Por Ha-Joon Chang.
Facultad de Ciencias Económicas y Ciencias Políticas Universidad de Cambridge
Un aspecto central del discurso neoliberal sobre la mundialización o «globalización» es la afirmación de que el libre comercio, más que la libre circulación del capital y el trabajo, es la clave de la prosperidad general. Incluso muchos autores que no son entusiastas respecto de todos los aspectos de la mundialización —desde el economista teórico del libre comercio Jagdish Bhagwati que aboga por controles de capital, hasta algunas organizaciones no gubernamentales que acusan a los países desarrollados de no abrir sus mercados agrícolas— parecen estar de acuerdo en que el libre comercio es el elemento más benigno —o, al menos, el menos problemático— del progreso hacia una economía mundializada.
Parte de la convicción de la conveniencia del libre comercio de los partidarios de la mundialización proviene de la creencia de que la teoría económica ha establecido irrefutablemente la superioridad del libre comercio. O, bueno… casi, ya que hay algunos modelos formales que muestran que el libre comercio puede no ser lo mejor (pero incluso los que han ideado esos modelos, como Paul Krugman, argüirán que la liberalización del comercio es la mejor política porque es casi seguro que las políticas comerciales intervencionistas sufrirán abusos por parte de los políticos). Sin embargo, incluso más poderosa es su creencia de que la historia está de su parte, por decirlo de alguna manera. Al fin y al cabo, preguntan los partidarios del libre comercio, ¿no fue mediante el libre comercio como todos los países desarrollados se hicieron ricos? ¿Qué estarán pensando los países en desarrollo —se preguntan— que rechazan adoptar esa receta probada y demostrada para el desarrollo económico?
Un examen más atento de la historia del capitalismo revela sin embargo una historia muy distinta (Chang, 2002). Como mostrará este trabajo, cuando eran países en desarrollo, prácticamente ninguno de los países hoy desarrollados practicaba el libre comercio (ni una política industrial de liberalización como contrapartida doméstica) sino que promovía sus industrias nacionales mediante aranceles, tasas aduaneras, subsidios y otras medidas. La mayor brecha entre la historia «real» y la historia «imaginaria» de la política comercial es la que se refiere a Gran Bretaña y EE. UU., que son considerados países que alcanzaron la cima de la jerarquía económica mundial adoptando políticas de libre comercio cuando otros países bregaban aún con políticas mercantilistas obsoletas. Como veremos con cierto detalle en este trabajo, en sus estadios iniciales de desarrollo esos dos países fueron de hecho los pioneros y, a menudo, los más ardientes practicantes de medidas comerciales intervencionistas y políticas industriales.
En este trabajo se desmitifica el libre comercio desde una perspectiva histórica y se muestra la urgente necesidad de un replanteamiento global de ciertas ideas clave de la «sabiduría convencional» en el debate sobre las políticas comerciales y, más en general, sobre la mundialización.
2. Lo que falta en la «historia oficial del capitalismo»
La «historia oficial del capitalismo», de la que parte el debate actual sobre la política comercial, el desarrollo económico y la mundialización, es algo así como lo siguiente.
Desde el siglo XVIII Gran Bretaña demostró la superioridad de la política de libre comercio derrotando a la Francia intervencionista, su principal competidor en aquel momento, y estableciéndose como máxima potencia económica mundial.
Especialmente una vez que hubo abandonado el deplorable proteccionismo agrícola (las leyes cerealeras) y otros restos de las viejas medidas mercantilistas de proteccionismo en 1864, fue capaz de asumir la función de arquitecto y figura hegemónica de un nuevo orden económico mundial «liberal». Este orden mundial liberal o liberalizado, que hacia 1870 alcanzó un notable grado de perfección, estaba basado en las políticas industriales de laissez faire en el interior, en la supresión de barreras al flujo internacional de bienes, capital y trabajo, y en la estabilidad macroeconómica, tanto nacional como internacional, garantizada por el patrón oro y el principio del equilibrio presupuestario. A todo ello siguió una época de prosperidad sin precedentes.
Lamentablemente, según esta versión de la historia, las cosas comenzaron a torcerse con la primera guerra mundial. En respuesta a la inestabilidad subsiguiente del sistema económico y político mundial los países comenzaron otra vez a levantar barreras al comercio. En 1930 también los EE. UU. abandonaron el libre comercio y establecieron barreras comerciales como el infame Arancel Smoot-Hawley, que el famoso teórico del libre comercio Jagdish Bhagwati llamó «el acto más visible y llamativo de locura anticomercial» (Bhagwati, 1985, p. 22, nota 10). El sistema mundial de libre comercio acabó finalmente en 1932, cuando Gran Bretaña, hasta entonces campeona del libre cambio, sucumbió a la tentación y reintrodujo los aranceles. La contracción y la inestabilidad de la economía mundial resultantes y luego la segunda guerra mundial destruyeron los últimos restos del primer orden liberal mundial.
Después de la segunda guerra mundial, sigue la historia, hubo algunos progresos significativos en la liberalización del comercio mediante las primeras conversaciones del GATT (General Agreement on Trade and Tariffs, Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio). Desgraciadamente, sin embargo, los enfoques dirigistas de la gestión económica dominaron en las esferas de decisión política hasta la década de los años setenta en el mundo desarrollado y hasta comienzos de los ochenta en el mundo en desarrollo (y en el mundo comunista hasta su colapso en 1989).
Afortunadamente, se nos dice, las políticas intervencionistas han sido en gran medida abandonadas a lo ancho y largo del mundo desde los años ochenta con el ascenso del neoliberalismo, que hace hincapié en las virtudes de un gobierno reducido, las políticas de no intervención y la apertura internacional. Especialmente en el mundo en desarrollo a finales de los años setenta el crecimiento económico había empezado a flaquear en la mayor parte de los países excepto Asia oriental y el Sudeste asiático, que ya estaban siguiendo políticas «buenas» (de libre mercado y libre comercio). Este fallo de crecimiento que a menudo se manifestó en las crisis económicas de comienzos de los años ochenta expuso las limitaciones del intervencionismo y el proteccionismo de viejo cuño. La consecuencia ha sido que la mayor parte de los países en desarrollo se embarquen en reformas de sus políticas en sentido neoliberal.
Combinadas con el establecimiento de nuevas instituciones de gobernación y regulación representadas por la Organización Mundial del Comercio (OMC), estos cambios de políticas a nivel nacional han creado un nuevo orden económico mundial solo comparable en su prosperidad (al menos potencial) a la previa «edad de oro» del liberalismo (1870-1914). Renato Ruggiero, el primer Director General de la OMC, arguye así que gracias a este nuevo orden económico mundial existe ahora «el potencial para erradicar la pobreza mundial en las fases iniciales del próximo siglo [XXI], una noción utópica incluso hace pocas décadas, pero una posibilidad que hoy es real» (Ruggiero 1998, p. 131).
Como veremos más adelante, esta historia describe un cuadro que en lo fundamental desorienta, aunque no por ello sea menos poderoso. Y hay que aceptar que tiene cierto sentido decir que el final del siglo XIX puede describirse como una era de laissez faire.
Ciertamente hubo un periodo a finales del siglo XIX que, aunque corto, se caracterizo por el predominio de regímenes comerciales liberalizados en grandes sectores de la economía mundial. Entre 1860 y 1880 muchos países europeos redujeron sus aranceles sustancialmente. Al mismo tiempo, la mayor parte del resto del mundo tuvo que practicar el libre comercio a la fuerza por el colonialismo y los tratados en condiciones de desigualdad en el caso de unos pocos países formalmente independientes, como los países latinoamericanos, China, Tailandia (la antigua Siam), Irán (Persia), Turquía (el Imperio Otomano de entonces) e, incluso, el Japón hasta 1911. Por supuesto, la excepción era EE. UU., país que mantenía tarifas muy altas incluso durante esta época. Sin embargo, dado que EE. UU. era entonces solo una pequeña parte de la economía mundial, tiene cierto fundamento decir que esa fue la época más cercana al libre comercio que se ha alcanzado en toda la historia.
Más importante es, sin embargo, que antes de la primera guerra mundial el alcance de la intervención de los estados era bastante limitado si se compara con estándares modernos. Los estados tenían capacidades presupuestarias limitadas por la inexistencia de impuestos sobre la renta en la mayor parte de los países y el dominio de la doctrina del equilibrio presupuestario.3 También tenían una capacidad limitada para aplicar políticas monetarias, por carecer muchos de ellos de banco central y por la vigencia del patrón oro que limitaba en gran medida el margen de los gobiernos para aplicar políticas.4 También era limitado su control de recursos de inversión, ya que los Estados era propietarios o reguladores de escasas instituciones financieras o empresas industriales. Una consecuencia quizás paradójica de todas esas limitaciones es que la protección arancelaria era en el siglo XIX mucho más importante como instrumento de política que en nuestra era.
