Si bien no es el tema principal de la Revolución Bolivariana de Venezuela, ni tampoco de la formulación del nuevo socialismo del siglo XXI que ahí se gesta y que puede servir como fuente de inspiración para todo el campo popular y progresista del mundo, hay abierta una discusión ideológica que no puede dejarse de lado: la relación entre izquierda y religión.
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Si bien es cierto que políticamente en Venezuela el Estado es laico, que hay separación entre Estado e Iglesia, mucho de lo que se está haciendo hoy en la revolución -amparándose en declaraciones del presidente Hugo Chávez- apunta a reivindicar una religiosidad de base, una iglesia a favor de los pobres. Sin reivindicarse directamente partidario de la teología de la liberación, el mismo comandante Chávez cita continuamente y pone como referente de su obra política la imagen de un Cristo socialista.
No hay dudas que existe una fecunda tradición -muy honesta, muy noble por cierto- de iglesia católica comprometida con las causas sociales. La Teología de la Liberación, como corriente con sello propio surgida en los años 60 del pasado siglo, marcó un importante momento de lucha dentro de la iglesia católica, ferozmente reprimida por la jerarquía vaticana, siempre reaccionaria y alineada con las derechas conservadoras. Es esa teología la que promueve la visión de un Cristo popular, aliado de los pobres y humildes, solidario. ¿Cristo socialista?
Es un tanto “osado” -permítasenos decirlo de esa manera- utilizar un término contemporáneo, de no más de 200 años de existencia, para juzgar un hecho acaecido dos milenios atrás. Siempre, irremediablemente, las transposiciones conceptuales de esa naturaleza corren el riesgo de no corresponderse con exactitud. ¿Podría decirse que la teoría atómica de Demócrito de Abdera, en el siglo V antes de Cristo en la Grecia clásica, es lo mismo que la física moderna cuando nos habla del átomo? No, sin dudas que no. Ambos hablaron de “átomos”, pero existen diferencias sustanciales. Tal como decían los marxistas de unas décadas atrás con Louis Althousser a la cabeza, en la historia hay “rupturas epistemológicas”, saltos cualitativos.
¿Son equiparables las enseñanzas de Jesús de Nazareth de dos mil años atrás con la teoría socialista surgida en las luchas obreras de la industria moderna, cimentada en la noción de lucha de clases y en el concepto económico de plusvalía? Sí y no.
En un sentido estricto pasa lo mismo que con los átomos de Demócrito: el griego también habló de unidades mínimas indivisibles. Pero eso no es equivalente a la moderna teoría que posibilitó operar sobre la realidad logrando la fisión nuclear. Establecer ese tipo de semejanzas en el tiempo puede ser un error metodológico. Pero en el caso de un “Cristo socialista” puede haber un peligro intrínseco -y esto es lo más importante, más allá de un forzamiento conceptual-: esa comparación puede volvérsenos en nuestra contra en la construcción de una nueva sociedad.
La historia de las sociedades de clases es la historia de la explotación de las grandes mayorías a manos de élites privilegiadas. Escapa a las pretensiones de este breve artículo ver cómo y por qué se tejió así la historia; pero lo cierto es que esa es la dinámica de nuestra especie desde que nos establecimos como sociedades sedentarias hace unos 10.000 años: minorías privilegiadas (castas reales, sacerdotales, emperadores, caciques, señores feudales, mandarines, moderna burguesía industrial o banqueros del capital globalizado -no importa el nombre-) han vivido de la explotación del trabajo de las grandes masas. Esa es nuestra historia, la que ahora queremos cambiar con el socialismo del siglo XXI que estamos forjando. Y en ese panorama las religiones (y las iglesias) han jugado un papel fundamental: han ayudado a mantener el statu quo funcionando como bálsamo, como paliativo para esas grandes mayorías, siempre poniéndose al lado de los poderosos.
Las religiones explican lo inexplicable, tranquilizan, quitan o aminoran la angustia de la vida. “La religión fue pensada para curar a los hombres, es decir, para que no se den cuenta de lo que no anda”, dirá el psicoanalista francés Jacques Lacan. Son, en el más cabal sentido de la palabra, el opio de los pueblos, su bálsamo. “La religión es la tabla de salvación de las criaturas oprimidas, el corazón de un mundo sin corazón, el alma de las condiciones desalmadas, el opio del pueblo” podrá decir Howard Zinn parafraseando a Carlos Marx. Sin embargo, agrega Celia Hart, “el opio no salva, pero puede ayudar a contener el dolor, mientras la solución es encontrada. Encontrar la solución práctica fue la misión de Carlos Marx”.
