Hablemos de la fe
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He podido comprobar una y otra vez que el cumplimiento y la realización de nuestros más importantes deseos, aquellos a los que conferimos mayor relevancia y significación, no empiezan si no es en la fe. No dan su primer paso adelante, si no es en la fe; y no llegan a la cumbre de su realización, si no es en la fe.
Aunque soy agnóstica, me gusta leer los llamados libros de la revelación, como la Biblia en sus diferentes versiones, el Corán -este sólo lo puedo leer en versiones traducidas, ya que no leo árabe- y también, aunque no se consideren libros de esa índole, los vedas. Son libros muy interesantes que recogen mucha sabiduría humana, créanlo. De la Fe, decía, Cristo –según los evangelios canónicos- a quienes le miraban, perplejos y anonadados, por las obras que, al parecer, realizaba: “… Mayores cosas que yo haríais si tuvierais fe. Os aseguro que si tuvierais la fe de un granito de mostaza le diríais a esa montaña “quítate de ahí y ponte allí” y la montaña se apartaría y trasladaría de lugar. …” Seguro que, cuando decía “si tuvierais fe”, no estaba refiriéndose a ese tener como quien tiene un lápiz, o un coche, o una casa... No estaba aludiendo a un tener material y comprable, cómo quien tiene un coche o una bicicleta, y tampoco a un tener “inevitable” del tipo pasivo, como quien tiene veinte años o siete o los que tenga. No, nada de eso. Tampoco pienso que un hombre tan humano y de carne y hueso –si es que existió- cómo era él. Tampoco se refería a un tener ciego y divino, sobrenatural… No, nada de eso, pienso yo que aludía a un tipo de tener que no es tener, sino vivir y sentir. A una fe que se va construyendo de dentro hacia fuera en la medida que avanzamos en la búsqueda. A una fe que no es ciega ni se deposita en lo externo, ni en la adoración de imágenes e ídolos, ni, mucho menos, en la creencia de un ser omnipotente –un poco caprichoso, pendenciero y arbitrario-, al que se le pueden pedir todo tipo de cosas, pero que únicamente concederá las que le venga en gana, y a quien le venga en gana, que para eso es Dios…
Me da la impresión de que la fe, la mía, se trataba más bien de una fe distinta. De una fe forjada en lo interno y con el esfuerzo del quehacer continuado día a día, que se tiene porque se vive en ella y no se agota si nosotros no nos vendamos los ojos para no verla; no a una fe que se recibe como algo de fuera hacia dentro y cuya cantidad poseemos y se va gastando con nuestras vidas, sino una fe cuyo filón mora en nosotros y lo vamos construyendo y modelando activamente golpe a golpe, tal vez con las manos del alma más que con las otras, desde lo más interno y rico de nuestro ser. Una fe que se sustenta en el esforzado y lento obrar humano, cuando éste se dedica al crecimiento del ser humano y de la humanidad.
Sí, ese tipo de fe que no consiste en pedir las cosas, sino en construirlas y concederlas para que con cada dádiva se acrisole el poder de la entrega humana. Esa fe que no cierra los ojos ante el esfuerzo del trabajo y del compromiso propio, sino que se sumerge en ellos con una entrega verdadera y cuestiona instante a instante cada una de nuestras acciones. Esa fe que no cierra las preguntas con respuestas en las que hay que creer, sino que crea día a día nuevas preguntas a cada una de las respuestas que encuentra en un acto interno y creativo del ser, y que da fuerza para seguir luchando por el hallazgo continuado de nuevas respuestas.
Pasteur decía que su fuerza residía en su tenacidad. La mía, mi fuerza, reside en la tenaz construcción de la fe en mi vida y en la tenaz persecución y vivencia de la fe en todos mis actos, palabras, pensamientos y deseos.
Sí, fe en mí, en lo esencial de mí aunque a veces lo sienta lejano. Fe en mis semejantes, en todos ellos, aunque a veces los viva como muy desiguales y diferentes a mí. Esa percepción de diferencias forma parte de los autoengaños en los que navegamos a la deriva; pero si incluso en la deriva permanecemos en la fe de la construcción de la igualdad, los autoengaños se desvanecen y la igualdad de todos nosotros, esa igualdad que no es uniformidad y que nos convierte en semejantes triunfa e ilumina nuestra marcha en la fe hacia el encuentro con la libertad, la igualdad y la fraternidad.