A pesar de estas limitaciones, como veremos, prácticamente todos los países que hoy son países desarrollados —o países hoy desarrollados (a partir de aquí PHD)— aplicaron activamente políticas comerciales intervencionistas e industriales dirigidas a promover —y no solo «proteger», hay que dejarlo claro— las industrias nacientes durante el periodo de despegue.5
3. Historia de las políticas comerciales e industriales de los países hoy desarrollados
3.1. Gran Bretaña
Siendo Gran Bretaña la cuna de las modernas doctrinas de laissez faire y el único país que puede proclamar haber practicado el libre comercio absoluto al menos en un momento de la historia, muy a menudo se considera que su desarrollo tuvo lugar sin intervención estatal significativa. En realidad, la verdad es muy distinta.
Cuando Gran Bretaña entró en su etapa posfeudal (siglos XIII y XIV), su economía estaba relativamente atrasada, basada en exportaciones de lana en bruto y, en menor medida, tejidos de lana de poco valor añadido, a los Países Bajos, entonces más avanzados (Ramsay, 1982, p. 59; Davies, 1999, p. 348). Se considera que Eduardo III (1312-1377) fue el primer rey que tomó medidas deliberadas para desarrollar las manufacturas locales de tejidos de lana. Solo vestía ropas hechas en Inglaterra para dar ejemplo, trajo tejedores de Flandes, centralizó el comercio de la lana y prohibió las importaciones de tejidos de lana (Davies, 1999, p. 349; Davis, 1966, p. 281).6
La dinastía de los Tudor dió mayor ímpetu a esas políticas. El famoso comerciante y político Daniel Defoe, autor de la novela Robinson Crusoe, describe estas políticas en su obra ahora casi olvidada, A Plan of the English Commerce («Un comercial de Inglaterra», 1728). Defoe describe con cierto detalle cómo los monarcas de la dinastía Tudor, sobre todo Enrique VII (1485-1509), transformaron Inglaterra de un país exportador de lana bruta a un formidable fabricante mundial de productos laneros (Defoe 1728, pp. 81-101). Según Defoe, en 1489 Enrique VII puso en marcha medidas para promover las manufacturas laneras, enviando misiones reales para determinar localizaciones apropiadas para las manufacturas de lana, trayendo trabajadores calificados de los Países Bajos, aumentando los aranceles a las exportaciones de lana bruta y prohibiendo incluso temporalmente la exportación de lana bruta (más detalles en Ramsay, 1982).
Por razones obvias es difícil establecer la importancia exacta de estas medidas de promoción de las industrias incipientes. Sin embargo, sin estas medidas hubiera sido difícil para Gran Bretaña tener su éxito inicial en la industrialización, sin el cual su revolución industrial hubiera sido prácticamente imposible.
Sin embargo, el hecho más importante en el desarrollo industrial de Inglaterra fue la reforma introducida en 1721 por Robert Walpole, Primer Ministro durante el reinado de Jorge I (1660-1727). Antes de esta fecha las políticas del gobierno británico estaban en general dirigidas a lograr posibilidades de comercio y generar recursos fiscales para el gobierno. Incluso la promoción de las manufacturas laneras estaba en parte motivada por consideraciones de recaudación fiscal. Por el contrario, las políticas introducidas a partir de 1721 estaban deliberadamente dirigidas a promover las industrias manufactureras. Al presentar la nueva ley mediante el discurso real ante el Parlamento, Walpole declaró que «es evidente que nada contribuye tanto a la promoción del bienestar público como la exportación de productos manufacturados y la importación de materias primas extranjeras» (citado en List, 1885, p. 40).
La legislación de 1721 y los cambios de políticas que se implementaron más tarde incluyeron las siguientes medidas (detalles en Brisco, 1907, pp. 131-3, p. 148-55, pp. 169-71; McCusker, 1996, p. 358; Davis, 1966, pp. 313-4). En primer lugar, se redujeron los aranceles sobre las materias primas usadas en las manufacturas e incluso fueron eliminados del todo. En segundo lugar, se aumentaron las devoluciones de impuestos aduaneros a las materias primas importadas para fabricar manufacturas exportadas. En tercer lugar, se abolieron los impuestos a la exportación de la mayor parte de las manufacturas. En cuarto lugar, se elevaron los aranceles a las importaciones de productos extranjeros manufacturados. En quinto lugar, se ampliaron los subsidios a la exportación (llamados entonces bounties, o sea «primas» u «obsequios») a más productos, como los tejidos de seda y la pólvora, y se aumentaron los subsidios a la exportación de velas de navegación y azúcar refinado.
En sexto lugar, se introdujeron regulaciones para controlar la calidad de los productos manufacturados, especialmente los textiles, para que los fabricantes faltos de escrúpulos no dañaran la reputación de los productos británicos en los mercados extranjeros. Lo que es muy interesante es que estas políticas y los principios que las inspiraban eran misteriosamente similares a las aplicadas por países como Japón, Corea y Taiwán en la posguerra (véase más adelante).
A pesar de que su ventaja tecnológica sobre otros países continuaba aumentando, Gran Bretaña siguió sus políticas de promoción industrial hasta mediados del siglo XIX. Las tarifas británicas sobre los productos manufacturados seguían siendo muy altas incluso en la década 1820-1830, dos generaciones después del comienzo de la Revolución Industrial inglesa.
Sin embargo, hacia el final de las guerras napoleónicas, en 1815, los fabricantes cada vez tenían más confianza en el mercado y la presión para liberalizar el comercio aumentó. Hubo un recorte sustancial de tarifas en 1833, pero el cambio sustancial tuvo lugar en 1846, cuando se derogaron las leyes cerealeras y se abolieron los aranceles sobre muchos productos manufacturados (Bairoch, 1993, pp. 20-1).
La derogación de las leyes cerealeras suele verse hoy como la victoria final de la doctrina económica liberal clásica sobre el necio mercantilismo. No hay que subestimar el papel de la teoría económica en este cambio de política, pero probablemente es mejor entenderlo como un acto de «imperialismo librecambista» (free trade imperialism, el término es de Gallagher y Robinson, 1953), dirigido a «bloquear el proceso de industrialización en el continente aumentando el mercado para los productos agrícolas y las materias primas» (Kindleberger, 1978, p. 196). De hecho, así era como lo veían muchos líderes de la campaña para derogar las leyes cerealeras, por el ejemplo el político Robert Cobden, y John Bowring, de la Cámara de Comercio (Kindleberger, 1975, Reinert 1998).7 La visión de Cobden queda claramente expuesta en este pasaje: Seguro que el sistema fabril no se hubiera desarrollado en América y Alemania. Seguro que no habría florecido tampoco, como lo ha hecho, en esos estados y en Francia, Bélgica y Suiza, sin el acicate del botín que la comida cara del artesano británico ha ofrecido al trabajador alimentado barato de las manufacturas de esos países (The Political Writings of Richard Cobden, 1868, William Ridgeway, Londres, vol. 1, p. 150; citado en Reinert, 1998, p. 292).
Aunque la derogación de las leyes cerealeras pudo tener un valor simbólico, la abolición de la mayor parte de los aranceles tuvo lugar a partir de 1860. Sin embargo, la era del libre comercio no duró mucho. Terminó cuando Gran Bretaña reconoció finalmente que había perdido su predominio manufacturero y reintrodujo los aranceles a gran escala en 1932 (Bairoch, 1993, pp. 27-28).
Así, contrariamente a lo que suele creerse, el predominio tecnológico británico que permitió pasar al libre comercio fue conseguido «bajo la protección de aranceles duraderos y sustanciales» (Bairoch, 1993, p. 46). Y, por esa razón, Friedrich List, el economista alemán del siglo XXI al que a menudo se presenta como padre de la moderna teoría de la «industria incipiente» (erróneamente, véase la sección 3.2 más adelante), escribió lo siguiente.
Una vez que se ha alcanzado la cima de la gloria, es una argucia muy común darle una patada a la escalera por la que se ha subido, privando así a otros de la posibilidad de subir detrás. Aquí está el secreto de la doctrina cosmopolítica de Adam Smith y de las tendencias cosmopolíticas de su gran contemporáneo William Pitt, así como de todos sus sucesores en las administraciones del gobierno británico.
Para cualquier nación que, por medio de aranceles proteccionistas y restricciones a la navegación, haya elevado su poder industrial y su capacidad de transporte marítimo hasta tal grado de desarrollo que ninguna otra nación pueda sostener una libre competencia con ella, nada será más sabio que eliminar esa escalera por la que subió a las alturas y predicar a otras naciones los beneficios del libre comercio, declarando en tono penitente que siempre estuvo equivocada vagando en la senda de la perdición, mientras que ahora, por primera vez, ha descubierto la senda de la verdad (List, 1885, pp. 295-6, cursivas añadidas, HJC).
3.2. Estados Unidos
Hemos visto que Gran Bretaña fue el primer país que usó con éxito una estrategia proteccionista de la industria naciente. Sin embargo, el más ardiente practicante de esta política fue Estados Unidos, país al que el eminente historiador económico Paul Bairoch llamó «el país madre y el bastión del proteccionismo moderno» (Bairoch, 1993, p. 30). Es interesante que esto sea raramente reconocido en las publicaciones modernas, sobre todo las que proceden de EE. UU.8 Sin embargo, la importancia de la protección de la industria incipiente en EE. UU. es indudable.
