La cobardía de un país de parados
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Con la miseria en los bolsillos, la impotencia en las manos, la desesperanza en la mirada y en los labios, el silencio. Así vamos los que sólo formamos parte de una estadística, la de la derrota, la del hambre y también, es necesario admitirlo, la de la cobardía. Somos los parados, una legión inmensa y creciente de hombres inexistentes para las empresas, una cifra que disimular para los gobernantes, para la oposición un argumento que esgrimir y para los sindicatos, para esos que aseguran que los trabajadores constituyen su razón de ser, que son su filosofía y los protagonistas de su declaración de principios, lo cierto es que no somos absolutamente nada más allá de unas cuantas cuotas de afiliación cuyo pago hay que vigilar y una disculpa para existir.
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Con la miseria en los bolsillos, la impotencia en las manos, la desesperanza en la mirada y en los labios, el silencio. Así vamos los que sólo formamos parte de una estadística, la de la derrota, la del hambre y también, es necesario admitirlo, la de la cobardía. Somos los parados, una legión inmensa y creciente de hombres inexistentes para las empresas, una cifra que disimular para los gobernantes, para la oposición un argumento que esgrimir y para los sindicatos, para esos que aseguran que los trabajadores constituyen su razón de ser, que son su filosofía y los protagonistas de su declaración de principios, lo cierto es que no somos absolutamente nada más allá de unas cuantas cuotas de afiliación cuyo pago hay que vigilar y una disculpa para existir.
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Una quinta parte de la población rebuscamos entre los desperdicios del Estado los restos con los que mitigar nuestra necesidad, recibimos - y no siempre - las migajas piadosas de unos presupuestos fabulosos y sin embargo, seguimos caminando con la cerviz doblada y la rebeldía agostada, resignados, conformistas, convencidos de que están haciendo por nosotros cuanto pueden los mismos que nos arrojaron a este agujero donde se asientan los cimientos sobre los que edifican sus fastuosas fortunas y su poder ilimitado.
Pero los adoquines siguen en su sitio en las calles, los cristales de las suntuosas guaridas en las que permanecen a salvo nuestros explotadores continúan intactos, las barricadas sólo las hemos levantado entre nosotros y nuestra dignidad, no hay gritos, no hay hogueras, no hay muchedumbres enfurecidas ni líderes que las conduzcan, tan sólo existe un gigantesco rebaño de borregos enmudecidos, con hielo en las venas y la pusilanimidad por ideario.
Sin embargo, por encima de tan degradante sometimiento, todavía más despreciable que la apatía de los ciudadanos, es la decencia prostituida de los grandes sindicatos, verdaderas meretrices al servicio del proxenetismo estatal, capaces de vender su cuerpo - los trabajadores en activo y aquellos que han sido arrojados a la calle - a cambio de magníficas prebendas económicas. Es tan sencillo para ellos, basta con ensayar la pose mediática, aparentar confrontación con el Estado, regalarnos unos cuantos titulares más o menos impactantes y después cenar los dos juntos lejos de las cámaras, recoger el cheque del gobierno y moviendo el rabito agradecidos, con la promesa de ladrar pero de no morder, brindar por el consenso social.
¿Son esos Ministerios corruptos y camuflados los encargados de proteger nuestros derechos?, ¿de verdad confiamos en que sean ellos los agentes que logren detener esta sangría incesante y que se rompan la cara por nosotros?. Supongo que a estas alturas de la tragedia son muy pocos los que esperan algo de un sindicalismo heroico que sólo pervive en las declaraciones a los medios de comunicación. No, ya no pueden hacer nada, se deben a su amo, compraron bienestar a cambio de libertad, aceptaron ser esposados de pies y manos con grilletes de oro y ahora, ni quieren ni son capaces de dar marcha atrás. No van a cambiar la comodidad de sus despachos ni los desorbitados pluses de sus nóminas, por la batalla en las calles y la honestidad en sus actos.
Y así seguimos, incapaces de organizarnos, acaso sin voluntad para hacerlo porque nos hemos convertido en seres adocenados aunque la tierra se esté abriendo bajo nuestros pies y los de nuestros hijos. Razones existen para una revuelta de inmensas proporciones y teniendo en cuenta que la desesperación se cuenta por millones, esa marcha por recuperar lo que nos ha sido robado y se nos niega cada día sería imparable, nada ni nadie podría detener a tantos hombres reclamando justicia y la solución a una situación de la que somos las víctimas y no los culpables, no lo olvidemos. Su hipocresía, su ambición, sus artimañas embusteras y sus falsas promesas, de nada les servirían ante un Pueblo unido por la razón y por la dignidad. Pero eso es una utopía y ellos lo saben. Nuestro temor y egoísmo son sus únicas armas, ¡pero son tan poderosas!
¿En qué nos hemos convertido?, no somos más que marionetas desvencijadas en el suelo, nos está devorando la carcoma y todavía, serviles y domesticados, tenemos una sonrisa para los que nos dejaron caer y para aquellos que deberían de recogernos y no lo hacen. A unos y a otros les seguimos creyendo y aunque no sea así, no nos queda ni un resto de valentía ni de coraje para hacerles frente y poner fin a esta condena a la que hemos sido sentenciados sin cargos. Ellos son pocos pero es tanto el miedo que les tenemos, que más que reírse de lo que nos roban, lo hacen de nuestra cobardía.
