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Revisando ahora en el ordenador las fotos de mi breve estancia en Segovia, provincia donde nació mi madre y donde pasé largas temporadas de mi niñez en aquellos duros años cuarenta, no puedo dejar de emocionarme una y otra vez ante ese prodigio de paisaje que es el encuentro con las antiguas piedras de los claustros, el romano y milenario acueducto, los poderosos y ya inútiles castillos y esa embriaguez de luz y de color donde escribieron sus inmortales poemas y prosas poéticas aquellos que en el pasado sucumbieron al hechizo de Castilla, desde Gonzalo de Berceo y San Juan de al Cruz hasta Gerardo Diego y Antonio Machado.
Ya es difícil transitar por estas tierras, donde nacieron a la vida los personajes de ficción (quizás no tan de ficción) de El Buscón de Quevedo, de Lope de Vega, el Arcipreste de Hita, y tener que elegir, a la hora de rebelar tus fotos, entre el blanco y negro en el que transcurrieron nuestras más luminosas horas de la inocente y remota infancia y la prodigiosa riqueza cromática de estos prados, torres de centenarias iglesias que resistieron al tiempo y a los embates de pasadas revoluciones y que hoy apenas sirven para anunciar la existencia de un humilde pueblo en la distancia y para refugio de las fieles cigüeñas que acuden a estos cielos cada primavera; los oteros que se pierden a nuestras espaldas en el rápido avance del automóvil por estas carreteras, las perpendiculares líneas de las tierras de labor donde (parece que fue ayer) se adentraban por estas mismas fechas hace años nuestros tíos y primos, labradores, (que ya en sí es una palabra que siempre causó inmenso respeto en nuestro entonces breve vocabulario) armados de afiladas hoces, abriéndose paso entre las altísimas y doradas espigas que eran guillotinadas por el afilado acero, hasta formar luminosos haces que más tarde serían acarreados a la cercana era, donde, extendidos en circular parva, eran reducidos al rubio grano por las afiladas muelas de pedernal del trillo, y que se acumularía más tarde en la deliciosa penumbra de los sobrados, en espera de la certera hora del molino.
Revisando ahora en el ordenador las fotos de mi breve estancia en Segovia, provincia donde nació mi madre y donde pasé largas temporadas de mi niñez en aquellos duros años cuarenta, no puedo dejar de emocionarme una y otra vez ante ese prodigio de paisaje que es el encuentro con las antiguas piedras de los claustros, el romano y milenario acueducto, los poderosos y ya inútiles castillos y esa embriaguez de luz y de color donde escribieron sus inmortales poemas y prosas poéticas aquellos que en el pasado sucumbieron al hechizo de Castilla, desde Gonzalo de Berceo y San Juan de al Cruz hasta Gerardo Diego y Antonio Machado.
Ya es difícil transitar por estas tierras, donde nacieron a la vida los personajes de ficción (quizás no tan de ficción) de El Buscón de Quevedo, de Lope de Vega, el Arcipreste de Hita, y tener que elegir, a la hora de rebelar tus fotos, entre el blanco y negro en el que transcurrieron nuestras más luminosas horas de la inocente y remota infancia y la prodigiosa riqueza cromática de estos prados, torres de centenarias iglesias que resistieron al tiempo y a los embates de pasadas revoluciones y que hoy apenas sirven para anunciar la existencia de un humilde pueblo en la distancia y para refugio de las fieles cigüeñas que acuden a estos cielos cada primavera; los oteros que se pierden a nuestras espaldas en el rápido avance del automóvil por estas carreteras, las perpendiculares líneas de las tierras de labor donde (parece que fue ayer) se adentraban por estas mismas fechas hace años nuestros tíos y primos, labradores, (que ya en sí es una palabra que siempre causó inmenso respeto en nuestro entonces breve vocabulario) armados de afiladas hoces, abriéndose paso entre las altísimas y doradas espigas que eran guillotinadas por el afilado acero, hasta formar luminosos haces que más tarde serían acarreados a la cercana era, donde, extendidos en circular parva, eran reducidos al rubio grano por las afiladas muelas de pedernal del trillo, y que se acumularía más tarde en la deliciosa penumbra de los sobrados, en espera de la certera hora del molino.
