Diez acontecimientos que cambiaron el mundo
(Parte III)
Ricardo Ribera 11-12-2006 / El Faro
3.- La primavera de Praga y su aplastamiento
Paralelamente a los acontecimientos del mayo francés que galvanizó el descontento de los estratos juveniles en Europa occidental, al otro lado de “la cortina de hierro” (según la expresión de Churchill), en los países de Europa del Este, las expectativas se levantaban en torno al experimento de reforma del socialismo emprendido por las autoridades checoslovacas. Siguiendo el lema enunciado por el sociólogo Radovan Richte de generar “un socialismo con rostro humano”, el propio Secretario General del Partido Comunista y jefe del gobierno Alexander Dubceck, recién electo en enero de 1968, lanzaba un audaz plan de reformas para democratizar el sistema. Incluía modalidades de economía mixta, impulsando empresas privadas a la par de las estatales. Lo que más llamaba la atención del Programa de Acción promulgado en abril de ese mismo año, era la intención de “humanizar” el socialismo.
La iniciativa de las autoridades se ganó rápidamente el apoyo entusiasta de una gran parte de la población y sobre todo de los jóvenes checoslovacos. Éstos se sentían parte de Europa, sentimiento estimulado por la apertura al turismo occidental, los intercambios estudiantiles, la apertura informativa y la libertad cultural, políticas que desde años atrás venía impulsando el gobierno comunista de Checoslovaquia. El país, con un desarrollo industrial superior al resto del campo socialista, contaba también con un vigoroso clima intelectual. Reinaba un ambiente de debate y de apertura mental incomparable con el resto de Europa del Este. La sociedad estaba influida por la labor crítica de cineastas como Milos Forman y Jiri Menzel, de escritores de talla como Milan Kundera o de importantes filósofos en la línea del marxismo heterodoxo como el húngaro Georg Lukács. La renovación intelectual precedió y de alguna forma preparó las condiciones sociales para que en Checoslovaquia apareciera y floreciera esa gran esperanza que fue la llamada “primavera de Praga” en 1968.
El régimen checoslovaco defendía el derecho a impulsar su propio proyecto, en la búsqueda de su identidad nacional y desde su sentimiento de pertenencia a Europa, pero con una conveniente prudencia frente a la superpotencia soviética, al no cuestionar su adhesión al socialismo ni su pertenencia a la alianza militar del Pacto de Varsovia. La represión en 1956 del intento de separación de Hungría dejaba claros los límites que no podían ser traspasados. Tampoco Dubcek, egresado de la Escuela Superior de Cuadros del Partido de Moscú, pretendía hacerlo. Lo que él y su equipo protagonizaban en 1968 era el intento de promover una “perestroika” en el campo socialista, pero casi veinte años antes del ascenso de Gorbachev al poder, poniendo a prueba los alcances y sinceridad de la desestalinización que había iniciado Kruschev y parecía consolidarse con Breznev.
Inicialmente el Kremlin dejó hacer, no sin permanecer atento a la evolución ideológica y política del experimento checo. Pero éste suscitaba la alarma de sus vecinos. Tanto las autoridades de la República Democrática Alemana como las de Polonia temían que pronto surgiera una corriente popular en sus países que reclamase imitar el modelo de socialismo que se empezaba a impulsar en Checoslovaquia. Finalmente Breznev tomó partido y decidió cortar de tajo las veleidades reformistas checas. Entre el 20 y el 21 de agosto medio millón de soldados y 7 mil tanques de las fuerzas conjuntas del Pacto de Varsovia invadían Checoslovaquia para derrocar el gobierno y detener a los principales dirigentes. La población respondió con una amplia campaña de resistencia pasiva. Discutían con los soldados, rusos la mayoría, confraternizaban con ellos y, en una imagen que se repetiría después en Portugal tras el golpe de estado que en 1974 derribó la dictadura militar en aquel país, colocaban claveles en la boca de sus fusiles.
De nada sirvió la resistencia pasiva ante la inflexibilidad de las órdenes soviéticas. La sensatez del pueblo checoslovaco evitó que se produjera un baño de sangre. Hubo tan sólo un muerto: un estudiante que se inmoló en Praga, meses después, en protesta por la ocupación militar del país y el aplastamiento de su autodeterminación e independencia. El sentimiento de impotencia permitió la estabilidad del país que, sin embargo, nunca se resignó a la renuncia de su propio proyecto transformador. De hecho, Alexander Dubcek regresaría a la política al desplomarse el comunismo dos décadas más tarde, respetado por todos como el político reformador a quien no le permitieron democratizar el socialismo.
Breznev, que había proclamado en su momento la “coexistencia pacífica” con el mundo capitalista, enunciaría tras el aplastamiento de la primavera de Praga, la nueva línea con respecto a los países del campo socialista bajo su esfera de influencia: la doctrina de la “soberanía limitada”. Los intereses supremos de la Unión Soviética y del socialismo, según tal doctrina política, debían prevalecer sobre la independencia efectiva de los países de Europa del Este. Quedaba así oficializado el sometimiento de los mismos a las decisiones de Moscú, que imponía su propia política imperialista donde así podía hacerlo. Occidente aceptó el criterio de respetar las “áreas de influencia” de cada una de las superpotencias y no intervino de ningún modo en defensa del pueblo y gobierno checos. Explotó con gran eficacia la imagen de falta de libertades y de brutalidad del bloque soviético, alimentando su aparato propagandístico. Los partidos comunistas de Europa occidental reaccionaron con gran disgusto a la intervención militar soviética y tres de los más importantes, los de Italia, Francia y España, la criticaron abiertamente, se distanciaron de Moscú y renovaron su pensamiento y propuestas: había nacido el llamado “eurocomunismo”. Tomaría su andadura propia según el “espíritu de Praga”.
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