Me pregunto cómo nos juzgarán nuestros hijos, qué pensarán de nosotros viéndonos soportar estoicos la degradación que otros nos imponen. Y más severos serán cuando conozcan la historia, porque si nuestros mayores supieron salir a las calles y defender su condición de hombres libres cuando se supieron sometidos, nosotros nos hemos convertido en unos esclavos amilanados y acomodaticios a la miseria en la que nos debatimos. Nos basta un poco de fútbol, algo de realitys y unas cuantas noticias que alimenten el morbo, para no movernos del sofá mientras nos despojan de todo aquello que nos pertenece. Somos un País de cobardes, además de uno de parados.
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Una quinta parte de la población rebuscamos entre los desperdicios del Estado los restos con los que mitigar nuestra necesidad, recibimos - y no siempre - las migajas piadosas de unos presupuestos fabulosos y sin embargo, seguimos caminando con la cerviz doblada y la rebeldía agostada, resignados, conformistas, convencidos de que están haciendo por nosotros cuanto pueden los mismos que nos arrojaron a este agujero donde se asientan los cimientos sobre los que edifican sus fastuosas fortunas y su poder ilimitado.
Pero los adoquines siguen en su sitio en las calles, los cristales de las suntuosas guaridas en las que permanecen a salvo nuestros explotadores continúan intactos, las barricadas sólo las hemos levantado entre nosotros y nuestra dignidad, no hay gritos, no hay hogueras, no hay muchedumbres enfurecidas ni líderes que las conduzcan, tan sólo existe un gigantesco rebaño de borregos enmudecidos, con hielo en las venas y la pusilanimidad por ideario.
Sin embargo, por encima de tan degradante sometimiento, todavía más despreciable que la apatía de los ciudadanos, es la decencia prostituida de los grandes sindicatos, verdaderas meretrices al servicio del proxenetismo estatal, capaces de vender su cuerpo - los trabajadores en activo y aquellos que han sido arrojados a la calle - a cambio de magníficas prebendas económicas. Es tan sencillo para ellos, basta con ensayar la pose mediática, aparentar confrontación con el Estado, regalarnos unos cuantos titulares más o menos impactantes y después cenar los dos juntos lejos de las cámaras, recoger el cheque del gobierno y moviendo el rabito agradecidos, con la promesa de ladrar pero de no morder, brindar por el consenso social.
¿Son esos Ministerios corruptos y camuflados los encargados de proteger nuestros derechos?, ¿de verdad confiamos en que sean ellos los agentes que logren detener esta sangría incesante y que se rompan la cara por nosotros?. Supongo que a estas alturas de la tragedia son muy pocos los que esperan algo de un sindicalismo heroico que sólo pervive en las declaraciones a los medios de comunicación. No, ya no pueden hacer nada, se deben a su amo, compraron bienestar a cambio de libertad, aceptaron ser esposados de pies y manos con grilletes de oro y ahora, ni quieren ni son capaces de dar marcha atrás. No van a cambiar la comodidad de sus despachos ni los desorbitados pluses de sus nóminas, por la batalla en las calles y la honestidad en sus actos.
Y así seguimos, incapaces de organizarnos, acaso sin voluntad para hacerlo porque nos hemos convertido en seres adocenados aunque la tierra se esté abriendo bajo nuestros pies y los de nuestros hijos. Razones existen para una revuelta de inmensas proporciones y teniendo en cuenta que la desesperación se cuenta por millones, esa marcha por recuperar lo que nos ha sido robado y se nos niega cada día sería imparable, nada ni nadie podría detener a tantos hombres reclamando justicia y la solución a una situación de la que somos las víctimas y no los culpables, no lo olvidemos. Su hipocresía, su ambición, sus artimañas embusteras y sus falsas promesas, de nada les servirían ante un Pueblo unido por la razón y por la dignidad. Pero eso es una utopía y ellos lo saben. Nuestro temor y egoísmo son sus únicas armas, ¡pero son tan poderosas!
¿En qué nos hemos convertido?, no somos más que marionetas desvencijadas en el suelo, nos está devorando la carcoma y todavía, serviles y domesticados, tenemos una sonrisa para los que nos dejaron caer y para aquellos que deberían de recogernos y no lo hacen. A unos y a otros les seguimos creyendo y aunque no sea así, no nos queda ni un resto de valentía ni de coraje para hacerles frente y poner fin a esta condena a la que hemos sido sentenciados sin cargos. Ellos son pocos pero es tanto el miedo que les tenemos, que más que reírse de lo que nos roban, lo hacen de nuestra cobardía.
Me pregunto cómo nos juzgarán nuestros hijos, qué pensarán de nosotros viéndonos soportar estoicos la degradación que otros nos imponen. Y más severos serán cuando conozcan la historia, porque si nuestros mayores supieron salir a las calles y defender su condición de hombres libres cuando se supieron sometidos, nosotros nos hemos convertido en unos esclavos amilanados y acomodaticios a la miseria en la que nos debatimos. Nos basta un poco de fútbol, algo de realitys y unas cuantas noticias que alimenten el morbo, para no movernos del sofá mientras nos despojan de todo aquello que nos pertenece. Somos un País de cobardes, además de uno de parados.
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LQSomos. Julio Ortega Fraile. Agosto de 2009.
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LQomos/03/08/2009
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