Aguilafuente y la memoria de las noches en que media docena de chicos nos adentrábamos en la penumbra de los melonares, con riesgo de ser alcanzados por el certero guijarro disparado por la honda del melonero que cuidaba aquella tierra; el moral al que trepábamos por unas perras y del que no descendíamos hasta no estar ahítos de su sabrosos frutos; la iglesia, con su ábside románico, el atrio y el poyo sobre el que nos sentábamos en el crepúsculo para observar a las mujeres que a esa hora atravesaban la plaza, convocadas por la misma campana que anunciaba las muertes y los incendios, la hora de añadirle al cocido la carne y el tocino, provistas de su reclinatorio y su misal para rezar el santo rosario en la fresca penumbra del templo; aquella misma plaza, donde se armaba, el Día de la Virgen, una plaza de toros con carros de labor y tablas, a través de cuyas rendijas vigilábamos los muslos de las mozas; los sempiternos ¡¡VIVAN LOS QUINTOS DE 194..!! la fuente en cuyo caño, a falta aún de suministro doméstico, llenábamos los cántaros y los cubos que acarreábamos hasta la casa; el corrillo de mujeres que encontrábamos en los días cálidos, a la salida de la escuela, echando remiendos y soletas a las prendas de los hombres, bajo los artísticos azulejos que el sol bañaba con sus últimos reflejos y que anunciaban…ABONAD CON NITRATO DE CHILE, hablando de sucesos, de los malos tiempos que corrían, con el Servicio Nacional del Trigo arrasando con prácticamente toda la cosecha, del estraperlo y de fallecidos y nacimientos.
Jamás se me borrarán de la mente las imágenes de mi tío Baltasar: vareando los pinos desde lo alto de sus copas, en tanto mi primo y yo recogíamos las piñas que caían blandamente sobre la blanca arena de las proximidades del río Cega; conduciendo la yunta de bestias, con las primeras claridades del día anunciándose hacia el pinar de Turégano, que arrastraba el arado que iba abriendo el surco sobre el que más tarde esparciría la simiente que el sol y la lluvia obrarían el milagro de que aquellos campos se desbordaran de maravillosas espigas en los meses del verano; el acarreo de la leña que alimentaría el horno donde se cocía el pan para medio pueblo, caminando a veces bajo la persistente lluvia y sin más protección que la capa del cielo.
Si para un chiquillo madrileño, que acudía cada año a aquellos lares para matar el hambre, en la hora de las vacaciones estivales, ya era un prodigio extasiarse en la contemplación de una sencilla hogaza del blanquísimo pan que se elaboraba en la misma casa donde dormía cada noche, (en Madrid aún hacíamos cola delante de las tiendas de ultramarinos, en el estanco y en la tahona con las cartillas de racionamiento, para conseguir el triste pan y el tabaco de la derrota) no lo era menos descubrir las nidadas de pájaros que quedaban al descubierto al paso de los sudorosos segadores que se abrían paso entre las altas mieses, sorprendidos tantas veces por el inesperado vuelo de la perdiz que anidaba entre las elevadas murallas de espigas, abandonando tras de sí los huevos de la cría.