La fe en nosotros, en nuestros semejantes y en nuestro conjunto obrar, nos permite acceder al conocimiento de que nuestra fuerza reside, justamente, en nuestra debilidad, en nuestra vulnerabilidad; mientras que nuestra verdadera debilidad reside en todas esas creencias nuestras acerca de lo fuertes, indestructibles e invulnerables que somos.
La fe de la que yo hablo, y en la que yo vivo, no tiene absolutamente nada que ver en creer o no creer en Dios o en sus subrogados; es el soporte al que me agarro cuando de pronto no puedo ver la diferencia que hay entre buscar y perderse. Esa diferencia es más o menos la misma que hay entre el labrar la tierra, sembrar el trigo, recoger la cosecha, moler el grano, amasar la harina, hornear el pan y comerlo; y acudir a una panadería, comprar un pan y comérselo. Porque la búsqueda, más allá de lo que cada uno busque, ya sea a Dios -los que en él creen-, o la realización de la humanidad, sólo da su fruto real si uno mismo es la tierra, el agua, el aire, el fuego del horno, el trigo, el molino, la harina y el pan. De eso, la fe viva que en mi vive, me da testimonio, me ayuda en el descubrimiento y en la asunción de mis engaños para desarmarlos y enderezar mi búsqueda.
Y a lo largo de esa búsqueda mi ser cree. Sí, mi ser cree en la suavidad de toda mano que le roce el alma; en la luz que tras cada noche nace; en la voluntad del reanudado y perenne esfuerzo humano; en los pasos que crean camino, y en todo aquello que resuena en mi alma y en todas las almas.
Sí, mi ser cree en todo aquello que nos impulsa a construir, día a día, la fraternidad humana y que crea en mi pecho el diseño de esa fe instante a instante. Sí, mi ser cree en ese horizonte que, en la muerte y en la vida, vislumbra sorprendido a lo largo de su existir, y que atrae las manos de mi alma y de mi carne desde más allá del confín del sufrimiento, desde más allá de todas las lágrimas y de todas las sombras, a este más acá de lo cotidiano, a éste vivir en la razón y en la fe con el corazón y con la mente.
(De mi libro "¿Dónde están las manos de mi alma?" que no está publicado ni creo que se llegue a publicar nunca.)
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LQSomos. Hannah. Marzo de 2008
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He podido comprobar una y otra vez que el cumplimiento y la realización de nuestros más importantes deseos, aquellos a los que conferimos mayor relevancia y significación, no empiezan si no es en la fe. No dan su primer paso adelante, si no es en la fe; y no llegan a la cumbre de su realización, si no es en la fe.
Aunque soy agnóstica, me gusta leer los llamados libros de la revelación, como la Biblia en sus diferentes versiones, el Corán -este sólo lo puedo leer en versiones traducidas, ya que no leo árabe- y también, aunque no se consideren libros de esa índole, los vedas. Son libros muy interesantes que recogen mucha sabiduría humana, créanlo. De la Fe, decía, Cristo –según los evangelios canónicos- a quienes le miraban, perplejos y anonadados, por las obras que, al parecer, realizaba: “… Mayores cosas que yo haríais si tuvierais fe. Os aseguro que si tuvierais la fe de un granito de mostaza le diríais a esa montaña “quítate de ahí y ponte allí” y la montaña se apartaría y trasladaría de lugar. …” Seguro que, cuando decía “si tuvierais fe”, no estaba refiriéndose a ese tener como quien tiene un lápiz, o un coche, o una casa... No estaba aludiendo a un tener material y comprable, cómo quien tiene un coche o una bicicleta, y tampoco a un tener “inevitable” del tipo pasivo, como quien tiene veinte años o siete o los que tenga. No, nada de eso. Tampoco pienso que un hombre tan humano y de carne y hueso –si es que existió- cómo era él. Tampoco se refería a un tener ciego y divino, sobrenatural… No, nada de eso, pienso yo que aludía a un tipo de tener que no es tener, sino vivir y sentir. A una fe que se va construyendo de dentro hacia fuera en la medida que avanzamos en la búsqueda. A una fe que no es ciega ni se deposita en lo externo, ni en la adoración de imágenes e ídolos, ni, mucho menos, en la creencia de un ser omnipotente –un poco caprichoso, pendenciero y arbitrario-, al que se le pueden pedir todo tipo de cosas, pero que únicamente concederá las que le venga en gana, y a quien le venga en gana, que para eso es Dios…
Me da la impresión de que la fe, la mía, se trataba más bien de una fe distinta. De una fe forjada en lo interno y con el esfuerzo del quehacer continuado día a día, que se tiene porque se vive en ella y no se agota si nosotros no nos vendamos los ojos para no verla; no a una fe que se recibe como algo de fuera hacia dentro y cuya cantidad poseemos y se va gastando con nuestras vidas, sino una fe cuyo filón mora en nosotros y lo vamos construyendo y modelando activamente golpe a golpe, tal vez con las manos del alma más que con las otras, desde lo más interno y rico de nuestro ser. Una fe que se sustenta en el esforzado y lento obrar humano, cuando éste se dedica al crecimiento del ser humano y de la humanidad.
