Steve Fraser
-
(Sin Permiso). ¿Marcarán las elecciones de 2008 un punto de inflexión en la historia política de EEUU? ¿Quedará hecha unos zorros la hegemonía conservadora que ha dominado la política del país en la última generación? Independientemente de la infeliz oposición desarrollada por el partido demócrata, la respuesta es: sí.
(Sin Permiso). ¿Marcarán las elecciones de 2008 un punto de inflexión en la historia política de EEUU? ¿Quedará hecha unos zorros la hegemonía conservadora que ha dominado la política del país en la última generación? Independientemente de la infeliz oposición desarrollada por el partido demócrata, la respuesta es: sí.
-
Con la victoria de Richard Nixon en la elecciones presidenciales de 1968, comenzó la victoria de un nuevo orden político sobre el liberalismo progresista del New Deal. Fue un triunfo histórico, que el otrora estratega republicano y ahora crítico político Kevin Williams calificó memorablemente como "afloramiento de una mayoría republicana". Ahora esa "mayoría" republicana se halla en una crisis sistémica sin salida.
Sólo en momentos de profundo choque para el viejo orden de cosas –la Gran Depresión de los 30, o la conjunción de guerra imperial, enfrentamiento racial y desindustrialización característica de los 60 y 70— se hace posible este tipo de giros radicales en un universo político celebrado por su estabilidad, banalidad y extraordinaria capacidad para eludir las cosas importantes. El trauma tiene que serlo de verdad, y ha de percibirse como traumático. Las dos cosas se dan ahora.
Guerra, colapso económico e implosión política del partido republicano harán de 2008 un año memorable.
Con la victoria de Richard Nixon en la elecciones presidenciales de 1968, comenzó la victoria de un nuevo orden político sobre el liberalismo progresista del New Deal. Fue un triunfo histórico, que el otrora estratega republicano y ahora crítico político Kevin Williams calificó memorablemente como "afloramiento de una mayoría republicana". Ahora esa "mayoría" republicana se halla en una crisis sistémica sin salida.
Sólo en momentos de profundo choque para el viejo orden de cosas –la Gran Depresión de los 30, o la conjunción de guerra imperial, enfrentamiento racial y desindustrialización característica de los 60 y 70— se hace posible este tipo de giros radicales en un universo político celebrado por su estabilidad, banalidad y extraordinaria capacidad para eludir las cosas importantes. El trauma tiene que serlo de verdad, y ha de percibirse como traumático. Las dos cosas se dan ahora.
Guerra, colapso económico e implosión política del partido republicano harán de 2008 un año memorable.
-
La inversión de la política del miedo
Irak es un albatros que, por sí sólo, podría hundir la nave del estado. Llegados al punto actual, no es ya necesario recordar siquiera el número de sondeos que registran las mayorías de americanos partidarios de abandonar sin mayores miramientos esta colosal catástrofe aventurera. Ningún afeite cosmético, como el "incremento", puede, a fin de cuentas, variar las cosas: amplísimas mayorías decidieron hace ya tiempo que la invasión fue un fracaso, y los objetivos geopolíticos y geoeconómicos de la Administración Bush no dejan margen alguno para la formación de un genuino nacionalismo iraquí que sería la única salida posible de este lío.
El fatal impacto de la aventura presidencial en Irak tiene, sin embargo, consecuencias harto más hondas. Ha socavado la política del miedo en la que, por encima de cualquier otra cosa, se empeñó la Administración Bush. Según los últimos sondeos de opinión, los demócratas que valoran como asunto clave la seguridad nacional se ha encogido hasta un porcentaje que ronda lo estadísticamente irrelevante. Los independientes muestran una similar actitud de "allí estuve y eso hice". Los republicanos manifiestan niveles de alarma significativamente mayores, pero harto más bajos que hace uno o dos años.
De hecho, la política del miedo podría ahora operar a la inversa. La crónica beligerancia de la Administración Bush, especialmente en el último año con respecto a Irán, y el grotesco rechinar de sables de los candidatos presidenciales republicanos (o genuino, o sabiéndose presos del legado de Bush) es espeluznante. Su sola promesa parece consistir en una guerra infinita cuyos propósitos pocos pueden entender y todavía menos aceptar. Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt, para mucha gente, hoy, la única cosa temible es la política misma del temor.