Coca, Turégano, Cuellar, con las poderosas moles de sus fortalezas medievales, este último vanagloriándose aún de los encierros de toros más antiguos de España; Fuentepelayo, Lastras, Mozoncillo, Carbonero el Mayor, Escarabajosa, Navas de Oro, donde un día de julio de 1975, una mujer mayor, como si de oro en paño se tratara, (no era para menos) me mostró un ejemplar de las Poesías Completas de don Antonio Machado ¡¡dedicadas a ella misma por nuestro amado poeta!! Nombres sonoros y musicales todo ellos que tienen la poderosa virtud de evocar un pasado en el que, esta raza de hombres y mujeres, codo con codo, desde los orígenes de este pueblo, estoicamente se obstinan en dar vida a un paisaje, hostil a veces y amable otras, sementando con su sudor y sus huesos estas tierras y alimentando a las gentes de la lejana capital; figuras en un paisaje en el que nacieron y al que permanecen atados por la fuerza de las raíces y de la memoria, piezas dispuestas allí por el dios íbero hace miles de años, como si de un tablero de ajedrez se tratara. La Castilla fanática del pasado, la que llevó a sus capitanes hasta los confines del mundo para sembrar el idioma castellano en la fertilidad de los pueblos americanos que abrieron los brazos a los dioses que cubrían sus cabelleras con cascos de acero y redujeron a escombros antiguas civilizaciones, la América que aún llora en canciones el cruel asesinato de Moztezuma, de Atahualpa; la Castilla que un día levantó las banderas de la rebeldía sobre los adarves de los viejos castillos, testigos de las conquistas de El Cid, sobre los inútiles ministerios y conventillos donde amarilleaban los blancos folios de la nunca proclamada Reforma Agraria. Aquí queda la Castilla de los poetas y de los visionarios, la de los feroces caballeros que combatirán a los árabes hasta expulsarlos mas allá del lejano mar; la de la numantina resistencia ante las legiones romanas que poblaron estas tierras de castillos y monumentos funerarios que se niegan a desaparecer bajo el viento de los siglos, lejano ya el esplendor de sus días de vana gloria; la de los santos anacoretas que levantaron su reino en el interior de una cueva. Castilla de gañanes y de rastrojos, crisol de ideologías, hoguera de ambiciones imperiales, tierra de humildes hilos de humo que se elevan sobre los pardos tejados hasta un azul limpísimo.
Escalona del Prado, lugar de nacimiento de mi querida madre, donde en las horas de la tarde, coincidiendo con nuestra salida de las escuelas, la plaza donde se situaba en la antigüedad el abrevadero se poblaba del ganado que regresaba de pastar en el prado para abrevar. Allí ejercía de barbero mi tío Mariano, en su propia casa, bajo la amarillenta tira del atrapamoscas, entre frascos de Floid, un enorme afiche de Lo que el viento se llevó y el olor a sudor de algunos parroquianos que allí acudían, generalmente un día a la semana, para raparse las barbas, sentados en aquel confortable sillón giratorio, en tanto se hablaba de la siega, de la sequía pasada o de la caza furtiva, a la cual era tan aficionado El Rojete, mi tío.
No puedo recordar Escobar de Polendos sin que la imagen de mi tío Primitivo acuda puntualmente convocada: remendando calzado en el portal, mientras en el huesar se blanqueaban los restos de las bestias sacrificadas, entre hormas, piezas de cuero, afiladas cuchillas y el penetrante olor de la pez. Más tarde sería mi tía María la encargada de repartir el calzado reparado por los pueblos de alrededor: Pinillos, Cantimpalos, Villovela del Pirón, Peñarrubias, regresando con aquellas alforjas cargadas con más trabajo y con algunas longanizas, hogazas de pan blanco, a más del tocino, que se desbordarían más tarde sobre los modestos manteles de hule con el mapa de España, cuando, inservible ya el dinero de la República, la moneda del nuevo régimen tanto escaseaba.
Si me pidieran que escogiera una imagen de aquellos días, me quedaría con aquella de mi madre con el agua hasta los muslos, atrapando ranas y cangrejos en el cauce de aquel humilde arroyo Polendos, entre las risas de mis primas, mientras en Europa se combatía y se moría, ciudad por ciudad, calle por calle, casa por casa, para aliviar al mundo del yugo nazi, en tanto la siniestra sombra del Señor del Pardo y la de sus águilas imperiales se proyectaban sobre aquellas luminosas llanuras, anidando en fachadas de escuelas y edificios oficiales y en el mismísimo corazón de numerosas gentes hasta hoy mismo.