Para dar respuestas a los misterios insondables, para cambiar el curso de las cosas, para aminorar esa angustia de la vida, desde hace ya un par de siglos, con el surgimiento de la ciencia moderna, no son imprescindibles las religiones. Ahora podemos confiar en nuestra potencialidad humana, en nuestro trabajo. Y en el ámbito de lo social el socialismo científico que surge en el siglo XIX es la vía para producir esos cambios. “En una época en la que grandes naciones anuncian que ponen su esperanza de salvación en el mantenimiento de la devoción cristiana, la revolución rusa (…) aparece después de todo como un mensaje para un futuro mejor”, razonaba Sigmund Freud en 1932, quien no era un socialista justamente.
Jesús de Nazareth, ese predicador judío que en el corazón del poderoso imperio romano terminó creando una nueva religión que comenzó a cuestionar la misma esencia imperial de Roma, ¿puede haber sido socialista? ¿Qué significa eso?
Para contextualizar la situación, no hay que olvidar lo que ese ser llamado Jesús representó en la historia de la humanidad, ese predicador de profesión carpintero que murió a los 33 años de edad víctima de los tormentos que le infringiera el imperio. Su significación histórica tiene un valor inconmensurable, a punto que el primer concilio ecuménico de la historia celebrado en el año 325 en Nicea, ciudad de Asia Menor, convocado por el Emperador Constantino por consejo del obispo Osio de Córdoba, tuvo por objetivo nada más y nada menos que decidir acerca de su condición: ¿era Jesús o no hijo del Dios padre? Esa decisión, eminentemente política (y, por cierto, se decidió por la condición divina, con lo que el cristianismo pasa a ser asimilado a la estructura del poder del imperio romano en decadencia convirtiéndose, él mismo, en un nuevo poder), fue la que tejió buena parte de la historia de Occidente.
Lo importante a remarcar, entonces, es que Jesús de Nazareth no fue un predicador más: sus dichos son lo que la Iglesia Católica pone como mensaje divino, como su basamento institucional último. Ahora bien: ¿qué dijo realmente? De hecho lo que sabemos de las enseñanzas de ese carismático predicador es lo que puede leerse en las Sagradas Escrituras. Y de hecho encontramos allí un lenguaje metafórico, pleno de parábolas y anfibologías, que da lugar a distintas - ¡y antitéticas!- lecturas. Junto a un Jesús socialista que se pretende buscar (es lo que hace, por ejemplo, la Teología de la Liberación, o algunas citas del presidente Chávez) hay también una lectura completamente reaccionaria. El Opus Dei también es católico y cita las enseñanzas de Jesús. Y en nombre de esas enseñanzas, invocando un “Cristo Rey” se quemó a cinco millones de infieles herejes en la hoguera durante la Edad Media, y se conquistó el continente americano para “civilizar a primitivos pueblos bárbaros”. ¿Quién es más católico: la alta jerarquía vaticana, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición o los teólogos que optan por los pobres, los curas obreros? Lo que se dice que dijo Jesús de Nazareth da para ambas cosas.
Es ahí, entonces, cuando surgen las interrogantes. ¿Es realmente necesario entrar en esta disputa del texto bíblico para construir el socialismo del siglo XXI, esa nueva sociedad que busca la igualdad, la justicia, la solidaridad? ¿Debemos entrar en una disputa teológica para construir la sociedad del mañana? ¿Realmente nos puede servir un texto de dos milenios de antigüedad para edificar ese nuevo orden, texto polémico, que da lugar a tantas y tan variadas lecturas, o es mejor utilizar los avances que la humanidad ha producido y aprovechar los aportes de las modernas ciencias sociales?
La pregunta es, entonces: ¿nos sirve esa “exégesis” bíblica, esa complejísima “hermenéutica” para luchar por un mundo de mayor justicia, o eso es un problema teológico en el que mejor ni meterse?
Las religiones han servido para entender el mundo, han sido una ayuda para moverse en un mar de incertidumbres, de angustia ante lo que no se conoce. Todas las religiones -que, de hecho, las hay en cantidades enormes; no ha habido hasta ahora ninguna cultura sin religión-, dan respuestas a lo desconocido, y cualquier dios cumple esa función, tanto Zeus como Alá, el dios Kosi de las selvas congoleñas o el Odín nórdico, Jehová o Buda, el dios perro Upuaut del antiguo Egipto o la serpiente emplumada Quetzalcóatl de los mayas clásicos, el dios hindú del trueno y del relámpago Indra o el dios taoísta Yuan Sih T'ein Tsun. Todos, definitivamente, todos por igual no son sino posibles respuestas a las interminables preguntas del género humano acerca de nuestra condición, de nuestros límites y flaquezas.