Y luego está la guerra a la Constitución. Randolph Bourne, un intelectual público que escribía en la época de la I Guerra Mundial, es recordado hoy por una pregnante observación: esta guerra es la salud del Estado. Movilizar para la guerra invita al crecimiento canceroso del aparato burocrático del estado y de su poder sobre la vida cotidiana. Como si de una fruta más que madura se tratase, este tipo de "salud" propiciada por la guerra está ahora metamorfoseando en su contrario, en lo que podríamos llamar la "enfermedad de Estado".
Las transgresiones constitucionales de la rama ejecutiva y la usurpación por su parte de poderes reservados a las dos otras ramas del Estado son ya suficientemente conocidas a estas alturas. Buena parte de esas demasías agresivas han sido estimuladas por la hybris imperial tan bien ejemplificada en la invasión de Irak. Sería miope dar en pensar que eso sólo afecta al sentimiento de ecuanimidad de un pequeño círculo de defensores de las libertades civiles. Hay una inveterada y robusta tradición en la vida política americana siempre susceptible ante este tipo de estatismo. En parte, eso ayuda a comprender un buen número de defecciones en el partido republicano por parte de gentes que lo creen secuestrado por las elites políticas enmascaradas con el tradicionalmente conservador "vive libre o muere".
Añádase ahora a ese brebaje brujeril el potencial colapso económico. Aun los más sobrios observadores económicos, columnistas y tertulianos con doctorado –cuyo triste registro en la predicción de cualquier cosa me tienta a omitirlos— andan profetizando tiempos sombríos. La depresión –o un desplome tan profundo que no vale la pena quisquillosear con distingos— está a la vista. La economía política del militarismo ha sido un factor principal de estabilidad en los negocios durante más de medio siglo; pero ahora, como en la era de Vietnam, los déficit generados por la invasión no hacen sino exacerbar un dilema mucho más apremiante.
Comiéncese por el juego de la confianza huída de Wall Street; después de todo, la debacle de las hipotecas de alto riesgo ocupa ahora la primera plana de los periódicos, día tras día, trapacería tras trapacería. Verdad es que esas historias de codicia y marrullería financiera han pasado a ser entumecida rutina. Y sin embargo, precisamente ese sentido de déjà vu una y otra vez, de repetición de Enron, de infinita cascada de escándalos y comportamientos irracionales que afectan a instituciones financieras centrales de nuestro mundo, sugiere lo terribles que han llegado a ser las cosas.
La inversión de la política del miedo
Irak es un albatros que, por sí sólo, podría hundir la nave del estado. Llegados al punto actual, no es ya necesario recordar siquiera el número de sondeos que registran las mayorías de americanos partidarios de abandonar sin mayores miramientos esta colosal catástrofe aventurera. Ningún afeite cosmético, como el "incremento", puede, a fin de cuentas, variar las cosas: amplísimas mayorías decidieron hace ya tiempo que la invasión fue un fracaso, y los objetivos geopolíticos y geoeconómicos de la Administración Bush no dejan margen alguno para la formación de un genuino nacionalismo iraquí que sería la única salida posible de este lío.
El fatal impacto de la aventura presidencial en Irak tiene, sin embargo, consecuencias harto más hondas. Ha socavado la política del miedo en la que, por encima de cualquier otra cosa, se empeñó la Administración Bush. Según los últimos sondeos de opinión, los demócratas que valoran como asunto clave la seguridad nacional se ha encogido hasta un porcentaje que ronda lo estadísticamente irrelevante. Los independientes muestran una similar actitud de "allí estuve y eso hice". Los republicanos manifiestan niveles de alarma significativamente mayores, pero harto más bajos que hace uno o dos años.