Todavía corre un hilo de agua, pero los frondosos árboles que crecen a lo largo de su recorrido se bebieron lo que en el pasado fue, atravesado por un mínimo puente, al pie del cual las mozas fregaban la loza y lavaban la ropa que luego tendían sobre los juncos que crecían allí mismo, arrodilladas en una especie de cajoncillo que evitaba que se mojaran las rodillas. El puentecillo enfila aún hoy hacia la cuesta que sube a la ermita, aneja al cementerio donde triunfan las lagartijas y el silencio, en estas sepulturas donde tanto se prodigan los Martín, Sanz, Matesanz, Frutos, Peñalosa, Municio…
Hastaestos bucólicos paisajes, hasta estos espaciosdonde florecen vigorosos los girasoles que mañana iluminaránnuestras mesas con sus aceites y donde se acumulan los pardosvolúmenes de las alpacas de paja que alimentarán a lasvacas, hasta aquí también llegaron las cosechas de los haces de yugos y flechas de la represión de antaño. Deestos pacíficos campos, otrora cruzados por pacientes asnoscargados con melones, frutas o personas que se trasladaban en estemedio a la capital; de estas casas construidas con piedra viva,armadas con viguería de madera y adobes, salieron loscomuneros de Padilla, de Maldonado y de Juan Bravo, y los “heroicosy valerosos” falangistas seguidores de Onésimo Redondo y deRamiro Ledesma Ramos para tomar la Capital de la Repúblicaaquel verano de hace setentaitrés años, aunque tantosde ellos no pasaran del Alto del León, de Tablada, deNavacerrada, de Somosierra, de Pegueritos, donde les esperaban losmilicianos y los hombres de las Brigadas Internacionales. Pero pasaron.
Pasarony sus cosechas de represión extendieron sus campos hasta lamás humilde escuela, que no faltaron cristosniretratos del generalísimoy del ausentenisiquiera en la carbonería más oscura. Hasta aquíllegó la cacería sin límites, la venganza y eltoque de corneta; el cuartel de la guardiacivily el aceite de ricino; las boinas coloradas y el caralsol,la destitución de maestros, alcaldes y gobernadores y lasnumerosas y detalladas nóminas de CAIDOSPOR DIOS Y POR ESPAÑAque cubrieron durante décadas las fachadas y el interior denumerosos templos; hasta estas plazas castellanas llegaron las hordasde la Legión Cóndor, las banderas del orgulloso IIIReich, cuyo reinado de terror prometía prolongarse mil años,después de bombardear Guernica, Éibar y Durango. Detodo aquello aún quedan huellas. Mi amigo Paco Marfagón,uno de los últimos alumnos de Machado, farmacéutico deCantimpalos, falleció (no sin antes mostrarme una ediciónde 1937 de Vientodel pueblo) debiéndonos un interesante libro de cómo se cebóla represión en esta provincia. Aún hoy es frecuenteencontrar el nombre de sus generales en el frontispicio dehospitales, y templos hace décadas abandonados, sin otracúpula que un hermoso cielo azul, donde penetran lasgolondrinas, donde centenares de nombres de caídosproclamansucruzada contra el marxismo.
En tanto un afamado cocinero de aquí dispone de más deun monumento en la ciudad, nombrado mesonero mayor de Segovia por unministro de Franco, uno de los máximos poetas de la República,Machado, que fue profesor aquí y al que se debe la mejorpoesía dedicada a Castilla, parece ser aún ignorado:arrinconada su memoria en la modesta pensión que fue de doñaLuisa Torrego, que se deshizo en elogios para con el poeta cuando laconocí en lo años sesenta. No, no se le perdonónunca a don Antonio que tomara partido por los rojos, la antiespaña,quedecían ellos, los mismos que no dudaron en recurrir a loscrueles y salvajes moros, que degollaban a los leales soldados en lastrincheras y en las ciudades en las que los oficiales rebeldes dabancarta blanca para robar, violar y asesinar; los que daban muerte alos poetas leales cuando tomaban las ciudades: los que asolaron laspoblaciones con la ayuda de la poderosa maquinaria de matartodopoderoso III Reich; los que unieron el Atlántico, elMediterráneo y el Cantábrico a través de uncomplejo entramado de campos de concentración y prolongaron suaparato represivo hasta los mismos despachos de la GESTAPO en París;quienes con mayor sadismo, después del reinado de terror dela Inquisición, se emplearon contra su propio pueblo; quiénmás que el poeta sevillano amó España,desposeído de su cátedra después de muerto yexpulsado del cuerpo docente por el franquismo, ¡¡cuandoya descansaba en el lejano rincón de un cementerio del Pirineofrancés!!
