COLUMNA DEL DÍA
Jorge Restrepo.
Jorge Restrepo.
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Los guerreros están perdiendo su primacía casi excluyente en opinión sobre el conflicto. El desastre está imponiendo por sí mismo acogida para su humanización primero y luego su negociación; además acompañada por reconocimiento de sus características como condición para su arreglo. Hoy es imposible ocultarlas, hasta ahora sustraídas por el monopolio bipartidista, al que le ha aparecido oposición democrática con peso suficiente para ponerle luz al fondo del problema. El oficialismo no ha discutido, ha impuesto; hasta ahora, cuando al fin su oposición obliga a hablar distinto del conflicto social y de los métodos a que históricamente se ha acudido para superarlo o sofocarlo, uno de ellos la respuesta paramilitar a la guerrilla. El oficialismo sigue negando el conflicto porque lo muestra como uno de sus detonantes; el Gobierno y sus partidarios tendrían hoy que reconocerse como continuación del represamiento de la evolución social y de su efecto violento.
El bloqueo a la solución parte de manipular el sufrimiento del país por medio de sofismas como que es la violencia la causa del atraso y no al revés, o que el orden social depende de la acción militar. La gente tiene derecho a exigirle a la política los porqués de horrores como el desplazamiento o el genocidio y hoy esta forma opinión pública más crítica al respecto, equivocada o no, como lo prueba la reacción oficial del recurrir al macartismo atemorizando la discusión. Se necesita la verdad, dolorosa desde luego, para no seguir donde comenzó todo.
Integrante del Tercer Mundo, Latinoamérica fue desde la postguerra parte del reclamo democrático y anticolonial que también vivieron Asia y África. Desde la URSS, China, Cuba, Vietnam, Argelia se propusieron salidas para sometimiento y atraso, unas pacíficas, otras violentas, propuestas que fueron cambiando en la medida de la experimentación de que el fin no justifica cualquier medio. En la Colombia urbanizada y con una inmensa clase media, el vanguardismo militarista se ha ido aislando en consecuencia del repudio de la población a ser espectadora pasiva y sobre todo víctima. El país ensaya ahora opciones como la de Bogotá, el Valle, o Medellín, insinuación de consensos contra el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo.
Las guerrillas tienen oportunidad y deber ahora de abrir alternativa distinta a la guerra sucia, al tiempo con la configuración de circunstancias nacionales e internacionales favorables al arreglo de una guerra de aparatos con sustento inaceptable, como modo de vida, excusa para injerencia extranjera y adversa a poner el derecho humanitario por encima de la guerra. Es inaceptable que los mismos procedimientos sirvan para distraer la diferencia entre cambio y reacción. Siempre con una aclaración: cuando se habla del compromiso común con la democracia, debe especificarse con cuál, si la que E.U. quiere imponer por la fuerza en Medio Oriente, si la del reeleccionismo caudillista, si el de la 'parapolítica', si la del monopolio estatal del bipartidismo.
Los guerreros están perdiendo su primacía casi excluyente en opinión sobre el conflicto. El desastre está imponiendo por sí mismo acogida para su humanización primero y luego su negociación; además acompañada por reconocimiento de sus características como condición para su arreglo. Hoy es imposible ocultarlas, hasta ahora sustraídas por el monopolio bipartidista, al que le ha aparecido oposición democrática con peso suficiente para ponerle luz al fondo del problema. El oficialismo no ha discutido, ha impuesto; hasta ahora, cuando al fin su oposición obliga a hablar distinto del conflicto social y de los métodos a que históricamente se ha acudido para superarlo o sofocarlo, uno de ellos la respuesta paramilitar a la guerrilla. El oficialismo sigue negando el conflicto porque lo muestra como uno de sus detonantes; el Gobierno y sus partidarios tendrían hoy que reconocerse como continuación del represamiento de la evolución social y de su efecto violento.
El bloqueo a la solución parte de manipular el sufrimiento del país por medio de sofismas como que es la violencia la causa del atraso y no al revés, o que el orden social depende de la acción militar. La gente tiene derecho a exigirle a la política los porqués de horrores como el desplazamiento o el genocidio y hoy esta forma opinión pública más crítica al respecto, equivocada o no, como lo prueba la reacción oficial del recurrir al macartismo atemorizando la discusión. Se necesita la verdad, dolorosa desde luego, para no seguir donde comenzó todo.
Integrante del Tercer Mundo, Latinoamérica fue desde la postguerra parte del reclamo democrático y anticolonial que también vivieron Asia y África. Desde la URSS, China, Cuba, Vietnam, Argelia se propusieron salidas para sometimiento y atraso, unas pacíficas, otras violentas, propuestas que fueron cambiando en la medida de la experimentación de que el fin no justifica cualquier medio. En la Colombia urbanizada y con una inmensa clase media, el vanguardismo militarista se ha ido aislando en consecuencia del repudio de la población a ser espectadora pasiva y sobre todo víctima. El país ensaya ahora opciones como la de Bogotá, el Valle, o Medellín, insinuación de consensos contra el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo.
Las guerrillas tienen oportunidad y deber ahora de abrir alternativa distinta a la guerra sucia, al tiempo con la configuración de circunstancias nacionales e internacionales favorables al arreglo de una guerra de aparatos con sustento inaceptable, como modo de vida, excusa para injerencia extranjera y adversa a poner el derecho humanitario por encima de la guerra. Es inaceptable que los mismos procedimientos sirvan para distraer la diferencia entre cambio y reacción. Siempre con una aclaración: cuando se habla del compromiso común con la democracia, debe especificarse con cuál, si la que E.U. quiere imponer por la fuerza en Medio Oriente, si la del reeleccionismo caudillista, si el de la 'parapolítica', si la del monopolio estatal del bipartidismo.
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