De hecho, la política del miedo podría ahora operar a la inversa. La crónica beligerancia de la Administración Bush, especialmente en el último año con respecto a Irán, y el grotesco rechinar de sables de los candidatos presidenciales republicanos (o genuino, o sabiéndose presos del legado de Bush) es espeluznante. Su sola promesa parece consistir en una guerra infinita cuyos propósitos pocos pueden entender y todavía menos aceptar. Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt, para mucha gente, hoy, la única cosa temible es la política misma del temor.
Y luego está la guerra a la Constitución. Randolph Bourne, un intelectual público que escribía en la época de la I Guerra Mundial, es recordado hoy por una pregnante observación: esta guerra es la salud del Estado. Movilizar para la guerra invita al crecimiento canceroso del aparato burocrático del estado y de su poder sobre la vida cotidiana. Como si de una fruta más que madura se tratase, este tipo de "salud" propiciada por la guerra está ahora metamorfoseando en su contrario, en lo que podríamos llamar la "enfermedad de Estado".
Las transgresiones constitucionales de la rama ejecutiva y la usurpación por su parte de poderes reservados a las dos otras ramas del Estado son ya suficientemente conocidas a estas alturas. Buena parte de esas demasías agresivas han sido estimuladas por la hybris imperial tan bien ejemplificada en la invasión de Irak. Sería miope dar en pensar que eso sólo afecta al sentimiento de ecuanimidad de un pequeño círculo de defensores de las libertades civiles. Hay una inveterada y robusta tradición en la vida política americana siempre susceptible ante este tipo de estatismo. En parte, eso ayuda a comprender un buen número de defecciones en el partido republicano por parte de gentes que lo creen secuestrado por las elites políticas enmascaradas con el tradicionalmente conservador "vive libre o muere".
Añádase ahora a ese brebaje brujeril el potencial colapso económico. Aun los más sobrios observadores económicos, columnistas y tertulianos con doctorado –cuyo triste registro en la predicción de cualquier cosa me tienta a omitirlos— andan profetizando tiempos sombríos. La depresión –o un desplome tan profundo que no vale la pena quisquillosear con distingos— está a la vista. La economía política del militarismo ha sido un factor principal de estabilidad en los negocios durante más de medio siglo; pero ahora, como en la era de Vietnam, los déficit generados por la invasión no hacen sino exacerbar un dilema mucho más apremiante.
Comiéncese por el juego de la confianza huída de Wall Street; después de todo, la debacle de las hipotecas de alto riesgo ocupa ahora la primera plana de los periódicos, día tras día, trapacería tras trapacería. Verdad es que esas historias de codicia y marrullería financiera han pasado a ser entumecida rutina. Y sin embargo, precisamente ese sentido de déjà vu una y otra vez, de repetición de Enron, de infinita cascada de escándalos y comportamientos irracionales que afectan a instituciones financieras centrales de nuestro mundo, sugiere lo terribles que han llegado a ser las cosas.
-
La enronización como vida normal
Érase que se era un tiempo, todo el siglo XIX, en que los pánicos financieros –a menudo, propiciadores de desplomes económicos generalizados—, aun si temidos, eran comúnmente aceptados como parte de la vida económica "normal". Vino entonces el crac de 1929, al que siguió el Estado regulatorio keynesiano como medio de prevenir su repetición, que hizo que esos ciclos extremos cíclicos fueran raros.
Comenzando con el crack del mercado de valores en 1987, sin embargo, han vuelto a hacerse comunes, del modo más notorio –hasta ahora, claro— con la implosión del punto.com del año 2000 y la enronización que le siguió. Enron parece ayer sólo porque, de hecho, fue ayer mismo, lo que es poderosos indicio de que el sector financiero está ahora cada vez más fuera de control. Al menos tres factores andan agazapados tras esa nueva realidad.
Gracias a la contrarrevolución de Reagan, muy poco se ha dejado a la mano reguladora del Estado, y lo que se ha dejado ha quedado en manos de quienes más necesitarían ser regulados. (A despecho de las amargas protestas del mundo de los negocios, la ley Sarbaness-Oxley aprobada tras el estallido de la burbuja del punto.com se ha revelado más que desleída en punto a prevenir las inopinadas maniobras de la alta finanza, como sugiere la actual debacle financiera.)
