba a los cuatro vientos, orgullosa, que tenía 2500 amigos “a los que no conozco”. La música de fondo utilizada por los realizadores del programa era esa canción de Roberto Carlos. Aquella que dice “Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder chatear...”
CINCO Uno de mis libros favoritos se llama Quotes y recopila las opiniones el J. G. Ballard. El escritor inglés estaba a favor de Internet pero advertía: “Ahora vivimos rodeados por tecnologías invisibles y por cambios secretos en nuestra psicología. Los cambios que tuvieron lugar durante los años ’60 estaban ahí afuera, eran cambios frontales. Los que están teniendo lugar ahora son mucho más difíciles de leer y, también, mucho más radicales... La experiencia humana parece estar, silenciosamente, mudándose a otro planeta... Yo estoy esperando el surgimiento de una nueva religión exclusiva de la red en la que la gente se sentará frente a sus monitores como si se trataran de confesionarios y adorará a otro dios invisible”.
Y, sí, la religión es el ocio de los pueblos y la diversión de los internautas, quienes creen todo lo que ahí se les predica, incluyendo la posibilidad de acceder a un paraíso virtual sin necesidad de morirse. Y ser otros. Ser como siempre se quiso ser en un abrir y cerrar de ojos de mouse.
Qué divertido.
SEIS La semana pasada –lo recuerdo perfectamente– me aburrí varias veces. Durante una de ellas encendí el televisor y me puse a ver el funeral de Michael Jackson. Todos cantaban, todos lloraban, todos se abrazaban. Y yo ahí tirado, sintiendo cómo era contagiado por el virus del aburrimiento. Cuando junté fuerzas suficientes me arrastré hasta un diccionario de citas, lo abrí por las páginas dedicadas a Aburrimiento y allí leí una graciosa frase de Brian Eno: “Recuerden: el tedio es el mensaje”.
Después, enseguida, me puse a escribir estas líneas que espero no hayan sido muy aburridas. O, mejor, ojalá que sí lo hayan sido. Ahora –a ver qué hacen, es el turno de ustedes– ya están adentro, a ver cómo salen.
Y no olvidarlo nunca: el problema no es estar aburrido, lo que no tiene solución es ser aburrido.
Desde Barcelona
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UNO Empieza así: hay un niño tirado en el suelo de sus vacaciones de invierno o de sus vacaciones de verano. Mira al techo sin mirar nada. “Estoy aburrido”, gime y suspira. Se pone de pie, camina unos pasos, se sienta y no llega a decir “Ya no estoy aburrido” o “Estoy divertido” porque no hay tiempo para eso, no hay tiempo para nada, no hay tiempo que perder si lo que se quiere es ponerse a perder el tiempo. No ha pasado más de un segundo entre un estado y otro. Así, el aburrimiento nace muerto. No tiene tiempo de crecer y de madurar y de saber en qué se convertirá o en qué podría haberse convertido. Ya no hay tiempo para el tiempo muerto, dicen.
DOS Pero, en realidad, es tiempo vivo. Y yo me acuerdo perfectamente de cómo era: de pronto, el mundo parecía cambiar de marcha, convertirse en una película en cámara lenta, sin actores ni público. No había nada que hacer: y uno flotaba en una suerte de ámbar espeso, en una gelatina de minutos y de horas. El mundo que nos rodeaba parecía haberse acostado a dormir una siesta con los ojos abiertos en la que las ovejas se negaban a saltar esa valla y nos miraban con ojos bovinos y bobalicones. Lo siento como si fuera ayer y aquí mismo a pesar de las decenas de años y los miles de kilómetros –el aburrimiento no tiene tiempo ni espacio– y, habiendo alcanzado las cimas de la más laxa de las agonías, recuerdo que, de golpe, algo ocurría. Y ese algo era que algo se me ocurría. A mí y nada más que a mí. Y entonces percibía cómo el aburrimiento se retiraba con un bostezo resignado, se abría o se alzaba como un telón y –supongo, nunca lo intenté– una sensación similar a la de arrancarles una chispa a dos piedras. Y la velocidad era otra y yo me erguía fortalecido y caminaba seguro hacia un libro, un tocadiscos, un block de dibujo, una caja con Legos, un patio, un cuaderno, una calle. Yo había sobrevivido –una vez más y, por suerte, no sería la última– al aburrimiento. Yo tenía toda la vida por delante, todo ese tiempo tan vivo.
