DENUNCIA LA RUINA DE LOS GRANJEROS
Rameshwar ha seguido el ejemplo de 6.200 granjeros de la India: se suicidó. La ruina se instaló en sus vidas al comprar a una multinacional semillas que duplicaron los costes. Mientras, el precio del algodón bajaba un 50%. «Crónica» visita el lugar del drama
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RASHMI VARMA
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Pratibha, cásate de nuevo, por favor. Te voy a dejar sola». Encontraron la carta de despedida para su mujer en los bolsillos de Rameshwar Kuchankar, un campesino de 27 años que no pudo resistir las deudas y se suicidó en la región de Vidarbha, en el centro de la India. Rameshwar se bebió una bolsa de pesticidas, igual que han hecho ya otros 6.200 granjeros afectados por el mal del algodón, una ecuación que siempre se cumple: el precio de producción sube, pero el precio de venta cae.
En Vidarbha, las morgues aguardan la llegada de nuevas víctimas de las deudas. Los campesinos honran a los suicidas con guirnaldas de flores anaranjadas -color santo de los hindúes- y los envuelven en sábanas blancas hechas con el mismo algodón que les mata. La tradición dice que las mujeres deben llorar a distancia, mientras los hombres contemplan cómo el muerto arde.
Si la muerte de los campesinos indios resulta más chocante es porque generaciones de pobreza y dificultades los han hecho especialmente duros. Pero la combinación de malas políticas agrarias, desinterés gubernamental y globalización a costa del Tercer Mundo están siendo demasiado. El suyo es, en parte, un suicidio asistido por Occidente. Las subvenciones millonarias que los Gobiernos ricos entregan a sus campesinos les permiten ir a los mercados internacionales con precios irrisorios. Vendan o no, ellos siempre tendrán asegurado el dinero público que garantiza a los políticos sus votos. Mientras sus políticos hablan de libre comercio y ayuda a los pobres, EEUU entrega miles de millones de euros a sus algodoneros. Un informe del Banco Mundial asegura que si esas subvenciones fueran cortadas, el precio del algodón subiría un 13% y campesinos pobres como Rameshwar podrían haber sacado lo suficiente para sobrevivir.
«Ibamos juntos al campo», cuenta tristemente a Crónica la campesina Babytai, de 45 años. Su marido, acosado por las deudas, se mató el pasado septiembre. Ella fue a por agua, como cada día, para mantener el cultivo de algodón. Y al volver, su marido se había bebido la caja de pesticidas. «La caja estaba vacía a su lado; él estaba sentado, con ganas de vomitar, y su boca olía a veneno».
Chattersingh Vaidya tenía deudas por un valor de 50.000 rupias indias (unos 900 euros), por un crédito que le había pedido a su vecino, uno de los prestamistas que hacen el agosto con los campesinos del algodón, a quienes cobran intereses abusivos. Vaidya no podía hacer frente al crédito y además tenía que pagar la dote de su hija, una muchacha de 18 años que, según la madre, ya está entrada en edad para casarse. Así que Chattersingh se bebió los pesticidas.
Pratibha, cásate de nuevo, por favor. Te voy a dejar sola». Encontraron la carta de despedida para su mujer en los bolsillos de Rameshwar Kuchankar, un campesino de 27 años que no pudo resistir las deudas y se suicidó en la región de Vidarbha, en el centro de la India. Rameshwar se bebió una bolsa de pesticidas, igual que han hecho ya otros 6.200 granjeros afectados por el mal del algodón, una ecuación que siempre se cumple: el precio de producción sube, pero el precio de venta cae.
En Vidarbha, las morgues aguardan la llegada de nuevas víctimas de las deudas. Los campesinos honran a los suicidas con guirnaldas de flores anaranjadas -color santo de los hindúes- y los envuelven en sábanas blancas hechas con el mismo algodón que les mata. La tradición dice que las mujeres deben llorar a distancia, mientras los hombres contemplan cómo el muerto arde.