Desde los primeros días de la colonización la protección de la industria fue un tema controvertido en el territorio de lo que luego serían los EE. UU. De entrada, Gran Bretaña no quería industrializar las colonias y puso en marcha políticas a tal efecto (como prohibir las manufacturas de alto valor añadido). En el momento de la independencia los intereses agrarios del sur se oponían a cualquier proteccionismo, mientras que los intereses de las manufacturas del norte, representados entre otros por Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de los EE. UU. (1789-95), estaban a favor del proteccionismo.
Fue de hecho Alexander Hamilton en su Reports of the Secretary of the Treasury on the Subject of Manufactures («Informes del Secretario del Tesoro sobre el Asunto de las Manufacturas», 1791), y no el economista alemán Friedrich List, como a menudo se piensa, quien presentó sistemáticamente por primera vez la defensa de la industria naciente (Corden, 1974, cap. 8; Reinert, 1996). De hecho, List comenzó siendo un librecambista partidario de la libre comercio y solo se convirtió a la defensa de la industria incipiente tras su exilio en EE. UU. (1825-1830) (Henderson, 1983, Reinert, 1998). Muchos intelectuales y políticos estadounidenses de la época de crecimiento económico acelerado de los EE. UU. entendieron claramente que la teoría del libre comercio promovida por los economistas clásicos británicos no era apropiada para su país. De hecho, los estadounidenses estaban protegiendo su industria contra los consejos de grandes economistas como Adam Smith y Jean Baptiste Say.9
En sus Reports , Hamilton afirmó que la competencia foránea y «la fuerza de la costumbre» harían que en los EE. UU no se iniciarían nuevas industrias que pronto podrían ser internacionalmente competitivas («industrias nacientes»),10 a menos el gobierno garantizara las potenciales pérdidas iniciales (Dorfman y Tugwell, 1960, pp. 31-2; Conkin, 1980, pp. 176-7). Esa ayuda, decía Hamilton, podría ser en forma de tasas a la importación o, en raros casos, prohibición de las importaciones (Dorfman y Tugwell, 1960, p. 32). Hamilton también pensaba que los aranceles sobre materias primas debían ser generalmente bajos (p. 32). El argumento es muy semejante al de Walpole (que se presentó en la sección 3.1), lo que no pasó desapercibido para los contemporáneos, especialmente los enemigos políticos de Hamilton en América (Elkins y McKitrick, 1993, p. 19).11
Inicialmente EE. UU. no tenía un sistema arancelario federal, pero cuando el congreso adquirió el poder para imponer impuestos, pasó una ley liberal de derecho de aduana (1789) que impuso un arancel del 5% sobre todas las importaciones, con ciertas excepciones (Garraty y Carnes, 2000, pp. 139-40, p. 153; Bairoch, 1993, p. 33).
Y a pesar de los Reports de Hamilton, entre 1792 y la guerra con Gran Bretaña en 1812, el nivel arancelario promedio siguió alrededor del 12,5%, aunque durante la guerra todos los aranceles se doblaron para suplir fondos para los gastos gubernamentales aumentados por la guerra (p. 210).
Hubo un cambio significativo de política en 1816, cuando se introdujo una nueva ley para mantener el nivel de los aranceles en cifras similares a las de tiempos bélicos, con especial protección para los productos de las manufacturas algodoneras, laneras y metalúrgicas (Garraty y Carnes, 2000, p. 210; Cochran y Miller, 1942, pp. 15-6). Entre 1816 y el final de la segunda guerra mundial, el nivel de los aranceles estadounidenses para importaciones de productos manufacturados era uno de los más altos del mundo. Dado que el país disfrutaba de un grado excepcionalmente elevado de protección «natural» por los altos costes de transporte, al menos hasta la década 1870-1880, puede decirse que las industrias estadounidenses fueron las más protegidas del mundo hasta 1945.
Incluso el Arancel Smoot-Hawley de 1930, que Bhagwati pinta en el pasaje citado como una ruptura radical con una posición histórica de libre comercio, solo aumentó marginalmente (si acaso) el grado de proteccionismo de la economía estadounidense. Como muestran los datos, el arancel promedio resultante de esa ley fue 48%, cifra que está en el intervalo de aranceles promedios aplicados por EE. UU. desde la Guerra Civil, aunque sea en la región superior de dicho intervalo.
Solo en relación con el breve interludio «liberal» de 1913-1929 puede interpretarse la tarifa de 1930 como un fortalecimiento del proteccionismo que, de todas formas, tampoco fue exagerado (de un 37% en 1925 a un 48% en 1931).
En este contexto es importante hacer notar que en la Guerra Civil Americana los aranceles fueron tan importantes, si no más, que la esclavitud. De los dos problemas clave que dividían al Norte y al Sur, el Sur tenía mucho más que perder en el frente arancelario que en el frente esclavista. Abraham Lincoln era un proteccionista famoso curtido en política bajo el carismático político Henry Clay, del Whig Party, que favorecía un sistema basado en el desarrollo de las infraestructuras y el proteccionismo, el llamado «sistema americano» (así denominado para indicar que el libre comercio era «británico», por ser favorable a Gran Bretaña) (Luthin, 1944, pp. 610-1; Frayssé, 1986, pp. 99-100). Además, Lincoln pensaba que los negros eran racialmente inferiores y consideraba que la emancipación de los esclavos era una propuesta idealista que no tenía ninguna posibilidad de ser puesta en práctica de inmediato (Garraty y Carnes, 2000, pp. 391-2; Foner, 1998, p. 92). Se dice que la emancipación de los esclavos de 1862 fue simplemente una jugada estratégica de Lincoln para ganar la guerra, sin que partiera de ninguna convicción moral (Garraty y Carnes, 2000, p. 405).12 EE. UU. liberalizó su comercio y comenzó a ser campeón de la causa del libre comercio tras la segunda guerra mundial (aunque no tan inequívocamente como lo había hecho Gran Bretaña a mediados del siglo XIX), cuando su supremacía industrial era indisputable, probando una vez más que List tenía razón en su metáfora de la «patada a la escalera».13 La cita siguiente, de Ulysses Grant, héroe de la Guerra Civil y presidente de EE. UU. de 1868 a 1876, muestra claramente que los estadounidenses no se hacían ilusiones sobre la patada a la escalera del lado británico y del suyo propio: Durante siglos Inglaterra confió en medidas de protección, las llevó al extremo y obtuvo resultados satisfactorios. No cabe duda de que a ese sistema debe su fortaleza actual. Tras dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el libre comercio porque la protección ya no tiene nada que ofrecer.
Muy bien, caballeros, mi conocimiento de nuestro país me lleva a pensar que en un par de siglos, cuando América haya obtenido todo lo posible de la protección, adoptará el libre comercio.14
Aunque pueda haber sido importante, la protección arancelaria no fue la única política aplicada por el gobierno estadounidense para promover el desarrollo económico del país durante su fase de despegue. Desde la década de 1830, si no antes, se promovió una extensa red de investigación agrícola cediendo tierra propiedad del gobierno a escuelas de agronomía y estableciendo institutos de investigación gubernamentales (Kozul-Wright, 1995, p. 100). En la segunda mitad del siglo XIX aumentaron las inversiones públicas en educación –en 1840 menos de la mitad del total de la inversión en educación era inversión pública, pero este porcentaje había aumentado casi a 80%— y se elevó el porcentaje de alfabetización a 94% en 1900 (p. 101, nota 37). También se impulsó el desarrollo de la infraestructura de transporte, especialmente mediante la cesión de tierra y la concesión de subsidios a las compañías de ferrocarriles (pp. 101-2).
Es también importante señalar que el papel del gobierno federal estadounidense en el desarrollo industrial ha sido significativo incluso en la posguerra, gracias al gran volumen de las adquisiciones en defensa y del gasto en investigación y desarrollo (I + D), que tiene enormes efectos de difusión (Shapiro y Taylor, 1990, p. 866; Owen, 1966, cap. 9; Mowery y Rosenberg, 1993).15 La participación del gobierno federal en el gasto total de I + D que era solo 16% en 1930 (Owen, 1966, pp. 149-50), se mantuvo en una proporción de entre la mitad y dos tercios en los años de la posguerra (Mowery y Rosenberg, 1993,). También hay que señalar el papel crítico de los Institutos Nacionales de Salud (NIH, National Institutes of Health, una institución del gobierno estadounidense) en el apoyo a la I +D de la industria farmacéutica y biotecnológica. Según fuentes de la misma asociación de la industria farmacéutica estadounidense (http://www.phrma.org/publications), solo 43% de la I +D farmacéutica es financiada por la misma industria, mientras que un 29% es financiado por los NIH.
3.3. Alemania
Hoy suele considerarse a Alemania como cuna de las medidas proteccionistas de la industria naciente, tanto en lo que hace a las teorías proteccionistas como en lo referente a las políticas mismas de protección. Sin embargo, desde el punto de vista histórico, la protección arancelaria tuvo realmente un papel mucho menor en el desarrollo económico de Alemania que en el del Reino Unido o los EE. UU.