TRES Días atrás leí en El País un largo artículo de María Antonia Sánchez-Vallejo titulado “La vida sin tiempos muertos” y con una larga bajada donde se consignaba: “El ocio se ha convertido en un espacio tan ocupado como el laboral en el que no se deja cabida al aburrimiento / El exceso de actividades de los niños merma la actividad y la reflexión”. Y –advertencia– ésta no es otra contratapa en contra de Internet y sus alrededores pero, bueno, parece ser que el aburrimiento del siglo XXI ha cambiado de polaridad. Antes –en infancias unplugged o apenas a pilas– los niños se aburrían porque no tenían nada que hacer. Ahora, parece, se aburren porque la oferta electrificada es demasiada, los desborda, no saben qué elegir y así el aburrimiento –en lugar de ser la tierra baldía pero tan fértil donde podía llegar a florecer la flor más carnívora de las ocurrencias– se ha transformado en algo demasiado parecido al estrés. El aburrimiento es tan breve que ni siquiera hay tiempo para experimentar la maravilla de entrar en el aburrimiento y salir del aburrimiento. El aburrimiento se ha convertido en una especie de aparentemente divertida Zona Fantasma donde ya no hay nadie que sepa abrir la puerta para ir a jugar.
CUATRO En el artículo, una psicoterapeuta y profesora de Psicología Clínica Infantil y Adolescente de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid llamada Angustias Roldán (qué padres pueden llegar a ponerle un nombre así a su hija, me pregunto) defendía el aburrimiento con un “Es bueno porque estimula la creatividad; ayuda al niño a observar, a reflexionar, a imaginar, a crear. Antes nos inventábamos juegos con un palo y unas piedras; ahora, en cambio, todo está pautado y el margen de creatividad es mínimo. Además, la sobrecarga de actividades también favorece el aburrimiento. El tiempo muerto es un espacio en el que el niño aprende a estar consigo mismo, así gana autonomía y no depende tanto de cosas externas, como horarios o actividades impuestas, o de los mayores”.
El otro día vi por televisión un documental sobre la comunicación adolescente a través de las redes sociales on line. Facebook & Co. Y ahí, en la pantalla, una chica proclamaba a los cuatro vientos, orgullosa, que tenía 2500 amigos “a los que no conozco”. La música de fondo utilizada por los realizadores del programa era esa canción de Roberto Carlos. Aquella que dice “Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder chatear...”
CINCO Uno de mis libros favoritos se llama Quotes y recopila las opiniones el J. G. Ballard. El escritor inglés estaba a favor de Internet pero advertía: “Ahora vivimos rodeados por tecnologías invisibles y por cambios secretos en nuestra psicología. Los cambios que tuvieron lugar durante los años ’60 estaban ahí afuera, eran cambios frontales. Los que están teniendo lugar ahora son mucho más difíciles de leer y, también, mucho más radicales... La experiencia humana parece estar, silenciosamente, mudándose a otro planeta... Yo estoy esperando el surgimiento de una nueva religión exclusiva de la red en la que la gente se sentará frente a sus monitores como si se trataran de confesionarios y adorará a otro dios invisible”.
Y, sí, la religión es el ocio de los pueblos y la diversión de los internautas, quienes creen todo lo que ahí se les predica, incluyendo la posibilidad de acceder a un paraíso virtual sin necesidad de morirse. Y ser otros. Ser como siempre se quiso ser en un abrir y cerrar de ojos de mouse.
Qué divertido.
SEIS La semana pasada –lo recuerdo perfectamente– me aburrí varias veces. Durante una de ellas encendí el televisor y me puse a ver el funeral de Michael Jackson. Todos cantaban, todos lloraban, todos se abrazaban. Y yo ahí tirado, sintiendo cómo era contagiado por el virus del aburrimiento. Cuando junté fuerzas suficientes me arrastré hasta un diccionario de citas, lo abrí por las páginas dedicadas a Aburrimiento y allí leí una graciosa frase de Brian Eno: “Recuerden: el tedio es el mensaje”.
Después, enseguida, me puse a escribir estas líneas que espero no hayan sido muy aburridas. O, mejor, ojalá que sí lo hayan sido. Ahora –a ver qué hacen, es el turno de ustedes– ya están adentro, a ver cómo salen.
Y no olvidarlo nunca: el problema no es estar aburrido, lo que no tiene solución es ser aburrido.
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Página/12 - Argentina/14/07/2009
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