Más significativo todavía: durante el último cuarto de siglo, por lo menos, el entero sistema económico norteamericano ha vivido de las especulaciones generadas por el sector financiero, designado a veces con el acrónimo "fuego", FIRE [finanzas, seguros y propiedad inmobiliaria, por sus siglas en inglés; N.T.]. Ha crecido exponencialmente, mientras que buena parte del resto de a economía, y señaladamente el corazón industrial del país, se ha marchitado. FIRE tienen un enorme peso y la capacidad para generar grandes daños. Su crecimiento, además, ha sido el suelo nutricio para la proliferación de actividades y activos financieros tan complejos y arcanos, que ni siquiera quienes los diseñaron entienden cabalmente cómo funcionan.
Puede llamarse a eso el efecto del aprendiz de brujo. En un contexto así, crecen la probabilidad y la frecuencia de los pánicos financieros, y a punto tal, que se convierten en "accidentes normales": un oxímoron aplicado por vez primera a sistemas tecnológicos muy sofisticados, como las plantas de energía nuclear, por el sociólogo Charles Perrow. Esos sistemas están intrínsecamente sujetos a colapso por razones que quienes operan con ellos no pueden anticipar cabalmente, o lidiar razonablemente con el mismo, una vez los sistemas se han puesto en funcionamiento. Y eso es precisamente así, porque nunca logran entender plenamente las laberínticos vericuetos y los ramificados efectos de la manera de funcionar de esos sistemas.
La analogía entre la actual implosión subprime y un "accidente normal" de ese tipo es más que metafórica. A los fabricantes en Wall Street de los instrumentos financieros de vanguardia se les llama ahora "ingenieros financieros". Se entrenaron en "laboratorios", como los del Dr. Frankenstein, ubicados en Wharton, Princetn, Harvard y Berkeley. Cada vez que una de sus creaciones sale rana, se rascan asombrados la cabeza (seguros, huelga decirlo, de que tienen a mano un bote salvavidas, mientras los inversores, los empleados, los suministradores y comunidades enteras se van a pique con el barco).
Sin embargo, lo que hace un portento del último "accidente normal" de Wall Street es la manera en que está interactuando, infectándolas, con las partes más sanas de la economía. Cuando estalló la burbuja del punto.com, mucho inocentes resultaron perjudicados, no sólo los asiduos de Wall Street. Pero su impacto acabó siendo limitado. Ahora, con la debacle de las hipotecas de alto riesgo, la vida corriente de la calle está en el punto de mira.
No es sólo cosa de quiebras en masa. No es sólo cosa de precios inmobiliarios por los suelos. No es sólo cosa de que se arruina buena parte del sector de la construcción (lo que a buen seguro será fuente de inspiración para algunos habituales de los pronósticos apocalípticos). No se trata precisamente de probidad de converso, como si las instituciones financieras hubieran subitáneamente abrazado la religión y redescubierto la palabra"prudencia", dejando de prestar indiscriminadamente. Es todo eso, tomado de consuno, lo que apunta ominosamente a un colapso general de la estructura crediticia que ha mantenido en pie al capitalismo del consumo durante décadas.
La enronización como vida normal
Érase que se era un tiempo, todo el siglo XIX, en que los pánicos financieros –a menudo, propiciadores de desplomes económicos generalizados—, aun si temidos, eran comúnmente aceptados como parte de la vida económica "normal". Vino entonces el crac de 1929, al que siguió el Estado regulatorio keynesiano como medio de prevenir su repetición, que hizo que esos ciclos extremos cíclicos fueran raros.
Comenzando con el crack del mercado de valores en 1987, sin embargo, han vuelto a hacerse comunes, del modo más notorio –hasta ahora, claro— con la implosión del punto.com del año 2000 y la enronización que le siguió. Enron parece ayer sólo porque, de hecho, fue ayer mismo, lo que es poderosos indicio de que el sector financiero está ahora cada vez más fuera de control. Al menos tres factores andan agazapados tras esa nueva realidad.
