Si nos atenemos a las grandes cifras, España se ha convertido por su riqueza en la octava potencia mundial. Si nos guiamos por otros parámetros, la fotografía no resulta tan favorecedora
ALFONSO ARMADA
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¿En qué se parecen José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero? En su devoción por el capitalismo. En que a ambos les gusta presumir de que España se ha aupado al grupo de países más ricos y desarrollados del mundo y merece ingresar en el G-8 (EE. UU., Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, Canadá y Rusia) porque se ha convertido en la octava potencia. Zapatero llegó a decir recientemente que España juega en la «'Champions League' de las economías mundiales», una «selección» que supuestamente es «la que más partidos gana, las que más goles ha metido y la menos goleada». Si nos atenemos a las cifras que miden la riqueza de un país, su Producto Interior Bruto (PIB), el más reciente cuadro de honor macroeconómico que elabora el Banco Mundial, vemos que China se ha colado al cuarto lugar, por delante del Reino Unido, y España al octavo, dejando a Canadá (y a Rusia, invitada al G-8 más por razones geopolíticas que económicas) fuera de ese cónclave mágico, en al que ingresa no tanto por méritos políticos o económicos como por invitación.
Si en vez del arqueo de los ricos aplicamos parámetros de otra índole, como los que emplea el Programa de la ONU para el Desarrollo a la hora de elaborar su respetado Índice de Desarrollo Humano (que se fija en una vida larga y saludable y la expectativa de años de vida al nacer; el conocimiento, evaluado sobre la tasa de alfabetización de adultos y la tasa bruta combinada de matriculación en primaria, secundaria y terciaria; una vida digna en función del PIB per capita en cuando a la paridad del poder adquisitivo según el coste de la vida), el papel de España no es tan rutilante: retrocede a un mucho más discreto puesto 19º. Encabezado por Noruega desde hace años, seguida de Islandia, Australia, Irlanda y Suecia, Canadá (6º) es el primer «socio» del G-8 que asoma, seguida de Japón (7º), Estados Unidos (8º), Francia (16º), Italia (16º) y Reino Unido (18º). Por detrás de España se sitúan Alemania (21º) y, mucho más lejos, Rusia (65º, dentro del segmento 'desarrollo humano medio') y la superpotencia emergente, China (81º).
Paul Isbell, investigador principal para el área de Economía Internacional del Real Instituto Elcano, pone en duda la «necesidad y la utilidad de ingresar en un club como el G-8», identifica «un elevado grado de retórica para influir en los círculos internacionales» en la pretensión de Aznar, que veía el ingreso en el G-8 como «la confirmación de que habíamos saltado a la primera línea», y cuando los socialistas emplean «la misma fórmula». En ambos casos, caracteriza ese afán como una «pasión adolescente». Al estadounidense Isbell, que lleva casi dos décadas afincado en España, la transformación de la vieja piel de toro le parece «asombrosa», y le maravilla «el dinero que fluye por la calles», pero como aviso para navegantes dice que «todavía queda mucho por hacer, sobre todo en lo que respecta en productividad, investigación y desarrollo. Creo que España tiene muchos motivos para sentirse orgullosa, tanto política como económicamente. Quizá sea uno de los casos más exitosos de transición y cambio que se han experimentado en el mundo. Ahora hace falta humildad y constancia para consolidar lo conseguido».
Véase el recién publicado informe anual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico sobre el estado de la educación, un verdadero varapalo: de los 29 miembros de la OCDE, España ocupa el quinto lugar por la cola en cuanto a fracaso escolar. Sólo países como Polonia, Portugal, Turquía y México se sitúan más atrás que España, donde un 49 por ciento de individuos entre 25 y 64 años carecen de título de bachillerato o equivalente. A pesar de que el acceso a la universidad es de los más equitativos de la OCDE, en el «hit parade» de las mejores universidades del mundo la primera española -la de Barcelona- ocupa el puesto 151º. Somos una potencia, eso sí, en escuelas de negocios (el dinero, otra vez, manda): tres se cuelan entre las 24 mejores del universo.