Si la muerte de los campesinos indios resulta más chocante es porque generaciones de pobreza y dificultades los han hecho especialmente duros. Pero la combinación de malas políticas agrarias, desinterés gubernamental y globalización a costa del Tercer Mundo están siendo demasiado. El suyo es, en parte, un suicidio asistido por Occidente. Las subvenciones millonarias que los Gobiernos ricos entregan a sus campesinos les permiten ir a los mercados internacionales con precios irrisorios. Vendan o no, ellos siempre tendrán asegurado el dinero público que garantiza a los políticos sus votos. Mientras sus políticos hablan de libre comercio y ayuda a los pobres, EEUU entrega miles de millones de euros a sus algodoneros. Un informe del Banco Mundial asegura que si esas subvenciones fueran cortadas, el precio del algodón subiría un 13% y campesinos pobres como Rameshwar podrían haber sacado lo suficiente para sobrevivir.
«Ibamos juntos al campo», cuenta tristemente a Crónica la campesina Babytai, de 45 años. Su marido, acosado por las deudas, se mató el pasado septiembre. Ella fue a por agua, como cada día, para mantener el cultivo de algodón. Y al volver, su marido se había bebido la caja de pesticidas. «La caja estaba vacía a su lado; él estaba sentado, con ganas de vomitar, y su boca olía a veneno».
Chattersingh Vaidya tenía deudas por un valor de 50.000 rupias indias (unos 900 euros), por un crédito que le había pedido a su vecino, uno de los prestamistas que hacen el agosto con los campesinos del algodón, a quienes cobran intereses abusivos. Vaidya no podía hacer frente al crédito y además tenía que pagar la dote de su hija, una muchacha de 18 años que, según la madre, ya está entrada en edad para casarse. Así que Chattersingh se bebió los pesticidas.
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DEUDAS QUE MATAN
¿Casos típicos? Pues sí. De acuerdo con Kishor Tiwari, líder del grupo activista regional Vidarbha Jan Andolan Samiti (VJAS, Foro de Protesta del Pueblo de Vidarbha), «los suicidios ocurren normalmente en familias endeudadas, con una hija que debe casarse o una grave enfermedad».
Los suicidios del campo saltaron a las noticias por primera vez en 2001, pero el verdadero drama de Vidarbha comenzó en julio de 2005. Cuando el Gobierno de Maharashtra, el Estado indio donde se encuentra la zona, aprobó la introducción de nuevas semillas de cultivo con modificaciones genéticas: la variedad BT, según las autoridades, más eficaz y resistente. Y los campesinos, empujados por la publicidad, se acogieron a las nuevas semillas. Mal hecho. «Los costes para mantener los cultivos de algodón en semilla BT son un 100% mayores que las tradicionales. Y, mientras tanto, el precio de venta del algodón ha bajado un 50%. Es decir, que el campesino paga el doble y recibe la mitad que hace una década», dice a Tiwari. A la injusticia del comercio internacional se sumaba la negligencia doméstica. Esa es la ecuación que lleva al suicidio.
Además, paralelamente, el Gobierno decidió retirar los subsidios agrícolas para los campesinos. Sin los fondos de países como EEUU, Nueva Delhi dijo no poder mantenerlos. Antes de esa medida, la autoridad regional que monopoliza la compra de algodón solía adquirir la materia prima a los agricultores por 45,2 euros por quintal (46 Kg). Y ahora, dice Tiwari, por 30,7 euros. El campesino está perdiendo.
Desde la Revolución Verde -una intensa campaña de modernización agrícola puesta en marcha en el país en los años 60 y 70-, la India no había vivido una crisis agraria de raíces tan profundas como la que sufren los campesinos de Vidarbha, que tienen que acudir a prestamistas privados porque los bancos se niegan a concederles créditos.
DEUDAS QUE MATAN
¿Casos típicos? Pues sí. De acuerdo con Kishor Tiwari, líder del grupo activista regional Vidarbha Jan Andolan Samiti (VJAS, Foro de Protesta del Pueblo de Vidarbha), «los suicidios ocurren normalmente en familias endeudadas, con una hija que debe casarse o una grave enfermedad».