La protección arancelaria para la industria en Prusia antes de la unión aduanera alemana de 1834, bajo liderazgo prusiano (Zollverein), y las medidas proteccionistas otorgadas posteriormente a la industria alemana en general fueron en general moderadas (Blackbourn, 1997, p. 117). En 1879, el Canciller de Alemania, Otto von Bismarck, introdujo un gran aumento de aranceles para fundamentar la alianza política entre los junkers (terratenientes) y los empresarios de la industria pesada, lo que se conoció entonces como «el matrimonio del hierro y el centeno». Sin embargo, incluso tras estas medidas la protección sustancial se otorgó tan solo a las industrias pesadas clave, especialmente la industria siderúrgica, y las medidas de protección a la industria permanecieron en general en niveles bajos (Blackbourn, 1997, p. 320). El nivel de protección de las manufacturas alemanas era uno de los menores entre países comparables a lo largo del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX.
La protección arancelaria relativamente escasa no significa sin embargo que el Estado alemán adoptara una actitud de laissez faire en lo que hace al desarrollo económico. Especialmente bajo Federico Guillermo I (1713-1740) y Federico el Grande (1740-1786), el Estado prusiano puso en marcha diversas medidas para promover nuevas industrias —especialmente textiles (lino sobre todo), metales, armamentos, porcelana, seda y azúcar refinado —mediante la concesión de derechos de monopolio, protección comercial, subsidios a la exportación, inversiones de capital y captación de trabajadores calificados en el exterior (Trebilcock, 1981, pp. 136-52).
Desde comienzos del siglo XIX, el estado prusiano también invirtió grandes cantidades en infraestructura, siendo el ejemplo más famoso la financiación gubernamental de la construcción de carreteras en el Ruhr (Milward y Saul, 1979, p. 417). También puso en marcha una reforma educativa que no solo creó nuevas escuelas y universidades, sino que reorientó la enseñanza desde la teología hacia la ciencia y la tecnología —en una época en la que estas ni siquiera se enseñaban en Oxford y Cambridge (Kindleberger, 1978, p. 191).16 La intervención del gobierno prusiano tuvo algunos efectos que frenaron el crecimiento, por ejemplo la oposición al desarrollo de la banca (Kindleberger, 1978, pp. 199-200). Sin embargo, globalmente, hay que estar de acuerdo con Milward y Saul (1979), que afirman que «para los países exitosos en el proceso de industrialización la actitud tomada por los gobiernos alemanes de comienzos del siglo XIX parecía mucho más cercana a la realidad económica que el modelo idealizado y a menudo simplificado de lo que había pasado en Gran Bretaña o Francia que les presentaban los economistas» (p. 418).
Tras la década 1840-1850, el desarrollo del sector privado conllevó una menor intrusión del Estado alemán en el desarrollo industrial (Trebilcock, 1981, p. 77). Sin embargo, esto no supuso una retirada del Estado, sino una transición de un papel directivo a un papel de orientación. Durante el Segundo Reich (1870 – 1914), hubo una erosión ulterior de la capacidad estatal y de su participación en el desarrollo industrial, aunque el Estado todavía jugaba un papel importante mediante su política de aranceles y de asociaciones de fabricantes (Tilly, 1996).
3.4. Francia
Igual que en caso alemán, también hay un mito duradero en lo que se refiere a la política económica francesa. Es la idea, propagada sobre todo por la opinión liberal británica, de que Francia ha sido siempre una economía con dirección estatalizada, una especia de antítesis del laissez faire británico. Esta caracterización puede ser válida para el periodo prerrevolucionario y la posguerra tras 1945, pero no para el resto de la historia del país.
La política económica francesa en el periodo prerrevolucionario, a menudo conocida como colbertismo —por Juan-Bautista Colbert (1619-1683), famoso ministro de finanzas bajo Luis XIV—, fue ciertamente intervencionista en grado sumo.
Así, por ejemplo, en el siglo XVIII el Estado francés intentó reclutar trabajadores calificados en Gran Bretaña y promovió el espionaje industrial.17
Sin embargo, la Revolución cambió drásticamente ese curso. Milward y Saul (1979) explican que la Revolución trajo consigo un cambio muy marcado en la política económica del gobierno francés, porque «la destrucción del absolutismo parecía conectada en las mentes de los revolucionarios con la introducción de un sistema más liberal» (p. 284). Especialmente tras la caída de Napoleón, el régimen de políticas de laissez faire quedó firmemente establecido y se mantuvo hasta la segunda guerra mundial.
Por ejemplo, contra la idea convencional que enfrenta la Gran Bretaña librecambista contra la Francia proteccionista durante el siglo XIX, Nye (1991) examina detalladamente los datos y concluye que «el régimen comercial de Francia era más liberal que el de Gran Bretaña a lo largo de la mayor parte del siglo XIX, incluso en el periodo 1840- 1860» (p. 25) [que son los años en los que suele situarse el inicio del libre comercio completo en Gran Bretaña]. Si se cuantifican el proteccionismo mediante la recaudación de aduanas expresada como porcentaje del valor neto de las importaciones (una medida estándar de proteccionismo usada sobre todo por historiadores), Francia fue siempre menos proteccionista que Gran Bretaña entre 1821 y 1875, especialmente hasta comienzo de la década de 1860.
Es interesante observar que la excepción parcial en este siglo y medio de «liberalismo» fue la Francia de Napoleón III (1848-1870), única época de dinamismo económico francés durante este periodo (Trebilcock, 1981, p. 184). Bajo Napoleón III, el Estado francés apoyó activamente el desarrollo de las infraestructuras y estableció diversas instituciones de investigación y desarrollo (Bury, 1964, cap. 4). También modernizó el sector financiero del país permitiendo la responsabilidad limitada para las inversiones en este sector y actuando como supervisor de las grandes instituciones financieras modernas (Cameron, 1953).
En el frente de la política comercial, Napoleón III firmó en 1860 el famoso tratado comercial anglofrancés Cobden-Chevalier, que fue el clarín del periodo de liberalismo comercial en el continente (1860-79) (más detalles en Kindleberger, 1975).
Sin embargo, el grado de proteccionismo en Francia era ya bastante bajo cuando se firmó el tratado (era realmente menor que en la Gran Bretaña de esos años) y, por lo tanto, el nivel de protección resultante era relativamente pequeño.
El tratado se dejó caducar en 1892 y muchos aranceles, especialmente los de los productos manufacturados, se incrementaron. Sin embargo, esto tuvo muy escasos efectos positivos de la clase que veremos en políticas de tipo similar en países como la Suecia de ese entonces (véase la sección 3.5 más adelante), porque tras ese aumento de aranceles no había una estrategia coherente de fortalecimiento industrial.18
Especialmente durante la III República, la actitud del gobierno francés hacia la política económica era casi tan laissez faire como la del gobierno británico, entonces campeón de libre comercio (Kuisel, 1981, pp. 12-3). Solamente después de la segunda guerra mundial la elite francesa se entusiasmó en la reorganización de su maquinaria estatal para tratar el problema del atraso industrial (relativo) del país. Durante ese periodo, especialmente hasta finales de los años sesenta, el Estado francés utilizó la planificación orientativa, las empresas publicas y lo que hoy se denomina no muy apropiadamente política industrial «estilo Este de Asia» para alcanzar a los demás países avanzados. El resultado fue que Francia asistió a una transformación estructural muy exitosa de su economía y finalmente sobrepasó a Gran Bretaña (véase Shonfield, 1965, y Hall, 1986).
3.5. Suecia
Suecia no entró a su modernidad con un régimen de libre comercio. Tras las guerras napoleónicas el gobierno sueco puso en vigor una ley arancelaria intensamente proteccionista (1816) y prohibió las importaciones y las exportaciones de algunos artículos (Gustavson, 1986, p. 15). Sin embargo, hacia 1830 los aranceles fueron reducidos progresivamente (p. 65) y en 1857 se implantó un régimen arancelario muy reducido (Bohlin, 1999, p. 155).
Sin embargo, esta fase de libre comercio no duró mucho. Hacia 1880 Suecia comenzó a usar tarifas para proteger su sector agrícola contra la competencia americana. Después de 1892 también proporcionó protección arancelaria y subsidios al sector industrial, especialmente al sector emergente de la ingeniería (Chang y Kozul-Wright, 1994, p. 869; Bohlin, 1999, p. 156). A pesar de este desplazamiento al proteccionismo, o quizás debido a él, la economía sueca funcionó muy bien en las décadas siguientes. Según cálculos de Baumol et al. (1990), Suecia fue, después de Finlandia, la segunda economía en cuanto a rapidez del crecimiento (en términos de PIB por hora de trabajo) entre las 16 naciones industriales principales entre 1890 y 1900 y la de crecimiento más rápido entre 1900 y 1913 (p. 88, cuadro 5.1).19
La protección arancelaria y los subsidios no fueron todo lo que Suecia utilizó para promover el desarrollo industrial. Más interesante es que a finales del siglo XIX, Suecia desarrolló una tradición de cooperación estrecha entre las iniciativas públicas y privadas que apenas encuentra paralelo en otros países de esa época, incluida Alemania con su larga tradición de empresas y actividades conjuntas entre los sectores público y privado. Esta tradición surgió a partir de la participación del Estado en planes agrícolas de irrigación y drenaje (Samuelsson, 1968, pp. 71-6) y se aplicó luego al desarrollo de los ferrocarriles en los años 1850-1959, el telégrafo y teléfono en 1880-1889, y la energía hidroeléctrica en la última década del siglo XIX (Chang y Kozul-Wright, 1994, pp. 869-70; Bohlin, 1999, pp. 153-5). La colaboración entre los sectores público y privado también se dio en industrias clave como la siderurgia (Gustavson, 1986, pp. 71-2; Chang y Kozul-Wright, 1994, p. 870). Es interesante que todo esto asemeja los esquemas de colaboración entre el sector público y el sector privado por los que las economías del Este de Asia llegaron a ser famosas (Evans, 1995, es un trabajo clásico sobre este tema).