Gracias a la contrarrevolución de Reagan, muy poco se ha dejado a la mano reguladora del Estado, y lo que se ha dejado ha quedado en manos de quienes más necesitarían ser regulados. (A despecho de las amargas protestas del mundo de los negocios, la ley Sarbaness-Oxley aprobada tras el estallido de la burbuja del punto.com se ha revelado más que desleída en punto a prevenir las inopinadas maniobras de la alta finanza, como sugiere la actual debacle financiera.)
Más significativo todavía: durante el último cuarto de siglo, por lo menos, el entero sistema económico norteamericano ha vivido de las especulaciones generadas por el sector financiero, designado a veces con el acrónimo "fuego", FIRE [finanzas, seguros y propiedad inmobiliaria, por sus siglas en inglés; N.T.]. Ha crecido exponencialmente, mientras que buena parte del resto de a economía, y señaladamente el corazón industrial del país, se ha marchitado. FIRE tienen un enorme peso y la capacidad para generar grandes daños. Su crecimiento, además, ha sido el suelo nutricio para la proliferación de actividades y activos financieros tan complejos y arcanos, que ni siquiera quienes los diseñaron entienden cabalmente cómo funcionan.
Puede llamarse a eso el efecto del aprendiz de brujo. En un contexto así, crecen la probabilidad y la frecuencia de los pánicos financieros, y a punto tal, que se convierten en "accidentes normales": un oxímoron aplicado por vez primera a sistemas tecnológicos muy sofisticados, como las plantas de energía nuclear, por el sociólogo Charles Perrow. Esos sistemas están intrínsecamente sujetos a colapso por razones que quienes operan con ellos no pueden anticipar cabalmente, o lidiar razonablemente con el mismo, una vez los sistemas se han puesto en funcionamiento. Y eso es precisamente así, porque nunca logran entender plenamente las laberínticos vericuetos y los ramificados efectos de la manera de funcionar de esos sistemas.
La analogía entre la actual implosión subprime y un "accidente normal" de ese tipo es más que metafórica. A los fabricantes en Wall Street de los instrumentos financieros de vanguardia se les llama ahora "ingenieros financieros". Se entrenaron en "laboratorios", como los del Dr. Frankenstein, ubicados en Wharton, Princetn, Harvard y Berkeley. Cada vez que una de sus creaciones sale rana, se rascan asombrados la cabeza (seguros, huelga decirlo, de que tienen a mano un bote salvavidas, mientras los inversores, los empleados, los suministradores y comunidades enteras se van a pique con el barco).
Sin embargo, lo que hace un portento del último "accidente normal" de Wall Street es la manera en que está interactuando, infectándolas, con las partes más sanas de la economía. Cuando estalló la burbuja del punto.com, mucho inocentes resultaron perjudicados, no sólo los asiduos de Wall Street. Pero su impacto acabó siendo limitado. Ahora, con la debacle de las hipotecas de alto riesgo, la vida corriente de la calle está en el punto de mira.
No es sólo cosa de quiebras en masa. No es sólo cosa de precios inmobiliarios por los suelos. No es sólo cosa de que se arruina buena parte del sector de la construcción (lo que a buen seguro será fuente de inspiración para algunos habituales de los pronósticos apocalípticos). No se trata precisamente de probidad de converso, como si las instituciones financieras hubieran subitáneamente abrazado la religión y redescubierto la palabra"prudencia", dejando de prestar indiscriminadamente. Es todo eso, tomado de consuno, lo que apunta ominosamente a un colapso general de la estructura crediticia que ha mantenido en pie al capitalismo del consumo durante décadas.
-
En campaña a través de una tormenta perfecta de desastre económico
El incremento del valor líquido de la vivienda durante el largo boom inmobiliario ha sido el recurso principal que ha tenido la gente común para financiar sus gastos grandes –desde la educación universitaria de los hijos hasta los bienes de consumo duradero, desde el cambio de vivienda en el mercado inmobiliario hasta las vacaciones. Buena parte del valor líquido de ese medio de consumo se ha esfumado subitáneamente, y más lo hará a no tardar. Así también, las líneas vitales de crédito que permiten el funcionamiento y la contratación de asalariados por parte de todo tipo de empresas pequeñas y medianas están secándose a toda velocidad. Enteras comunidades, sectores industriales enteros y enteras economías regionales están bajo amenaza.