Sí, ese tipo de fe que no consiste en pedir las cosas, sino en construirlas y concederlas para que con cada dádiva se acrisole el poder de la entrega humana. Esa fe que no cierra los ojos ante el esfuerzo del trabajo y del compromiso propio, sino que se sumerge en ellos con una entrega verdadera y cuestiona instante a instante cada una de nuestras acciones. Esa fe que no cierra las preguntas con respuestas en las que hay que creer, sino que crea día a día nuevas preguntas a cada una de las respuestas que encuentra en un acto interno y creativo del ser, y que da fuerza para seguir luchando por el hallazgo continuado de nuevas respuestas.
Pasteur decía que su fuerza residía en su tenacidad. La mía, mi fuerza, reside en la tenaz construcción de la fe en mi vida y en la tenaz persecución y vivencia de la fe en todos mis actos, palabras, pensamientos y deseos.
Sí, fe en mí, en lo esencial de mí aunque a veces lo sienta lejano. Fe en mis semejantes, en todos ellos, aunque a veces los viva como muy desiguales y diferentes a mí. Esa percepción de diferencias forma parte de los autoengaños en los que navegamos a la deriva; pero si incluso en la deriva permanecemos en la fe de la construcción de la igualdad, los autoengaños se desvanecen y la igualdad de todos nosotros, esa igualdad que no es uniformidad y que nos convierte en semejantes triunfa e ilumina nuestra marcha en la fe hacia el encuentro con la libertad, la igualdad y la fraternidad.
La fe en nosotros, en nuestros semejantes y en nuestro conjunto obrar, nos permite acceder al conocimiento de que nuestra fuerza reside, justamente, en nuestra debilidad, en nuestra vulnerabilidad; mientras que nuestra verdadera debilidad reside en todas esas creencias nuestras acerca de lo fuertes, indestructibles e invulnerables que somos.
La fe de la que yo hablo, y en la que yo vivo, no tiene absolutamente nada que ver en creer o no creer en Dios o en sus subrogados; es el soporte al que me agarro cuando de pronto no puedo ver la diferencia que hay entre buscar y perderse. Esa diferencia es más o menos la misma que hay entre el labrar la tierra, sembrar el trigo, recoger la cosecha, moler el grano, amasar la harina, hornear el pan y comerlo; y acudir a una panadería, comprar un pan y comérselo. Porque la búsqueda, más allá de lo que cada uno busque, ya sea a Dios -los que en él creen-, o la realización de la humanidad, sólo da su fruto real si uno mismo es la tierra, el agua, el aire, el fuego del horno, el trigo, el molino, la harina y el pan. De eso, la fe viva que en mi vive, me da testimonio, me ayuda en el descubrimiento y en la asunción de mis engaños para desarmarlos y enderezar mi búsqueda.
Y a lo largo de esa búsqueda mi ser cree. Sí, mi ser cree en la suavidad de toda mano que le roce el alma; en la luz que tras cada noche nace; en la voluntad del reanudado y perenne esfuerzo humano; en los pasos que crean camino, y en todo aquello que resuena en mi alma y en todas las almas.
Sí, mi ser cree en todo aquello que nos impulsa a construir, día a día, la fraternidad humana y que crea en mi pecho el diseño de esa fe instante a instante. Sí, mi ser cree en ese horizonte que, en la muerte y en la vida, vislumbra sorprendido a lo largo de su existir, y que atrae las manos de mi alma y de mi carne desde más allá del confín del sufrimiento, desde más allá de todas las lágrimas y de todas las sombras, a este más acá de lo cotidiano, a éste vivir en la razón y en la fe con el corazón y con la mente.
(De mi libro "¿Dónde están las manos de mi alma?" que no está publicado ni creo que se llegue a publicar nunca.)
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LQSomos. Hannah. Marzo de 2008
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LQSmos/20/03/2009
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