El Estado sueco hizo grandes esfuerzos para facilitar la adquisición de tecnología extranjera avanzada, incluso espionaje industrial patrocinado por el Estado.
Sin embargo, más notable era su énfasis en acumular lo que la literatura moderna llama «capacidades tecnológicas» (Fransman y King, 1984, y Lall, 1992, son trabajos pioneros sobre este tema). El Gobierno sueco proporcionó becas y ayudas de estadía en el extranjero para estudios e investigación, invirtió en educación, ayudó al establecimiento de institutos de investigación tecnológica y dio financiación directa a la investigación industrial (Chang y Kozul-Wright, 1994, p. 870). La política económica sueca experimentó un cambio significativo desde la victoria electoral del Partido Socialista (que ha estado fuera del gobierno menos de 10 años desde entonces) en 1932 y la firma del «pacto histórico» entre la central sindical y la asociación patronal en 1936 (el acuerdo de Saltsjöbaden) (Korpi, 1983). Desde el principio, las políticas que emergieron tras el pacto de 1936 se centraron en la construcción de un sistema en el que las empresas financiarían un estado del bienestar generoso e invertirían intensamente a cambio de moderación salarial por parte de los sindicatos.
Después de la segunda guerra mundial se usó el potencial de este régimen para promover la renovación industrial. En los años cincuenta y sesenta la central sindical Landsorganisationen i Sverige (LO) adoptó el denominado plan Rehn-Meidner (LO, 1963, describe esa estrategia detalladamente), que introdujo la política llamada de salario solidario, dirigida explícitamente a igualar los salarios en las distintas industrias para el mismo tipo de trabajadores. Se esperaba que esta política generaría presión sobre los capitalistas de los sectores de bajo salario para que aumentaran su capital total o redujeran puestos de trabajo, permitiendo que los capitalistas en el sector de salarios elevados mantuvieran los beneficios adicionales y se expandieran más rápidamente. Esto se complementó con las llamadas políticas activas de mercado laboral, que proporcionaron formación y ayudas para la relocalización de los trabajadores desplazados en este proceso de renovación industrial. Hoy pocos discuten que esta estrategia contribuyó a una exitosa renovación de la industria sueca en las primeras décadas de la posguerra (Edquist y Lundvall, 1993, p. 274).
3.6. Países Bajos
Como es sabido, gracias a sus regulaciones «mercantilistas» agresivas de la navegación, la pesca, y el comercio internacional establecidas desde el siglo XVI, los Países Bajos eran la potencia marítima y comercial dominante en el mundo del siglo XVII, el llamado «siglo de oro» holandés. Sin embargo, el país sufrió un declive marcado en el siglo XVIII, el llamado «periodo Periwig», con la derrota de 1780 en la cuarta guerra angloholandesa que marcó simbólicamente el fin de la supremacía internacional neerlandesa (Boxer, 1965, cap. 10).
El país parece haberse sumido en una parálisis política entre finales del siglo XVII y comienzos del siglo XX. La única excepción fue el esfuerzo del rey Guillermo I (1815-1840), que estableció muchas agencias que proporcionaron financiamiento industrial subvencionado (Kossmann, 1978, pp. 136-8; van Zanden, 1996, pp. 84-5).
Este rey también apoyó mucho el desarrollo de la moderna industria textil algodonera, especialmente en la región de Twente (Henderson, 1972, pp. 198-200).
Sin embargo, a partir de mediados del siglo XIX el país se convirtió a un régimen de liberalismo comercial que duró hasta la segunda guerra mundial. A excepción de Gran Bretaña a finales del siglo XIX y Japón antes de la restauración de la autonomía arancelaria, los Países Bajos seguían siendo la economía menos protegida entre los PHD. En 1869 Holanda también derogó la ley de patentes (primero introducida en 1817), inspirada por el movimiento antipatentes que se extendió por toda Europa en ese entonces y que condenó las patentes como simplemente una forma de monopolio (Schiff, 1971, Machlup y Penrose, 1950). A pesar de las presiones internacionales, el país rechazó reintroducir la ley de patentes hasta 1912.
En general, durante este período del liberalismo comercial extremo, la economía holandesa tuvo un dinamismo escaso y un nivel de industrialización no muy destacado. Según estimaciones de una autoridad en la materia como Maddison (1995), incluso tras un siglo de decadencia relativa Holanda era por su renta en 1820 el segundo país más rico del mundo, a continuación del Reino Unido (en dólares de 1990, $1756 contra $1561). Sin embargo, un siglo después (1913) ya había sido alcanzado al menos por Australia, Nueva Zelanda, EE.UU., Canadá, Suiza y Bélgica y, casi, también por Alemania.
En gran parte por esta razón al final de la segunda guerra mundial se consideró la introducción de políticas más intervencionistas (van Zanden, 1999, pp. 182-4) y especialmente hasta 1963 se pusieron en marcha políticas comerciales e industriales más activas. Se dieron ayudas financieras para dos grandes empresas (una siderúrgica, otra dedicada a la producción de soda) y se aprobaron subsidios para industrializar sectores atrasados, se estímulo la educación técnica, se promovió el desarrollo de la industria del aluminio a través del subvenciones y se desarrollaron las infraestructuras clave.
3.7. Suiza
Suiza fue uno de los países europeos en los que primero comenzó la industrialización, casi dos decenios antes que en Gran Bretaña (Biucchi, 1973, p. 628). Suiza era un líder tecnológico mundial por el número de industrias importantes (Milward y Saul, 1979, pp. 454-55), especialmente en el sector textil algodonero que se consideraba mucho más avanzado tecnológicamente que el de Gran Bretaña (Biucchi, 1973, p. 629).
Dada esta desventaja tecnológica muy pequeña (o nula) con el país líder, la protección de la industria naciente no era muy necesaria para Suiza. También, dado el reducido tamaño del país, la protección habría sido más costosa que para los países más grandes. Por otra parte, la estructura política altamente descentralizada y la pequeñez del país dejaban poco espacio para la protección centralizada de la industria naciente (Biucchi, 1973, p. 455).
Sin embargo, la política de laissez faire comercial de Suiza no significó necesariamente que su gobierno no aplicara ninguna estrategia en sus políticas. Su negativa a implantar una ley de patentes hasta 1907, a pesar de la intensa presión internacional, es un ejemplo en ese sentido. Se arguye que esta política contraria a las patentes contribuyó al desarrollo del país, permitiendo especialmente el «hurto» de ideas alemanas en las industrias química y farmacéutica y estimulando las inversiones directas extranjeras en el sector alimentario (Schiff, 1971; Chang, 2001).
3.8. El Japón y los nuevos países industrializados del Este de Asia
Poco después de la apertura forzosa a los americanos en 1853, el orden político feudal de Japón se derrumbó y un régimen modernizador fue establecido después de la llamada restauración Meiji, en 1868. El papel del Estado ha sido desde entonces crucial en el desarrollo del país. Hasta 1911 Japón no podía usar protecciones arancelarias debido a los «tratados desiguales» que prohibían establecer aranceles aduaneros por encima del 5%. El Estado japonés tuvo así que utilizar otros medios para estimular la industrialización. Para empezar estableció «fábricas modelo» (o «plantas piloto») propiedad del gobierno en cierto número de industrias, particularmente en la construcción naval, la explotación minera, el sector textil y la industria militar (Smith, 1955; Allen, 1981). La mayor parte de estas empresas fueron privatizadas hacia la década de 1870, pero el Estado continuó subvencionando las empresas privatizadas, notablemente las del sector naval (McPherson, 1987, p. 31, pp. 34-5). Posteriormente estableció la primera fundición siderúrgica moderna y desarrolló los ferrocarriles y el telégrafo (McPherson, 1987, p. 31; Smith, 1955, pp. 44-5).
Cuando los tratados desiguales dejaron de estar en vigor en 1911, el Estado japonés comenzó a introducir toda una gama de las reformas arancelarias destinadas a proteger las industrias nacientes, abaratando las materias primas importadas y controlando las importaciones de productos de consumo de lujo (McPherson, 1987, p. 32). Durante los años veinte, bajo intensa influencia alemana (Johnson, 1982, pp. 105- 6), el Japón comenzó a estimular la «racionalización» de las industrias clave, dando el visto bueno a los consorcios industriales y animando las fusiones, destinadas a limitar «el derroche de la competencia», mediante las economías de escala, la estandarización y la introducción de la gestión empresarial científica (McPherson, 1987, pp. 32-3).