Todo eso podría considerarse ya bastante. Pero hay más. El petróleo, naturalmente. Aquí, la conexión con Irak es clara; pero se puede sostener razonablemente que la escalada de los precios del petróleo habría ocurrido de todas maneras. Lo cierto es que la explosión de los precios energéticos exacerba la crisis económica general, en parte elevando los costes de producción en toda la economía, o que desinhibe a las fuerzas de la contracción económica. Análogamente, cada incremento del precio del petróleo contribuye al ulterior desbalance de lo que muchos ya consideran un insoportable déficit de la balanza de pagos norteamericana. Esto, a su vez, contribuye a la continuada decadencia del dólar, la devaluación del cual tiene por efecto una mayor subida del precio del petróleo (parcialmente, para compensar a los tenedores de petrodólares que se hallan en posesión de una divisa que pierde valor a ojos vista). En la medida en que países estratégicos de Oriente Medio y Asia se acomoden cada vez más a la conversión de sus reservas de dólares en euros o en otras divisas más fiables –es decir, más provechosas—, la posibilidad de un ataque especulativo contra el dólar, no por temida, dejará de estar muy presente en la cabeza de todos.
Finalmente: es vital recordar que este tsunami de pésimos negocios está en ciernes de barrer una economía gravemente enferma. Aunque el viejo régimen, la contrarrevolución Reagan-Bush, ha sobrevivido a los pesados vapores del sector FIRE, ha dejado tras de sí una nación desindustralizada, repleta de inmigrantes superexplotados y de millones de familias cuyos ingresos no han dejado de sufrir una permanente erosión. Para sostener un nivel de vida para el que antes bastaba holgadamente un salario, ahora se necesitan dos asalariados trabajando duramente largas horas. Y eso sin contar con la desaparición de seguros de salud, pensiones y otras formas de protección frente a las vicisitudes del libre mercado o de las calamidades naturales. También eso es la marca duradera de una economía política ahora a pique de la quiebra.
La tormenta perfecta se abatirá sobre nosotros justo cuando la estación electoral se halle en su punto culminante. Inevitablemente, acelerará la ya muy avanzada implosión del partido republicano, razón –definitiva— por la cual las elecciones de 2008 pasarán a la historia como un punto de inflexión. Los informes de defecciones conservadoras proceden de todos los puntos de la brújula política. Las elecciones al Congreso de 2006 registraron el primer seísmo de ese cambio. Desde entonces, los independientes y los republicanos moderados siguen desertando en número creciente, según los sondeos, del GOP [Gran Viejo Partido, por sus siglas en inglés; N.T.]. El Wall Street Journal informa de una creciente desafección por parte de importantes círculos del mundo de los negocios y de las finanzas. Derechistas religiosos del sector duro están aireando sus dudas en público. Los ultraneoliberales se deleitan con el apóstata Ron Paul. El populista resentimiento conservador contra la inmigración se ceba con la determinación de la elite empresarial de aumentar el volumen de trabajo barato, mientras que los hispanos refluyen a mares hacia el partido demócrata.
Todos los indicios son ominosos. La credibilidad y la legitimidad del viejo orden opera ahora con un elevado descuento. Más llamativa y fatal es tal vez la parálisis que se propaga por el seno de los consejos en la cúspide. Enfrentados a terribles apuros tanto en casa como en el mundo, se limitan a no hacer nada, salvo ruido de sables, cautivos como están de una ideología, la propia, ahora en bancarrota. No pocos se dirán que cualquier cosa es mejor que esto.
¿O no? ¿Qué, si la oposición es vacilante, incoherente y falta de voluntad, apelativos que los demócratas se han ganado a pulso por parte de los críticos? Por indiscutiblemente malo que eso sea, no creo yo que eso importe mucho, no al menos en el corto plazo.