“Hace tiempo se creía que fenómenos como la vida, la inteligencia o el pensamiento, por ejemplo, sólo podían explicarse por una intervención sobrenatural. Pero la ciencia ha demostrado que no existen los milagros, y que los fenómenos naturales pueden ser explicados por leyes físicas.” (…) “La naturaleza es fría e impersonal. En ese sentido, creo que la física [y la ciencia en general] nos da una explicación más satisfactoria del mundo que la religión, porque las leyes de esta última son tan rígidas que si las cambiamos apenas un poquito, obtenemos respuestas incongruentes”, dijo Steven Weimberg, Premio Nobel de Física 1979. Dicho en otros términos: en el mundo conceptual moderno, el que surgió con el capitalismo y la ciencia de hace un par de siglos y en cuyo seno se gesta la idea socialista, no hay lugar para el milagro, para el misterio. Hasta ahora, en milenios de proceso civilizatorio, los seres humanos nos hemos encontrado que hay muchas cosas inexplicables (que angustian, que atemorizan); y a falta de un pensamiento conceptual-racional el misterio, lo sobrenatural, lo mágico, los dioses -y también los demonios-, ocuparon el lugar del que hoy los desplazan los conceptos que forja la ciencia. Por eso mismo, leer hoy un texto de dos milenios de antigüedad para encontrar ahí verdades reveladoras en el campo social puede se discutible, cuando no peligroso.
Discutible, porque hoy día las ciencias sociales (desde las formulaciones del materialismo histórico en adelante, pasando por la economía política, la sociología, la semiótica, la psicología) nos proveen ya de fundamentos más que suficientes para emprender la lucha por un mundo de mayor justicia. Discutible, porque tal como dijo Vladimir Acosta en una aguda intervención por Radio Nacional de Venezuela reproducida luego en la publicación electrónica Aporrea: “El socialismo del siglo XXI no necesita ninguna fundamentación religiosa. El socialismo del siglo XXI no necesita basarse en una afirmación dogmática, discutible por lo demás, acerca de que Jesús fue socialista. Si Jesús fue socialista, como pueden creer e interpretar algunos, magnífico, y por supuesto eso alimentaría el socialismo del siglo XXI. Si Jesús no fue socialista, si Jesús es Cristo Rey, el socialismo del siglo XXI tiene que seguir su camino. El socialismo del siglo XXI no puede, por favor, fundamentarse en la religión, en ningún dogma religioso”.
En una realidad social como la de Venezuela, país que hereda siglos de colonia española donde se introdujo y perpetuó la fe cristiana a sangre y fuego, un presidente popular, un líder de las grandes masas que habla el lenguaje de su pueblo tal como es Hugo Chávez, no puede menos que ser católico, que hablar como tal, que presentarse como seguidor de Cristo. Y más aún, seguidor de ese Cristo de los pobres, de esa versión “de izquierda”, progresista y con profunda sensibilidad social que la teología de la liberación nos ha legado, de un Jesús supuestamente socialista, promotor de la solidaridad y la justicia. El mensaje en juego es, básicamente, la reivindicación de un Jesús en tanto líder popular, como pastor de los humildes, como propuesta alternativa a la religión oficial del Vaticano, conservadora y lacaya de los poderosos. Apelar a ese Cristo “socialista” puede ser un muy importante posicionamiento político. Levantar un “ateismo marxista” podría asustar mucho, ser contraproducente en este momento. Más aún luego del fracaso del socialismo soviético, oficialmente ateo.
Pero ahí está el otro gran problema, tal como acertadamente lo señala Acosta en su formulación. Reivindicar machaconamente un “Jesús socialista” puede terminar siendo también peligroso. Si nos metemos en asuntos de fe, de dogma, de teología, la jerarquía vaticana (hoy día manejada por un papa ultra reaccionario) es muy probable que reaccione con violencia. Por ejemplo, pudiera dictar “una encíclica papal, en la cual el papa les diga a los católicos que Jesucristo no fue socialista; si eso llegara a pasar -ojalá no ocurra- ¿qué sucedería entonces aquí en Venezuela con los católicos? ¿Qué harían los católicos que apoyan el socialismo del siglo XXI? ¿Qué haría el propio presidente Chávez y qué harían muchos de sus ministros que son fieles católicos sinceros? ¿No sería mejor tratar de dejar las cosas del tamaño actual, sin agudizar una contradicción innecesaria que lleva la discusión al terreno del otro, al terreno donde el otro -la alta jerarquía religiosa- es el que tiene todas las de ganar y que por tanto podría hacerle mucho daño a todos los que queremos, como usted, presidente, seguir profundizando este proceso con el apoyo de la gran mayoría de los venezolanos y las venezolanas?”
Por último, la Revolución Bolivariana, atacada como está por todos lados con infinitos problemas terrenales -muy concretos y pendientes de urgente solución- tiene necesidades más sentidas que cuestiones de fe y de herméticas exégesis bíblicas.
ARGENPRESS.info/23/04/2007
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