Estos políticas se intensificaron en los años treinta (Johnson, 1982, pp. 105-115).
A pesar de todos estos esfuerzos de desarrollo, durante la primera mitad del siglo XX, considerando todos los aspectos pertinentes Japón no era de ninguna manera la estrella económica en la que se convirtió tras la segunda guerra mundial.
Según Maddison (1989), entre 1900 y 1950 la tasa de crecimiento de la renta per cápita del Japón fue solamente un 1% anual. Esto es algo menos del promedio de 1,3% anual en los 16 PHD más grandes estudiados por este autor, aunque hay que hacer constar que en parte este desempeño mediocre se debe al derrumbamiento desastroso de la producción en los aos inmediatos a la derrota en la segunda guerra mundial.20
Tras esa época y el comienzo de los años setenta, el ritmo de crecimiento del Japón no tiene parangón. Según datos de Maddison (1989, p. 35, tabla 3.2), entre 1950 y 1973, el PIB per cápita de Japón creció a un vertiginoso 8%, más del doble del 3,8% promedio de los 16 PHD antes mencionados (el promedio también incluye al Japón). Los países que siguieron a Japón en cuanto a tasas de crecimiento son Alemania, Austria (ambas con un 4.9%) e Italia (4.8%). Ni siquiera se acercaron a los ritmos de crecimiento japoneses los países en desarrollo del «milagro» del Este de Asia como Taiwán (6,2%) o Corea (5,2%), a pesar del efecto más grande de «convergencia» que podría esperarse, dado su mayor atraso.
En los éxitos económicos del Japón y de otros países del Este de Asia (excepto Hong-Kong), las políticas comerciales e industriales intervencionistas desempeñaron un papel crucial.21 Son notables las semejanzas entre las políticas de estos países y las usadas por los otros PHD antes de ellos, en concreto, sobre todo, la Gran Bretaña del siglo XVIII y los EE.UU. del siglo XIX. Sin embargo, es también importante observar que las políticas aplicadas durante la posguerra en los países del Este de Asia (y también en algunos otros PHD, por ejemplo Francia) eran mucho más complejas y calibradas que sus equivalentes históricos.
Estos países utilizaron subsidios a la exportación más sustanciales y mejor diseñados (tanto directos como indirectos) y gravámenes a la exportación mucho más ligeros que en las experiencias históricas anteriores (Luedde-Neurath, 1986; Amsden, 1989). Las reducciones de aranceles para las importaciones de materias primas y maquinaria para las industrias de exportación fueron utilizadas mucho más sistemáticamente que, por ejemplo, en la Gran Bretaña del siglo XVIII (Lueede- Neurath, 1986).
La coordinación de las inversiones complementarias, que en el pasado se había hecho casi siempre de forma fundamentalmente casual, fue sistematizada mediante la planeación orientativa y los programas estatales de inversión (Chang, 1993 y 1994).
Las regulaciones de la entrada y de la salida de empresas, de las inversiones y de la política de precios para «gestionar la competencia» eran mucho más conscientes de los peligros de abuso monopolístico y más sensibles a su impacto en el funcionamiento de los mercados de exportación que sus contrapartidas históricas, es decir, las políticas de asociaciones de fabricantes de fines del siglo XIX y principios del XX (Amsden y Singh, 1994; Chang, en prensa).
Los estados del Este de Asia también integraron las políticas de capital humano y de aprendizaje en su política industrial mucho más firmemente que sus precursores, mediante la planificación de la fuerza de trabajo (You y Chang, 1993).
Las regulaciones de las licencias de tecnología y de la inversión extranjera directa eran mucho más sofisticadas y generales que en las experiencias históricas anteriores (Chang, 1998). Los subsidios a la educación, a la formación profesional y a la I +D (y la provisión pública de estas actividades) fueron también mucho más sistemáticos y extensos que en sus contrapartidas históricas (Lall y Teubal, 1998).22
3.9. Resumen
Del examen de la historia de los países hoy desarrollados surge el cuadro siguiente.
En primer lugar, casi todos los PHD utilizaron alguna forma de promoción de la industria naciente cuando estaban en fases iniciales de desarrollo. El Reino Unido y EE.UU., los países supuestamente cuna de la política de libre comercio —no Alemania o el Japón que suelen considerarse como ejemplos de activismo estatal— fueron los que usaron protecciones arancelarias de la forma más agresiva.
Por supuesto que los datos de niveles de aranceles y tasas de aduana no proporcionan el cuadro completo de las políticas de promoción industrial. Durante las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del XX, mientras que mantenía aranceles medios relativamente bajos, Alemania protegió con tarifas fuertes las industrias estratégicas del hierro y el acero. De forma semejante, Suecia proporcionó protección específica para la siderurgia y las industrias de la ingeniería, mientras que mantenía tarifas generalmente bajas. Alemania, Suecia y Japón utilizaron activamente para promover sus industrias medidas no arancelarias tales como «fábricas modelo» propiedad del gobierno, financiamiento estatal de empresas de alto riesgo, ayudas para I+D y desarrollo de instituciones para promover la cooperación entre los sectores público y privado.
Las excepciones a este patrón histórico son Suiza y los Países Bajos. Sin embargo, éstos eran los países que estaban ya en la frontera del desarrollo tecnológico en el siglo XVIII y no necesitaban mucha protección. También hay que señalar que Holanda había desplegado una gama impresionante de medidas intervencionistas hasta el siglo XVII para asentar su supremacía marítima y comercial. Además, Suiza no tuvo una ley de patentes hasta 1907, lo que contradice el énfasis que la ortodoxia actual pone en la protección de los derechos de propiedad intelectual. Más interesante es que Holanda suprimió en 1869 su ley de patentes de 1817, basándose en que las patentes eran monopolios políticos contrarios a los principios del mercado libre —idea que hoy parecen eludir la mayoría de los economistas predicadores del libre comercio— y no estableció de nuevo una ley de patentes hasta 1912.
Aunque las protecciones arancelarias eran en muchos países un componente dominante de esta estrategia, no siempre eran la única medida proteccionista ya que a menudo iban acompañadas de otras medidas como subsidios a la exportación, reducciones arancelarias para los insumos usados en los productos para la exportación, asignación de derechos de monopolio, asociaciones de fabricantes, créditos dirigidos, planeamiento de la inversión y de la fuerza de trabajo, ayudas de I+D y creación de instituciones para facilitar la cooperación entre los sectores público y privado. Suele pensarse que estas políticas fueron inventadas por el Japón y otros países del Este de Asia después de la segunda guerra mundial, o al menos por Alemania a finales del siglo XIX, pero muchas de ellas tienen un largo pedigrí.
Finalmente, a pesar de compartir los mismos principios básicos, el grado de diversidad entre el peso relativo de los componentes de las políticas de los PHD es muy considerable, lo que sugiere que no hay un modelo de «talla única» para el desarrollo industrial.
4. Comparación con los países en desarrollo de hoy
Los pocos economistas neoliberales que saben de los antecedentes de proteccionismo en los PHD intentan evitar la conclusión obvia —que el proteccionismo puede ser muy útil para el desarrollo económico— arguyendo que cierta protección arancelaria (mínima) puede ser necesaria, pero que la mayor parte de los países en desarrollo tiene hoy barreras arancelarias mucho más altas que la mayoría de los PHD en el pasado.
Por ejemplo, Little et al. (1970) dicen que «aparte de Rusia, EE. UU., España y Portugal, no parece que los aranceles en los primeros 25 años del siglo XX, cuando eran ciertamente más altos en casi todos los países que en el siglo XIX, brindaran por lo general un grado de protección mucho mayor que la promoción para la industria
que (…) hoy sería quizás justificable para los países en desarrollo» (pp.163-4) [y que, según estos autores, sería como mucho 20% incluso para los países más pobres y prácticamente cero para los países en desarrollo más avanzados]. De forma similar, el Banco Mundial (1991) afirma que «aunque los países industrializados se beneficiaron de una protección natural mayor antes de que los costes de transporte declinaran, los aranceles promedio para doce países industrializados23 fueron del 11% al 32% entre 1820 y 1980 (…) Esto contrasta con el nivel medio de aranceles sobre los productos manufacturados en los países en desarrollo que es actualmente 34%» (p. 97, recuadro 5.2).