Piénsese en la campaña presidencial de 1932, a modo de instructivo ejemplo. La crisis de la Gran Depresión fue sistémica, pero la respuesta del partido demócrata y de su candidato Franklin Delano Roosevelt –pocos recuerdan eso ahora— no fue precisamente audaz. En muchos respectos, no fue tan distinta de la del presidente republicano Herbert Hoover, ni había tampoco mucha oposición militante en las calles, no desde luego en 1932, apenas más que el lamentable nivel de resistencia masiva organizada que vemos ahora en las calle, a pesar del acúmulo de provocaciones de la Administración Bush.
Y sin embargo, lo que vino luego fue el New Deal. Y no solo el New Deal, sino una era de protesta social, incluidas rebeliones laborales, raciales y granjeras, sin las cuales nunca habría habido New Deal ni se habría dado la Gran Sociedad. ¿Ocurrirá algo parecido en los años venideros? Nadie puede saberlo. Pero está a punto de abrirse una puerta. Steve Fraser es un escritor y editor norteamericano, co-fundador del American Empire Project. Es autor del libro Every Man a Speculator: A History of Wall Street in American Life [Todos especuladores: una historia de Wall Street en la vida Americana]. Su próximo libro (Wall Street: el palacio del sueño Americano) será publicado en Yale University Press en marzo de 2008.
En campaña a través de una tormenta perfecta de desastre económico
El incremento del valor líquido de la vivienda durante el largo boom inmobiliario ha sido el recurso principal que ha tenido la gente común para financiar sus gastos grandes –desde la educación universitaria de los hijos hasta los bienes de consumo duradero, desde el cambio de vivienda en el mercado inmobiliario hasta las vacaciones. Buena parte del valor líquido de ese medio de consumo se ha esfumado subitáneamente, y más lo hará a no tardar. Así también, las líneas vitales de crédito que permiten el funcionamiento y la contratación de asalariados por parte de todo tipo de empresas pequeñas y medianas están secándose a toda velocidad. Enteras comunidades, sectores industriales enteros y enteras economías regionales están bajo amenaza.
Todo eso podría considerarse ya bastante. Pero hay más. El petróleo, naturalmente. Aquí, la conexión con Irak es clara; pero se puede sostener razonablemente que la escalada de los precios del petróleo habría ocurrido de todas maneras. Lo cierto es que la explosión de los precios energéticos exacerba la crisis económica general, en parte elevando los costes de producción en toda la economía, o que desinhibe a las fuerzas de la contracción económica. Análogamente, cada incremento del precio del petróleo contribuye al ulterior desbalance de lo que muchos ya consideran un insoportable déficit de la balanza de pagos norteamericana. Esto, a su vez, contribuye a la continuada decadencia del dólar, la devaluación del cual tiene por efecto una mayor subida del precio del petróleo (parcialmente, para compensar a los tenedores de petrodólares que se hallan en posesión de una divisa que pierde valor a ojos vista). En la medida en que países estratégicos de Oriente Medio y Asia se acomoden cada vez más a la conversión de sus reservas de dólares en euros o en otras divisas más fiables –es decir, más provechosas—, la posibilidad de un ataque especulativo contra el dólar, no por temida, dejará de estar muy presente en la cabeza de todos.
Finalmente: es vital recordar que este tsunami de pésimos negocios está en ciernes de barrer una economía gravemente enferma. Aunque el viejo régimen, la contrarrevolución Reagan-Bush, ha sobrevivido a los pesados vapores del sector FIRE, ha dejado tras de sí una nación desindustralizada, repleta de inmigrantes superexplotados y de millones de familias cuyos ingresos no han dejado de sufrir una permanente erosión. Para sostener un nivel de vida para el que antes bastaba holgadamente un salario, ahora se necesitan dos asalariados trabajando duramente largas horas. Y eso sin contar con la desaparición de seguros de salud, pensiones y otras formas de protección frente a las vicisitudes del libre mercado o de las calamidades naturales. También eso es la marca duradera de una economía política ahora a pique de la quiebra.