Los suicidios del campo saltaron a las noticias por primera vez en 2001, pero el verdadero drama de Vidarbha comenzó en julio de 2005. Cuando el Gobierno de Maharashtra, el Estado indio donde se encuentra la zona, aprobó la introducción de nuevas semillas de cultivo con modificaciones genéticas: la variedad BT, según las autoridades, más eficaz y resistente. Y los campesinos, empujados por la publicidad, se acogieron a las nuevas semillas. Mal hecho. «Los costes para mantener los cultivos de algodón en semilla BT son un 100% mayores que las tradicionales. Y, mientras tanto, el precio de venta del algodón ha bajado un 50%. Es decir, que el campesino paga el doble y recibe la mitad que hace una década», dice a Tiwari. A la injusticia del comercio internacional se sumaba la negligencia doméstica. Esa es la ecuación que lleva al suicidio.
Además, paralelamente, el Gobierno decidió retirar los subsidios agrícolas para los campesinos. Sin los fondos de países como EEUU, Nueva Delhi dijo no poder mantenerlos. Antes de esa medida, la autoridad regional que monopoliza la compra de algodón solía adquirir la materia prima a los agricultores por 45,2 euros por quintal (46 Kg). Y ahora, dice Tiwari, por 30,7 euros. El campesino está perdiendo.
Desde la Revolución Verde -una intensa campaña de modernización agrícola puesta en marcha en el país en los años 60 y 70-, la India no había vivido una crisis agraria de raíces tan profundas como la que sufren los campesinos de Vidarbha, que tienen que acudir a prestamistas privados porque los bancos se niegan a concederles créditos.
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POBRES ENTRE RICOS
El país presume estos años de su economía dinámica. Decenas de millones de habitantes de las ciudades están dejando la pobreza y formando una nueva clase media que llena los centros comerciales de ciudades como Mumbay o Chennai. Los multimillonarios han irrumpido en las listas de los más ricos que elabora la revista Forbes y los periódicos están llenos de historias de éxitos. Pero la agricultura, de la que vive la mayoría de la población, hace de la India el país con más pobres del mundo. Vidarbha es un ejemplo: los pozos son manuales; las mujeres cargan pesados fardos en un terreno pedregoso y antipático.
«Contemplamos una inversión de 250.000 millones de rupias (en euros, unos 4.520 millones)». Son palabras de Manmohan Singh, el primer ministro, en su discurso pronunciado el 15 de agosto con motivo del 60 aniversario de la independencia.
Según el periodista indio Jaideep Hardikar, que ha estudiado a fondo los problemas que sufre Vidarbha, en la zona hay unos ocho millones de personas que dependen del campo. Y, entre ellas, 300.000 familias están en una situación de lo que el Gobierno denomina «angustia aguda». Es decir, en riesgo de suicidio.
Los campesinos ya sólo encuentran caras semillas transgénicas, y cambiar de cultivo resulta demasiado caro. Por otra parte, el Gobierno indio ha concedido la licencia a la multinacional Monsanto para explotar las semillas de la variedad BT.
«¿Dónde está el sentido?», se pregunta Tiwari. «La semilla BT necesita irrigaciones para funcionar bien. Pero en Vidarbha, el agua no alcanzan siquiera el 5% del terreno cultivable. Aquí el uso de la semilla viene de las presiones que EEUU y Monsanto han ejercido sobre la India. Y mientras, los campesinos entran en bancarrota».
Fueron los occidentales -en concreto los británicos- quienes introdujeron las granjas de algodón en la India en el siglo XIX. El trabajo en condiciones de esclavitud servía para enviar a Europa y EEUU la ropa que vestía a las clases altas en una época donde nadie se paraba a pensar de dónde venían o quién estaba detrás del material utilizado. El hecho de que la vida de aquellos primeros campesinos del algodón no haya apenas cambiado es para muchos la prueba de hasta qué punto el comercio mundial sigue diseñado para beneficio de los ricos.