Constituido en 1973 a instancias del entonces secretario americano del Tesoro para reunir a los ministros de Finanzas de EE UU, Japón, Alemania Occidental, Francia y el Reino Unido, en 1975 se agregó Italia y dos años después Canadá, con lo que quedó constituido como G-7. Al invitar en 1998 a Rusia, adoptó la rúbrica G-8. Es una cumbre periódica de los jefes de Estado o primeros ministros con el fin de analizar la política y las finanzas internacionales. Para Félix Ovejero Lucas, profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, «el ingreso en un grupo depende de cumplir los requisitos y la admisión de los ya miembros. Con el G-8 los criterios no son inequívocos, se dan rasgos comunes, pero compartirlos no asegura la admisión. Y es que en el fondo se trata de formar parte de los poderosos, y esa no es una variable precisable». Para el autor de «Contra Cromagnón. Nacionalismo, ciudadanía, democracia», resulta «llamativo el interés por formar parte de los que -supuestamente- mandan. Hasta cierto punto se podría considerar razonable que, si alguien ha de 'mandar', los criterios serían peso demográfico y calidad democrática, esto es, traducir de algún modo la idea de que los intereses de cualquier ser humano pesan lo mismo que los de cualquier otro. No se ve por qué tener más poder económico me otorga más derecho a decidir que a otro; eso, en realidad, lo que asegurará es que, en atención a la defensa de mis intereses, procure aumentar mi poder. Por supuesto, no podemos engañarnos acerca del mundo en que nos movemos, pero, si es así, tampoco hay que hacerlo a propósito de nuestras motivaciones. Lo que no podemos hacer es dignificarlas».
Uno de los rasgos más paradójicos de la nueva España, el país con un crecimiento más sostenido de la Unión Europea (junto a Irlanda), en gran medida gracias a la «cultura del ladrillo», es que mientras la riqueza se ha multiplicado exponencialmente un 20 por ciento de la población sigue enquistado en el umbral de riesgo de pobreza. «Estamos en un período de intenso crecimiento económico desde mediados de los años noventa, pero en torno al 20 por ciento de la población española está en el umbral de la pobreza. En la década de mayor crecimiento, vemos que aunque se ha reducido el número total de pobres, se mantienen de forma constante los índices de pobreza. Se ha producido un fenómeno de crecimiento sin distribución», dice Víctor Renes. Apoyándose en los datos del estudio «La construcción del empleo precario», de Miguel Laparra Navarro, recalca: de 1992 a 2005 «hemos pasado de una tasa de empleo de 50 por ciento a 64,2 por ciento». Aunque de esos nuevos empleos, 4 millones son empleos nuevos estables, la proporción de empleo asalariado estable, sobre el total de empleo, apenas cambia: es un 63,3 por ciento en 1992 y un 66,7 por ciento en 2005, de ahí que destaque «la temporalidad como un elemento estructural» del sistema laboral español. Por eso recalca la «trampa de la precariedad para un 15,7 de hogares activos con sólo empleos temporales, de modo que mantiene prácticamente sin cambio desde 1992». Renes subraya que «sigue existiendo un amplio colectivo de trabajadores que no se ha beneficiado de los efectos positivos tanto de las reformas laborales como de la bonanza del ciclo expansivo de la economía», y que sigue existiendo un agujero de precariedad que «podría afectar a tres millones de trabajadores». Renes destaca que pese al crecimiento se mantienen «los índices más altos de la Unión Europea en cuanto a pobreza infantil, y eso no tiene que ver con la recepción de emigrantes, sino con el empleo precario». Si el análisis se desplaza al crecimiento regional se descubre que si bien el país ha dado un triple salto mortal para acercarse al club de los ricos, mientras unas comunidades se podrían equiparar a Japón otras rondan el subdesarrollo. Lo que brilla, sin duda, y no sólo en el papel cuché y en los embarcaderos, es que si en 2004 aumentó en todo el mundo el número de ricos en un 7,3 por ciento, España es el décimo país del mundo y el segundo de Europa donde más creció el número de potentados: hasta un 8,7%, es decir, 141.000 personas, según un informe presentado por Merrill Lynch y Cap Gemini.
Club de ricos
Para Gonzalo Fanjul, director del Gabinete de Estudios de Intermón/Oxfam, «la pertenencia al G-8 es, desde hace años, una aspiración de cada nuevo gobierno español. Si se entiende el G-8 como un mero 'club de ricos', entonces España debe aspirar a entrar, porque nuestra renta per capita supera ya a la de algunos de sus miembros. Pero yo creo que ésa es una visión bastante estrecha. Se espera de los miembros del G-8 -como de otros grupos de referencia- que aporten algo más que el saldo de su cuenta corriente. El liderazgo global se logra cuando te respetan o cuando te temen. Si España quiere ser respetada, necesita una política exterior más coherente y un compromiso más firme en los grandes debates internacionales: el desarrollo económico, los conflictos, el cambio climático o el futuro de los organismos multilaterales. En casi todos estos asuntos nuestro compromiso es bastante más modesto y variable de lo que necesita el planeta»
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El Diario Montañés - España/23/09/2007
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