Esto suena bastante razonable, pero realmente es muy engañoso en un aspecto importante. El problema es que la brecha de productividad actual entre los países desarrollados y los países en desarrollo es mucho mayor que la que existió entre los PHD más desarrollados y los PHD menos desarrollados en épocas anteriores. A lo largo del siglo XIX la renta per cápita en paridades de poder adquisitivo (PPA) de los PHD más ricos (digamos los Países Bajos y el Reino Unido) era entre dos y cuatro veces mayor que la de los PHD más pobres (por ejemplo, Japón y Finlandia). Hoy, la renta per cápita en PPA de los países mas desarrollados (por ejemplo, Suiza, Japón, EE.UU.) es 50 o 60 veces mayor que la de los países menos desarrollados (Etiopía, Malawi, Tanzania). Los países en desarrollo de nivel medio como Nicaragua (2060 dólares), la India (2230) y Zimbabwe (2690) tienen que afrontar enormes diferencias con los PHD cuya productividad es entre 10 y 15 veces mayor. Incluso países en desarrollo bastante avanzados, como el Brasil (6840) o Colombia (5580), tienen una productividad casi cinco veces menor que los países industrializados hegemónicos. Esto significa que los países en desarrollo de hoy necesitan aranceles mucho más altos que los usados por los PHD en épocas anteriores, si quieren proporcionar un grado de protección real a sus industrias similar al que tuvieron las industrias de los PHD en el pasado.Por ejemplo, cuando los EE. UU. acordaron una protección media arancelaria del 40% a sus industrias a fines del siglo XIX, su renta per capita en PPA era ya cerca de 3/4 la de Gran Bretaña. Y esto ocurría cuando la «protección natural» brindada por la lejanía, especialmente importante en el caso de EE.UU, era considerablemente más alta que hoy. Comparado con esto, el nivel arancelario ponderado según volumen de comercio que solía aplicar la India poco antes del acuerdo de la OMC, 71%, a pesar de tener una renta per capita en términos de PPA de una quinceava parte de la renta de EE.UU, hace de la India un campeón del libre comercio. Tras el acuerdo de la OMC la India redujo sus aranceles ponderados según volumen de comercio al 32%, nivel por debajo del cual nunca bajaron los aranceles medios estadounidenses entre el final de la guerra civil en 1865 y la segunda guerra mundial.
Un ejemplo menos extremo es el de Dinamarca que en 1875 tenía unos aranceles medios de 15% a 20%, con una renta equivalente a poco menos de un 60% la de Gran Bretaña. Después del acuerdo de la OMC, el Brasil redujo sus aranceles medios ponderados según volumen de comercio del 41% al 27%, nivel que no está lejos del danés, aunque la renta per cápita brasileña en PPA es apenas 20% la de EE.UU.
En esta perspectiva, dada la brecha de productividad, incluso los niveles relativamente altos de protección que habían existido en los países en desarrollo hasta los años ochenta parecen moderados comparados con los estándares históricos de los PHD. Con los niveles sustancialmente más bajos que existen hoy tras dos décadas de liberalización comercial extensa en estos países podrían incluso afirmarse que los países en desarrollo de hoy son realmente mucho menos proteccionistas que los PHD en épocas anteriores.
5. Lecciones para el presente
El cuadro histórico es bastante claro. Cuando los PHD estaban en la fase de crecimiento acelerado usaron políticas comerciales e industriales intervencionistas para promover sus industrias nacientes y alcanzar las economías de primera línea. Las formas concretas que adoptaron estas políticas y el énfasis que cada una ponía en unos u otros aspectos fueron diferentes de unos países a otros, pero no se puede negar que los PHD utilizaron activamente ese tipo de políticas. Y, en términos relativos (es decir, considerando la brecha de productividad con los países más avanzados), muchos de ellos realmente protegieron sus industrias mucho más que los países en desarrollo actualmente.
Si es así, la ortodoxia actual que aboga por el libre comercio y las políticas industriales de laissez faire estaría en desacuerdo con la experiencia histórica y los países desarrollados que propagan tal visión parecen estar de hecho dando «la patada a la escalera» que ellos utilizaron para llegar a la posición privilegiada que ahora ocupan.
La única posibilidad de que los países desarrollados contradigan la acusación de la «patada a la escalera» sería argüir que las políticas comerciales e industriales activistas que utilizaron en el pasado fueron beneficiosas para su desarrollo económico pero ya no lo son porque «los tiempos han cambiado». No parece que haya muchas razones para pensar que este sea el caso pero, por otra parte, la debilidad del crecimiento de los países en desarrollo en los últimos veinte años hace que esta línea de razonamiento sea indefendible. Los números concretos dependen de los datos que se utilicen pero, en líneas generales, la renta per cápita de los países en desarrollo creció aproximadamente un 3% anual entre 1960 y 1980, y solo 1,5% entre 1980 y el año 2000. Además, este 1,5% quedaría reducido al 1% si excluimos del promedio a India y China, que no han seguido las políticas de libre comercio y las políticas industriales recomendadas por los países desarrollados
Si el lector es un economista neoliberal, ha de hacer frente a una paradoja.
Cuando los países en desarrollo utilizaron políticas comerciales e industriales «malas» durante los años 1960-1980, crecieron mucho más rápido que cuando utilizaron políticas «buenas» (o al menos «mejores») durante las dos décadas siguientes. La solución obvia a esta paradoja es aceptar que las políticas supuestamente «buenas» no son realmente buenas para los países en desarrollo, mientras que las políticas «malas» son realmente buenas para ellos. Esto resulta confirmado además por el hecho de que esas políticas «malas» sean también las que los PHD aplicaron cuando eran países en desarrollo.
En vista de todo lo anterior, lo único que se puede concluir es que en su recomendación de políticas supuestamente «buenas», los PHD están dándole en efecto una patada a la escalera por la que subieron hasta arriba, poniendo así la escalera fuera del alcance de los países en desarrollo. Puede aceptarse que esta «patada a la escalera» se haga con buenas intenciones (aunque con mala información).
Quizás hay políticos e intelectuales de los PHD que recomiendan el liberalismo comercial creyendo sinceramente que sus propios países se desarrollaron mediante políticas de libre comercio y laissez-faire, y que desean que los países en desarrollo se benefician de las mismas políticas. Sin embargo, eso no es menos dañino para los países en desarrollo. De hecho, puede ser más peligroso que la «patada a la escalera» basada en el puro interés nacional, pues quien defiende una idea por jactancia puede ser más obstinado incluso que quien la defiende por propio interés.
Sean cuales sean las intenciones que haya tras la «patada a la escalera», el hecho es que estas políticas supuestamente adecuadas no han podido generar durante las dos décadas pasadas el prometido dinamismo de crecimiento en los países en desarrollo. De hecho, en muchos países en desarrollo el crecimiento simplemente se ha derrumbado.
Entonces, ¿qué hacer? Dar un plan detallado de acción está fuera del alcance de este artículo, pero sí se puede apuntar lo siguiente.
Para empezar, la experiencia histórica del desarrollo de los países desarrollados debe difundirse más extensamente. No se trata solo de escribir «la historia verdadera», sino de permitir que los países en desarrollo opten con conocimiento de causa. No es mi intención dar la idea de que cada país en desarrollo debe adoptar una estrategia activa de la promoción de la industria naciente como Gran Bretaña en el siglo XVIII, EE.UU en el XIX o Corea en el XX. Algunos países pueden beneficiarse siguiendo el modelo suizo o el modelo de Hong-Kong. Sin embargo, esa opción estratégica debe hacerse sabiendo que casi todos los países exitosos utilizaron históricamente la estrategia opuesta para hacerse ricos.
Además, las condiciones de política comercial y económica que exigen el FMI y el Banco Mundial para brindar asistencia financiera deben cambiar radicalmente.
Esas condiciones deben basarse en el reconocimiento de que muchas de las políticas que se consideran malas de hecho no lo son y que no puede haber una política «idónea» que todos deben utilizar. Por otra parte, las reglas de la OMC y otros acuerdos comerciales multilaterales deben reescribirse de manera tal que permitan un uso más activo de medidas de promoción de la industria naciente (por ejemplo, aranceles y subsidios)
Si los países en desarrollo pueden adoptar políticas (e instituciones) más apropiadas a su etapa de desarrollo y a las condiciones a las que han de hacer frente podrán crecer más rápidamente, como hicieron de hecho durante los años sesenta y setenta. A largo plazo, eso no solo beneficiaría a los países en desarrollo, sino también a los países desarrollados, pues aumentarían las oportunidades de comercio y de inversión disponibles para los países desarrollados en los países en desarrollo. La tragedia de nuestro tiempo es que los países desarrollados no son capaces de darse cuenta de esto.
NOTAS
Trabajo presentado en la conferencia sobre “Globalisation and the Myth of Free Trade” («La mundialización y el mito del libre comercio») celebrada en la New School University de Nueva York, el 18 de abril del 2003. Traducción al castellano de José A. Tapia.
2 Este artículo está en gran medida basado en el libro Kicking Away the Ladder – Development Strategy in Historical Perspective («Patada a la escalera: La estrategia de desarrollo en perspectiva histórica», Anthem Press, 2002). Agradezco el apoyo recibido para la investigación de la Fundación Coreana para la Investigación, a través de su programa BK21 del Departamento de Economía de la Universidad de Corea, donde fui profesor visitante durante la preparación del primer borrador de este trabajo.