Babytaila, sin embargo, no entiende de política. Bastante tiene con salvar sus apenas dos hectáreas y sacar adelante a sus tres hijos (16, 18 y 22 años) desde que Chattersingh se bebió el veneno. Está desesperada. «Se necesitan 15.000 rupias al año (unos 270 euros) para mantener el cultivo, y recibimos menos de lo que gastamos». Por el momento, la campesina está a la espera de las promesas de ayuda del Gobierno, mientras intenta sobrevivir trabajando junto a su hija, ya casada, como jornalera de otro campesino más rico. ¿El salario? «Con lo que ganamos las dos, 30 rupias al día, en total poco más de un euro diario, mi hijo puede quedarse cuidando nuestro campo. El nuevo algodón crecerá para dar sentido a la ecuación de Vidarbha -precio de producción, sube; precio de venta, cae- con la misma cadencia que ha abocado al suicidio a miles de campesinos y ha sembrado de miseria y muerte los campos.
En Vidarbha, los suicidas se van pero la desesperación se queda, y con ella las cartas de despedida. «Pratibha, cásate de nuevo, por favor. Te voy a dejar sola».
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POBRES ENTRE RICOS
El país presume estos años de su economía dinámica. Decenas de millones de habitantes de las ciudades están dejando la pobreza y formando una nueva clase media que llena los centros comerciales de ciudades como Mumbay o Chennai. Los multimillonarios han irrumpido en las listas de los más ricos que elabora la revista Forbes y los periódicos están llenos de historias de éxitos. Pero la agricultura, de la que vive la mayoría de la población, hace de la India el país con más pobres del mundo. Vidarbha es un ejemplo: los pozos son manuales; las mujeres cargan pesados fardos en un terreno pedregoso y antipático.
«Contemplamos una inversión de 250.000 millones de rupias (en euros, unos 4.520 millones)». Son palabras de Manmohan Singh, el primer ministro, en su discurso pronunciado el 15 de agosto con motivo del 60 aniversario de la independencia.
Según el periodista indio Jaideep Hardikar, que ha estudiado a fondo los problemas que sufre Vidarbha, en la zona hay unos ocho millones de personas que dependen del campo. Y, entre ellas, 300.000 familias están en una situación de lo que el Gobierno denomina «angustia aguda». Es decir, en riesgo de suicidio.
Los campesinos ya sólo encuentran caras semillas transgénicas, y cambiar de cultivo resulta demasiado caro. Por otra parte, el Gobierno indio ha concedido la licencia a la multinacional Monsanto para explotar las semillas de la variedad BT.
«¿Dónde está el sentido?», se pregunta Tiwari. «La semilla BT necesita irrigaciones para funcionar bien. Pero en Vidarbha, el agua no alcanzan siquiera el 5% del terreno cultivable. Aquí el uso de la semilla viene de las presiones que EEUU y Monsanto han ejercido sobre la India. Y mientras, los campesinos entran en bancarrota».
Fueron los occidentales -en concreto los británicos- quienes introdujeron las granjas de algodón en la India en el siglo XIX. El trabajo en condiciones de esclavitud servía para enviar a Europa y EEUU la ropa que vestía a las clases altas en una época donde nadie se paraba a pensar de dónde venían o quién estaba detrás del material utilizado. El hecho de que la vida de aquellos primeros campesinos del algodón no haya apenas cambiado es para muchos la prueba de hasta qué punto el comercio mundial sigue diseñado para beneficio de los ricos.
Babytaila, sin embargo, no entiende de política. Bastante tiene con salvar sus apenas dos hectáreas y sacar adelante a sus tres hijos (16, 18 y 22 años) desde que Chattersingh se bebió el veneno. Está desesperada. «Se necesitan 15.000 rupias al año (unos 270 euros) para mantener el cultivo, y recibimos menos de lo que gastamos». Por el momento, la campesina está a la espera de las promesas de ayuda del Gobierno, mientras intenta sobrevivir trabajando junto a su hija, ya casada, como jornalera de otro campesino más rico. ¿El salario? «Con lo que ganamos las dos, 30 rupias al día, en total poco más de un euro diario, mi hijo puede quedarse cuidando nuestro campo. El nuevo algodón crecerá para dar sentido a la ecuación de Vidarbha -precio de producción, sube; precio de venta, cae- con la misma cadencia que ha abocado al suicidio a miles de campesinos y ha sembrado de miseria y muerte los campos.
En Vidarbha, los suicidas se van pero la desesperación se queda, y con ella las cartas de despedida. «Pratibha, cásate de nuevo, por favor. Te voy a dejar sola».
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elmundo.es - España/06/11/2007
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