Pareceque se decidieron a erigir un monumento a Agapito Marazuela, no tantoporque defendiera en el frente los valores republicanos como por sulabor como folclorista. Algo es algo. Tan solo la muerte borraráde nuestra memoria aquel lejano día, 22 de julio de 1975, enel que un centenar de personas, después de escuchar una charlade Andrés Sorel y de Carmen Albornoz sobre Machado en el patiode la centenaria casa de la Calle Velarde donde la reciéninaugurada librería que llevaba su nombre se ubicaba, nostrasladamos a la Calle de los Desamparados, donde se alojó elpoeta, para rendirle un sentido homenaje, con lecturas y adhesionesde un Alfonso Sastre aún en Carabanchel y la lectura de unemocionado poema de Longanoite de pedra,por parte de su autor, Celso Emilio Ferreiro, para más tardebajar hasta la confluencia de los ríos Eresma y Clamores ygozar de la dulzaina y el tamboril a cargo de Marazuela y un jovenalumno suyo, que de esta manera se unían al homenaje conmotivo del centenario del nacimiento del poeta, en medio de unfestivo ambiente donde la gente no se cortaba un pelo en levantar elpuño o exhibir una bandera roja, aunque todos supiéramosquién de todos aquellos era el policía de turno. Allínos enteraríamos de que Marazuela había combatido en lazona roja. Sin embargo, aparte del busto de Machado, que aúnconserva restos de la mancha que le produjo Peñalosa cuandoquiso extraer un molde de él, he sido incapaz de encontrar enmi viaje una sola referencia al formidable escultor Emiliano Barral,hijo de Sepúlveda, autor, entre otros, del monumento funerarioa Pablo Iglesias, en el Cementerio Civil de Madrid, muerto en elfrente de Usera en 1936, durante la defensa de la Capital de laRepública.
Ademásde los citados artistas, es digno de recordar que de aquísalió también un día para combatir al fascismoel militante del PCE Julián Grimau, caído en Madrid yfusilado por el franquismo el 20 de abril de 1963, después desufrir atroces torturas; SUS CAMARADAS NO LE OLVIDAN, se lee en sutumba del citado camposanto.
Abandonamosesta tierra castellana, a la que dedicó lo mejor de su obra elpintor Ignacio Zuloaga, no sin prometernos a nosotros mismos quevolveremos, pero con tiempo, sin prisas por subir a sus límitescon Valladolid, por el solo placer de detenernos ante el solar de loque en nuestra infancia fuera el cine, de bancos de madera corrido,donde pataleábamos ante las secuencias de las películasde vaqueros; para fotografiarnos una vez más en esa PlazaMayor, y ante el monolito que recuerda en la calle Real a losrepublicanos represaliados, de nuevo con la bandera tricolor, por elgusto de refregársela a esta sociedad conformista, apática,portadora del virus de la indiferencia, que niega lo mejor de nuestropasado en favor del papel couché, aunque seamos unos añosmás viejos que la última vez; para detenernos una yotra vez en los viejos lavaderos donde se dejaban la juventud lasmozas de ayer; por el puro gusto de contemplar estos paisajes, queparecen incendiarse en la distancia en los rojos atardeceres, aunqueya no oigamos el golpear de las azuelas sobre los pinos y lascanciones de los resineros en la época del sangrado, ni lascanciones de la trilla y la siega, aunque ya no volvamos a oírgritar jamás en aquellos pinares el ¡¡perra,perra, perra…!! del primo Félix cuando saltaba una liebredelante de nosotros, aunque ya nunca más volvamos a beber lafresca agua de las cantarillas de barro en las eras, con el sudorchorreándonos por la canal del pecho, ni oigamos el pregóndel pregonero de estos pueblos pregonando, ayudado de su pequeñatrompeta, la llegada a la Plaza de la Fuente de un buhonero con sumercancía.
