Franco acababa de morir y había dejado exhausta la política española. No hablo de que hubiera un sucesor o no lo hubiera realmente. El muñeco siempre está ahí. Digo exactamente que Franco acababa de morir dejando inane la política, porque el daño más profundo que las dictaduras producen en un país es la eliminación de la mecánica política como motor creador utilizado por la colectividad. Las dictaduras producen únicamente robots políticos. En suma, Franco nos había privado de la capacidad de hacer política. España estaba muerta tras los años revitalizadores de la II República. Aquellos siete caballeros no eran, por tanto, eslabones de una cadena viva que tuviera continuidad. De un modo abrupto se encontraban sin tradición inmediata de libertad; no estaban entrenados en ella y no podían producirla. Procedían de un muerto todavía vivo y eran vivos absolutamente muertos. La libertad hay que heredarla palpitante para ejercerla cuando llega el momento decisivo de un cambio ¡Qué difícil es lograr que un motor herrumbroso rompa de súbito a funcionar! Aquellos siete ciudadanos, unidos por el único afán de dar un masaje cardiaco a la ciudadanía amojamada, poseían una ideología teórica y contaminada de servidumbre; tenían ante todo miedo a la calle. Eran huérfanos dejados por el general que había cortado con hacha de verdugo la posible historia de España, por otra parte tan triste siempre e insuficiente de sustancia. Hicieron, pues, los siete de la fama, una Constitución absolutamente inventada en un panorama pobre de ideas donde entre otros temores imperaba el miedo a sí mismos. Un miedo que trataban de derivar retóricamente hacia posibilidades lúgubres, como era la posibilidad de la intervención militar. No sabían qué hacer ni con ellos mismos ni con cuarenta millones de ciudadanos aún no liberados tampoco de su larga anestesia. Nadie les dijo, ni ellos quisieron saberlo, que la intervención militar era imposible, porque no la querían las grandes potencias ni sus gobernantes reales, los poderes fácticos verdaderos, como son los económicos.
Estados Unidos, Inglaterra, Francia se habían quedado sin Franco en el gobierno de la colonia del sur y necesitaban gentes que, convencidas o no, pudieran conservar la máquina del franquismo, que era la que les interesaba para su negocio. Por eso fueron barridos de toda influencia los personajes que verdaderamente pudieran enlazar épocas realmente políticas con su necesaria continuidad. Los comunistas fueron amortizados por Santiago Carrillo, los socialistas fueron destruidos en Suresnes, los liberales vivían un momento agónico y los nacionalistas se enfrentaban a la dura negación de que ya eran objeto en nombre de una secular teología política seca como una roca. Se encargó, pues, a los siete redactores del documento constitucional que hicieran un texto deshuesado, repleto de censura, poblado de ambigüedades y elásticamente manejable para evitar que el Estado fuera algo más que un vacío documento notarial -con un notario real previamente designado por el dictador- por el que se transmitía a la ciudadanía una herencia de rabassa morta. Una Constitución sin ciudadanía detrás; una Carta Magna hecha de retazos profesorales por profesores que habían sido formados en la vida muerta de una España muerta.
La ausencia de políticos aunténticamente tales en el Estado español era evidente en aquella época en que siete caballeros, sin otro vínculo que sobrevivir al margen de la calle, se sentaron a pensar frágilmente una Constitución que no enterrara a Franco en la fosa común de la historia para liberarse de su fantasma. Recuerdo cómo en poco tiempo desaparecieron de la vida social activa los que podrían reponer la historia perdida e inyectarla en la situación nueva. Se dijo que su edad no podía decir nada útil a la juventud, que sus rencores prolongarían la guerra civil, que su formación ideológica resultaba incompatible con los nuevos tiempos, que en muchos casos su ausencia de España les había dejado exangües de caudal político. Como a los guerrilleros condenados al fin por sus propios dirigentes desde el exterior, los políticos que hubieran aportado una visión repleta de sugestiones fueron sacrificados prácticamente en silencio y los ciudadanos que se sentaban en platea para contemplar el nuevo espectáculo resultaron condenados a ver el nuevo Nodo ideado por el Régimen, escrito así, con mayúscula. Siete caballeros que no habían trabajado en un pueblo real, con libertad real y con democracia aleccionadora. Cada cual traía un librillo con instrucciones para el paso corto. Y para evitar la poderosa decisión política que creara un mundo real y nuevo, echaron mano de figuras verbales engañosas como la pretendida prudencia, la necesidad de alumbrar un futuro moderno y la voluntad de anclar la transición en la seguridad. Eran siete caballeros que hablaban, inmóviles en su pensamiento de baja intensidad, de sables que no hubieran salido nunca a la calle porque habrían tenido que desfilar frente a la embajada americana o la cancillería inglesa. Y ya no era el momento. Había que inventar un remedo de democracia. La Unión Soviética estaba viva y su propuesta de acabar con la situación española había sido triturada ya por el Sr. Churchill, que protegía, como dijo el premier inglés en una sesión parlamentaria, a su «hijo de puta español». Cuando Franco murió los siete caballeros se encontraron entre las manos con unos mimbres con los que no sabían hacer un cesto capaz de contener una democracia cierta.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir dada la baja calidad de las materias ideológicas con que se amasó la Constitución. El gran papel no sólo envolvió un Estado profundamente franquista, reflejo del creciente fascismo internacional, sino que sirvió de muro vertical y horizontal para impedir que las masas pudieran hacerse cargo de sí mismas en el seno de una auténtica democracia. La ciudadanía española retrocedió a épocas de poderes con mentalidad rural y caciquil, con lo que el daño para la libertad fue profundo. Franco no sólo ató a España con sus leyes medievales, sino que cancerizó las conciencias para dejarlas sólo aptas para la contemplación de la política hecha en el seno impenetrable de las capas dirigentes. Una vez más la España dormida en sí misma volvió a ser la única España posible.
No puedo evitar esta serie de consideraciones, que ut supra dejo expuestas, cuando vuelvo a contemplar la foto, ya girada en bistre, de los siete caballeros que fueron los padres de la Constitución de 1978. Para el Sr. Solé Tura mi recuerdo de transeúnte generacional. Ante todo, mi respeto ante su muerte. Pero dicho esto, me pregunto si todo lo que nos está pasando, desde la incapacidad para entender nada de la realidad hasta la repetición de viejas violencias institucionales, no constituirá el pie verdadero de esa foto que ya no dice nada a los jóvenes porque jamás dijo nada a los espíritus que esperaban otro país y otra libertad.
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inSurGente/09/12/2009