3 Gran Bretaña fue el primer país que introdujo un impuesto permanente sobre la renta, en 1842. Dinamarca lo implantó en 1903. En EE. UU. la ley del impuesto sobre la renta de 1894 fue derogada por inconstitucional por el Tribunal Supremo y hasta 1919 no se llevó a cabo la 16a Enmienda Constitucional que permitió la introducción de impuesto sobre la renta. En Bélgica el impuesto sobre la renta fue introducido en 1919. En Portugal se implantó el impuesto sobre la renta en 1922, fue abolido en 1928 y luego reimplantado en 1933. Suecia, pese a su fama de altas tasas impositivas, solo introdujo el impuesto sobre la renta en 1932 ( cf. Chang, 2002, p. 101, para más detalles).
4 El Riksbank de Suecia fue nominalmente el primer banco central del mundo (establecido en 1688), pero hasta mediados del siglo XIX no pudo funcionar propiamente como banco emisor por carecer entre otras cosas de monopolio sobre la emisión de papel-moneda, capacidad que adquirió solamente en 1904. El primer banco central «real» fue el Banco de Inglaterra, establecido en 1694. Hacia finales del siglo XIX los bancos centrales de Francia (1848), Bélgica (1851), España (1874) y Portugal (1891) se hicieron con el monopolio de emisión de papel-moneda, que solo alcanzaron en el siglo XX los bancos centrales de Alemania (1905), Suiza (1907) e Italia (1926). El Banco Nacional de Suiza solo se formó en 1907 por fusión de cuatro bancos emisores. El Sistema de la Reserva Federal de EE. UU. se formó en 1913 y en 1915 solo 30% de los bancos (con 50% de todos los activos bancarios) estaban integrados en el sistema. En 1929 todavía 65% de todos los bancos estadounidenses estaban fuera del sistema de la Reserva Federal, aunque solo les correspondía 20% del total de activos bancarios (cf. Chang, 2002, pp. 94-97 para más detalles).
5 Además, una vez alcanzada la frontera de desarrollo, los PHD usaron toda una gama de medidas y estrategias para distanciarse de los competidores existentes y potenciales. Entre otras medidas se reguló la transferencia de tecnología a los potenciales competidores (controlando la emigración de trabajadores calificados y las exportaciones de maquinaria) y se obligó a los países menos desarrollados a abrir sus mercados mediante tratados desiguales y mediante la colonización. Sin embargo, las economías en fase de despegue que no eran colonias (formales o informales) no aceptaron estas restricciones cruzadas de brazos, sino que para contrarrestarlas pusieron en marcha todo tipo de medidas «legales» e «ilegales», como espionaje industrial, captación «ilegal» de trabajadores y contrabando de maquinaria (Chang, 2002, pp. 51-9, para más detalles).
6 También se dice que George Washington insistió en vestir ropas americanas de peor calidad que las británicas en su ceremonia de toma de posesión. Ambos episodios recuerdan las políticas usadas por el Japón y Corea durante la posguerra para controlar el «consumo de lujo», especialmente de bienes importados (cf. Chang, 1997).
7 En 1840, Bowring aconsejó a los estados miembros del Zollverein alemán que cultivaran trigo y lo vendieran para comprar manufacturas británicas (Landes, 1998, p. 521).
8 A menudo se reconoce la existencia de aranceles elevados, que se presentan como si fueran de poca importancia. Por ejemplo, en lo que solía ser hasta recientemente la obra general de revisión de la historia económica estadounidense, North (1965) menciona los aranceles solamente una vez, y solo para desecharlos como factor sin interés alguno para explicar el desarrollo industrial estadounidense. North, sin preocuparse de presentar el caso y citando tan solo una fuente secundaria totalmente sesgada (el estudio clásico de F. Taussig, 1892), sostiene que «aunque los aranceles se hicieron cada vez más proteccionistas en los años que siguieron a la Guerra Civil , es dudoso que tuvieran mucha influencia en el desarrollo de las manufacturas» (p. 694).
9 En La riqueza de las naciones, Adam Smith escribió: «Si los americanos bloquearan la importación de productos manufacturados europeos, bien por combinación o por alguna otra clase de violencia, y así dieran un monopolio para que sus propias gentes pudieran manufacturar esos bienes, habrían de invertir una considerable parte de su capital en este uso y en vez de acelerar retardarían así el incremento ulterior del valor de su producto anual,obstruyendo el progreso de su país hacia la riqueza y grandeza verdaderas» (Smith, 1973 [1776], pp. 347-8).
10 Según Bairoch (1993, p. 17) fue Hamilton quien inventó el término infant industry [que traducimos aquí como «industria naciente» o «incipiente». N. del t. ].
11 Según Elkins y McKitrick (1993), «una vez que el progreso hamiltoniano se materializó [...] en una deuda considerable financiada, un banco nacional poderoso, manufacturas nacionales subsidiadas y, finalmente, incluso un ejército bien dispuesto, el paralelismo con Walpole se hizo demasiado evidente para que fuera posible ignorarlo. Frente a estas medidas y frente a todo lo que estas medidas parecían implicar se alzó “la persuasión jeffersoniana”» (p. 19).
12 Respondiendo a un editorial de un periódico que urgía la emancipación inmediata de los esclavos, Lincoln escribió: «Si pudiera salvar la Unión sin liberar ni un solo esclavo, lo haría, y si pudiera salvarla liberando a todos los esclavos, también lo haría, y si pudiera hacerlo liberando a algunos esclavos y dejando a otros en la esclavitud, lo haría también» (Garraty y Carnes, 2000, p. 405).
13 Sin embargo, EE. UU. nunca practicó el libre comercio en la misma medida que Gran Bretaña lo hizo en su periodo librecambista (1860 a 1932). Nunca hubo un régimen de aranceles cero como el del Reino Unido y las medidas proteccionistas «ocultas» de EE. UU. eran mucho más agresivas. Estas incluían, entre otras, restricciones voluntarias a la exportación, cuotas para textiles y ropa (en el Acuerdo Multifibras), protección y subsidios para la agricultura (compárese con la derogación de las leyes cerealeras en Gran Bretaña) y sanciones comerciales unilaterales (especialmente mediante el uso de impuestos antidumping).
14 Agradezco a Duncan Green haberme mostrado esta cita.
15 Shapiro y Taylor (1990) resumen todo esto muy bién: «En lo militar y en lo comercial, ni Boeing sería Boeing, ni IBM sería IBM sin los contratos y el apoyo a la investigación civil del Pentágono» (p. 866).
16 Es interesante que esa reorientacion de la enseñanza fue similar a la que tuvo lugar en Corea durante los años sesenta (más detalles en You y Chang, 1993).
17 Sin embargo, este tiro salió por la culata e hizo que los británicos prohibieran la emigración de trabajdores calificados, especialmente cuando se intentaron reclutar trabajadores calificados para trabajos en el extranjero en 1719 (véanse más detalles en Chang, 2001).
18 El nuevo régimen arancelario iba más bien en contra de ese fortalecimiento. Su impulsor, el político Jules Méline, era contrario a la industrialización a gran escala, ya que pensaba que Francia debía seguir siendo un país de campesinos independientes y pequeños talleres (Kuisel, 1981, p. 18).
19 Los 16 países —en orden alfabético— son Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Dinamarca, EE. UU., Finlandia, Francia, Italia, Japón, Países Bajos, Noruega, Reino Unido, Suecia y Suiza,
20 Los 16 países son Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Canadá, Dinamarca, EE. UU., Finlandia, Francia, Italia, Japón, Países Bajos, Noruega, Reino Unido, Suecia y Suiza.
21 Hay muchas publicaciones sobre este tema. Véanse Johnson (1984) y Chang (1993) para la primera fase del debate. Akyuz et al. (1998) y Chang (en prensa, 2003) recogen el debate más actual.
22 Con la reciente crisis en Corea y la recesión prolongada en el Japón ha comenzado a oírse mucho que las políticas comerciales e industriales activistas se han probado equivocadas. Este artículo no es el lugar apropiado para esa discusión, pero sí pueden hacerse algunas precisiones (para una crítica de esta visión, véase Chang, 2000, y Chang, en prensa). En primer lugar, pensemos o no que los apuros recientes del Japón y Corea son debidos a las políticas activistas en materia industrial, tecnológica y comercial, no podemos negar que estas políticas estuvieron tras el «milagro económico» de estos países. En segundo lugar, Taiwán, a pesar de utilizar también políticas activistas industriales, tecnológicas y comerciales, no experimentó ninguna crisis financiera o macroeconómica. En tercer lugar, todos los observadores informados de la economía japonesa, sea cual sea su visión general, están de acuerdo en que la recesión actual del país no se puede atribuir a la política industrial del gobierno y tiene más que ver con factores como un exceso estructural de ahorro, la liberalización financiera inoportuna (que llevó la economía a una burbuja) y la mala gestión macroeconómica. En cuarto lugar, en el caso de Corea, la política industrial fue en gran medida eliminada a mediados de los años noventa, cuando comenzó la acumulación de deuda que condujo a la crisis reciente, así que no se le puede echar la culpa de la crisis. De hecho, puede argüirse que quizás el declive de la política industrial contribuyó a la gestación de la crisis haciendo más fáciles las «inversiones duplicadas» (Chang et al., 1998).
23 Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, España, EE. UU., Francia, Holanda, Italia, el Reino Unido, Suecia y Suiza,
REFERENCIAS
www.ddooss.org
Blog de WordPress.com./27/09/2009
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