Desandarel camino que hiciera el poeta de la Calle de los Desamparados el 14de abril de 1931. Será sin duda hermoso vivir el día enque de nuevo ondee en los balcones de antaño la bandera de lailusión y de la dignidad, de la inteligencia, la de los poetasleales, la única bandera que fue izada por aclamaciónpopular, no por el miedo a la casta guerrera ni por los monarcas,sobre estas milenarias piedras que conservan integra la memoria de larebeldía comunera de 1520 que nos hablan de la yesca aplicadaa estos mares de cereales en días de justas reivindicaciones,del nacimiento de antiguos y crueles emperadores romanos, detorreones de iglesias destruidos por el rayo en noches de aterradorastormentas. Aquí yace Castilla, “quedesprecia cuanto ignora”...cura de sus heridas del pasado, incapaz de sobrevolar el polvo en laque le sumieron en el antaño sus sepultureros: los amos de lospalacios, los señores de los castillos, la Isabel que seautoproclamó reina de estas tierras en esa iglesia de SanMiguel enel día del Señor 13 de diciembre de 1474,pasando por encima de la auténtica heredera del trono, losseñoritos fascistas que salieron de la fresca oscuridad de lascasas señoriales, vistiendo las camisas azules delfundador,para movilizar a los ignorantes gañanes que apenas eran dueñosdel sombrero de paja de la siega, las abarcas, el pantalónremendado, la camisa blanca y poco más, con la promesa de unlugar junto a los luceros,precisamentecontra un orden constitucional que les prometía la tierra, lacultura y el sufragio universal.
Estastierras aún esperan que un director de cine ¿VíctorErice? nos rebele su auténtica alma. Cientos de películasse deben haber rodado en Barcelona y en Madrid, el mismo Saura,Bardém y algún otro hicieron incursiones en estastierras con películas como Lavenganza, La prima Angélica,pero uno siempre tiene la convicción de que, la gran películasobre Castilla esta por hacerse.
Nosalejamos de esta singular tierra, no sin antes conversar, en elAzoguejo, con un matrimonio canarión que afirma desplegartodos los festivos del año su bandera tricolor en su balcónen la Isla, o aquel hombre que se detiene a estrechar nuestra manocuando observa nuestro pañuelo con los colores azañistas.Nos despedimos con una apasionada declaración de amor de quiénama esa carretera que sube serpenteando desde San Marcos hastaZamarramala, dejando atrás los bellísimos parajes de LaFuencisla, el Alcázar la prodigiosa y singular arquitectura dela iglesia de la Vera Cruz, de los Templarios, el Monasterio delParral, donde nos detuvimos a oír misa la mañana deldomingo por el gusto de escucharla cantada en gregoriano; esa puertatrasera por donde salía la yunta en los lejanos amaneceres dela infancia, grisácea ya, como las viejas monedas de plata,cuando la traspasé por primera vez; el entrañablelavadero cubierto, construido, según se lee en su fachada, en1935, en la República; el reloj del Ayuntamiento, en la Plazade la Iglesia, que ordena la vida diaria de este pueblo: desde lahora de levantarse para encender el fuego, trotar hasta las escuelasy abrir la oficina de Correos, hasta el momento de encender las lucesde estas calles al anochecer.
¡¡VIVA LA REPÚBLICA!!
Escritoel 18 de julio de 2009, aniversario del golpe fascista contra laSegunda Republica ¡y las tierras de Castilla, siguen teniendosu luz!
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LQSomos. Ángel Escarpa Sanz. Junio de 2009.
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LQSomos/12/08/2009
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