La tormenta perfecta se abatirá sobre nosotros justo cuando la estación electoral se halle en su punto culminante. Inevitablemente, acelerará la ya muy avanzada implosión del partido republicano, razón –definitiva— por la cual las elecciones de 2008 pasarán a la historia como un punto de inflexión. Los informes de defecciones conservadoras proceden de todos los puntos de la brújula política. Las elecciones al Congreso de 2006 registraron el primer seísmo de ese cambio. Desde entonces, los independientes y los republicanos moderados siguen desertando en número creciente, según los sondeos, del GOP [Gran Viejo Partido, por sus siglas en inglés; N.T.]. El Wall Street Journal informa de una creciente desafección por parte de importantes círculos del mundo de los negocios y de las finanzas. Derechistas religiosos del sector duro están aireando sus dudas en público. Los ultraneoliberales se deleitan con el apóstata Ron Paul. El populista resentimiento conservador contra la inmigración se ceba con la determinación de la elite empresarial de aumentar el volumen de trabajo barato, mientras que los hispanos refluyen a mares hacia el partido demócrata.
Todos los indicios son ominosos. La credibilidad y la legitimidad del viejo orden opera ahora con un elevado descuento. Más llamativa y fatal es tal vez la parálisis que se propaga por el seno de los consejos en la cúspide. Enfrentados a terribles apuros tanto en casa como en el mundo, se limitan a no hacer nada, salvo ruido de sables, cautivos como están de una ideología, la propia, ahora en bancarrota. No pocos se dirán que cualquier cosa es mejor que esto.
¿O no? ¿Qué, si la oposición es vacilante, incoherente y falta de voluntad, apelativos que los demócratas se han ganado a pulso por parte de los críticos? Por indiscutiblemente malo que eso sea, no creo yo que eso importe mucho, no al menos en el corto plazo.
Piénsese en la campaña presidencial de 1932, a modo de instructivo ejemplo. La crisis de la Gran Depresión fue sistémica, pero la respuesta del partido demócrata y de su candidato Franklin Delano Roosevelt –pocos recuerdan eso ahora— no fue precisamente audaz. En muchos respectos, no fue tan distinta de la del presidente republicano Herbert Hoover, ni había tampoco mucha oposición militante en las calles, no desde luego en 1932, apenas más que el lamentable nivel de resistencia masiva organizada que vemos ahora en las calle, a pesar del acúmulo de provocaciones de la Administración Bush.
Y sin embargo, lo que vino luego fue el New Deal. Y no solo el New Deal, sino una era de protesta social, incluidas rebeliones laborales, raciales y granjeras, sin las cuales nunca habría habido New Deal ni se habría dado la Gran Sociedad. ¿Ocurrirá algo parecido en los años venideros? Nadie puede saberlo. Pero está a punto de abrirse una puerta. Steve Fraser es un escritor y editor norteamericano, co-fundador del American Empire Project. Es autor del libro Every Man a Speculator: A History of Wall Street in American Life [Todos especuladores: una historia de Wall Street en la vida Americana]. Su próximo libro (Wall Street: el palacio del sueño Americano) será publicado en Yale University Press en marzo de 2008.
-
Otros artículos
Guerras, depresión y vuelco electoral: lo que le espera a EEUU en 2008
James Hoffa hace duros cuestionamientos a Bush por libre comercio
De las guerras por petróleo a las guerras por agua
Bush: la CIA le quita la silla
Castillos de naipes en Estados Unidos
El gobierno estadounidense pretende elevar subsidios para la producción de etanol
La quiebra del mayor banco del mundo: Citigroup
Mala leche
Guerras, depresión y vuelco electoral: lo que le espera a EEUU en 2008
James Hoffa hace duros cuestionamientos a Bush por libre comercio
De las guerras por petróleo a las guerras por agua
Bush: la CIA le quita la silla
Castillos de naipes en Estados Unidos
El gobierno estadounidense pretende elevar subsidios para la producción de etanol
La quiebra del mayor banco del mundo: Citigroup
Mala leche
-
BolPress - Bolivia/02/01/2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario