La sociedad moderna en la que España se ha convertido se merece algo mejor que la nostalgia por el nacional-catolicismo.
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David Gardner / FInancial Times
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Hay imágenes que dicen mucho más que las mil palabras que proverbialmente siempre se citan. Esta imagen fue reproducida extensamente este verano en España: José Luis Rodríguez Zapatero, el primer ministro socialista, ofrece su mano a Mariano Rajoy, líder del partido popular, en la entrada del palacio de la Moncloa. Rajoy le mira como si él no pudiera descender a saludar al primer ministro; se fija en la mano extendida del señor Zapatero y abrocha el reloj en su propia mano izquierda -o quizás está contando sus dedos-. Por supuesto, como la noticia revela, al final se estrecharon las manos.
Pero la vacilación sobre la ejecución de un acto de cortesía común –pensad en Isaac Rabin y Yasser Arafat en el césped de la Casa Blanca– es una foto lamentable y exacta del deterioro de la vida pública española: marcada por la sectaria autoindulgencia que hace imposible cualquier visión común del interés nacional.
La cumbre Zapatero-Rajoy era otra tentativa fallida de alcanzar una postura común contra ETA, que acababa de anunciar el fin de su alto el fuego. Ésta es una cuestión de Estado que el PP bajo el señor Rajoy ha manipulado frecuentemente de forma partidista, al igual que su predecesor, José María Aznar, el primer ministro anterior.
Tanto la retórica como la esencia aparente de esta polarización va más allá de la baja política partidista: es una confrontación que revive el idioma visceral de “las dos Españas” de la guerra civil de 1936-39.
No sugiero de ninguna manera nada parecido a un conflicto armado en perspectiva. Simplemente que los traumas de esa conflagración fratricida todavía están amargamente en la evidencia, aún sin resolver pese a la sobrevalorada transición desde la dictadura franquista y las primeras elecciones democráticas hace 30 años.
Para empezar, esta sucia historia política parece más una cuestión de mala fe, mal perder y mala sangre.
En marzo de 2004, tras el horror de los atentados en los trenes de Madrid que mataron a 191 personas, los españoles expulsaron sumariamente a un gobierno del PP que contaba con la reelección y esperaba una cómoda transición desde el señor Aznar al señor Rajoy. Desde entonces, el PP se vale de la estridencia y la confusión para intentar impugnar la legitimidad del Gobierno (y probablemente también del electorado).
La única conspiración que ocurrió fue la atrocidad perpetrada por los islamistas radicales, la mayoría de ellos del norte de África, inspirados por Al-Qaeda.
Los ciudadanos de España no perdieron la calma al enfrentarse con este terrorismo a gran escala. Por el contrario: respondieron con una ejemplar exhibición democrática. Primero, alrededor de diez millones de personas tomaron las calles para condenar el atentado. Después, se volcaron del mismo modo en las urnas.
Normalmente, los ciudadanos cierran filas con su Gobierno en momentos de gran tensión social. Una mayoría de españoles no lo hicieron porque se sintieron ultrajados al ver cómo Aznar y su equipo manipulaban las irrefutables evidencias de la autoría islamista. Probablemente Aznar necesitaba validar sus tácticas más duras: en anteriores elecciones su incendiaria retórica sirvió para soliviantar a muchos vascos pero le permitió conseguir muchos votos en otros sitios de España.
La cuestión pudo haber terminado aquí, tras las elecciones. Los españoles habían juzgado sin duda alguna esta petulancia política del mismo modo en que antes lo hicieron con los socialistas en 1996. En ese momento, el PSOE se engañó a sí mismo al considerarse víctima de una conspiración de la prensa de derechas en lugar de asumir su bancarrota política tras 14 años en el poder.
Pero como el juicio a los terroristas del 11-M ha demostrado, esto aún no ha terminado. Los dirigentes del PP no sólo han continuado insistiendo que ETA tuvo algo que ver sino que incluso han tratado de colar pruebas falsas en el juicio para demostrarlo. Son cosas que sólo pasan aquí.
Con Zapatero, los socialistas han intentado negociar la transferencia de más poder a los gobiernos regionales, tales como los catalanes, que quieren el poder para gestionar sus impuestos del mismo modo en que lo hacen los vascos. El federalismo profundo pero asimétrico de España levanta preocupaciones, pues éste debe hacerse sobre todo con equidad: por ejemplo, la solidaridad fiscal entre las regiones ricas y pobres que mantiene la nación en el mismo barco. EL PP plantea estas preguntas, pero también juega con fuego: levanta los espectros del franquismo y la Guerra Civil sobre la ruptura de España.
Un ejemplo. El general José Mena Aguado fue correctamente cesado tras amenazar el año pasado, de forma velada, con una intervención militar si los catalanes conseguían más poder. Sin embargo el PP, ante esta situación, parecía pensar que el general tenía algo de razón, especialmente al comparar el momento actual con los debates sobre la autonomía catalana de 1932. Esto es una postura reaccionaria, en el sentido estricto de la palabra, y es muy peligroso.
Otro dato extraordinariamente revelador es la hostilidad del PP ante dos leyes: la “memoria histórica” y la asignatura de Educación para la ciudadanía.
La primera quiere superar la amnesia negociada de la Transición, por el que los crímenes de la guerra civil y de la venganza posterior fueron olvidados (y las pruebas destruidas). Esto negó un entierro decente a muchos millares de republicanos derrotados, cuyos restos están siendo ahora excavados por todas partes de España. Sólo en Andalucía han aparecido cerca de 500 fosas comunes. Al PP, que cuenta con el apoyo de la Iglesia, esto le parece un ultraje. Ellos prefieren la memoria selectiva.
De hecho, los obispos de España están preparando para octubre la beatificación por el Vaticano de 498 “mártires” asesinados por los republicanos anticlericales entre el 1931 y el 1939. No es la primera vez: esta cifra se sumaría a otros 233 mártires franquistas que fueron beatificados en el año 2001.
La jerarquía ultramontana española también pone objeciones a la asignatura de Educación para la Ciudadanía porque “coloniza la mente de los jóvenes”, especialmente porque predica la tolerancia para la homosexualidad. Muchos obispos añoran los tiempos de Franco, cuando existía un concordato con el Vaticano que habría matado de envidia a cualquier ayatolá al dar a la Iglesia financiación estatal y el control de las escuelas. El Catolicismo era la única religión permitida y el clero estaba por encima de la ley.
La sociedad moderna en la que España se ha convertido se merece algo mejor que la nostalgia por el nacional-catolicismo. Aunque Zapatero ha intentado poner la ley en línea con la tolerancia de esta sociedad, a España no le vendría mal controlar un poco a la militancia de izquierda y a los jacobinos dentro del partido socialista. Los españoles, que han consolidado su democracia con coraje y entusiasmo, imaginación y orgullo cívico, se merecen algo mejor de sus líderes.
Necesitan una derecha moderna, que vea a España como una empresa común, y no esta retrógada acción contra la Ilustración.
Pero la vacilación sobre la ejecución de un acto de cortesía común –pensad en Isaac Rabin y Yasser Arafat en el césped de la Casa Blanca– es una foto lamentable y exacta del deterioro de la vida pública española: marcada por la sectaria autoindulgencia que hace imposible cualquier visión común del interés nacional.
La cumbre Zapatero-Rajoy era otra tentativa fallida de alcanzar una postura común contra ETA, que acababa de anunciar el fin de su alto el fuego. Ésta es una cuestión de Estado que el PP bajo el señor Rajoy ha manipulado frecuentemente de forma partidista, al igual que su predecesor, José María Aznar, el primer ministro anterior.
Tanto la retórica como la esencia aparente de esta polarización va más allá de la baja política partidista: es una confrontación que revive el idioma visceral de “las dos Españas” de la guerra civil de 1936-39.
No sugiero de ninguna manera nada parecido a un conflicto armado en perspectiva. Simplemente que los traumas de esa conflagración fratricida todavía están amargamente en la evidencia, aún sin resolver pese a la sobrevalorada transición desde la dictadura franquista y las primeras elecciones democráticas hace 30 años.
Para empezar, esta sucia historia política parece más una cuestión de mala fe, mal perder y mala sangre.
En marzo de 2004, tras el horror de los atentados en los trenes de Madrid que mataron a 191 personas, los españoles expulsaron sumariamente a un gobierno del PP que contaba con la reelección y esperaba una cómoda transición desde el señor Aznar al señor Rajoy. Desde entonces, el PP se vale de la estridencia y la confusión para intentar impugnar la legitimidad del Gobierno (y probablemente también del electorado).
La única conspiración que ocurrió fue la atrocidad perpetrada por los islamistas radicales, la mayoría de ellos del norte de África, inspirados por Al-Qaeda.
Los ciudadanos de España no perdieron la calma al enfrentarse con este terrorismo a gran escala. Por el contrario: respondieron con una ejemplar exhibición democrática. Primero, alrededor de diez millones de personas tomaron las calles para condenar el atentado. Después, se volcaron del mismo modo en las urnas.
Normalmente, los ciudadanos cierran filas con su Gobierno en momentos de gran tensión social. Una mayoría de españoles no lo hicieron porque se sintieron ultrajados al ver cómo Aznar y su equipo manipulaban las irrefutables evidencias de la autoría islamista. Probablemente Aznar necesitaba validar sus tácticas más duras: en anteriores elecciones su incendiaria retórica sirvió para soliviantar a muchos vascos pero le permitió conseguir muchos votos en otros sitios de España.
La cuestión pudo haber terminado aquí, tras las elecciones. Los españoles habían juzgado sin duda alguna esta petulancia política del mismo modo en que antes lo hicieron con los socialistas en 1996. En ese momento, el PSOE se engañó a sí mismo al considerarse víctima de una conspiración de la prensa de derechas en lugar de asumir su bancarrota política tras 14 años en el poder.
Pero como el juicio a los terroristas del 11-M ha demostrado, esto aún no ha terminado. Los dirigentes del PP no sólo han continuado insistiendo que ETA tuvo algo que ver sino que incluso han tratado de colar pruebas falsas en el juicio para demostrarlo. Son cosas que sólo pasan aquí.
Con Zapatero, los socialistas han intentado negociar la transferencia de más poder a los gobiernos regionales, tales como los catalanes, que quieren el poder para gestionar sus impuestos del mismo modo en que lo hacen los vascos. El federalismo profundo pero asimétrico de España levanta preocupaciones, pues éste debe hacerse sobre todo con equidad: por ejemplo, la solidaridad fiscal entre las regiones ricas y pobres que mantiene la nación en el mismo barco. EL PP plantea estas preguntas, pero también juega con fuego: levanta los espectros del franquismo y la Guerra Civil sobre la ruptura de España.
Un ejemplo. El general José Mena Aguado fue correctamente cesado tras amenazar el año pasado, de forma velada, con una intervención militar si los catalanes conseguían más poder. Sin embargo el PP, ante esta situación, parecía pensar que el general tenía algo de razón, especialmente al comparar el momento actual con los debates sobre la autonomía catalana de 1932. Esto es una postura reaccionaria, en el sentido estricto de la palabra, y es muy peligroso.
Otro dato extraordinariamente revelador es la hostilidad del PP ante dos leyes: la “memoria histórica” y la asignatura de Educación para la ciudadanía.
La primera quiere superar la amnesia negociada de la Transición, por el que los crímenes de la guerra civil y de la venganza posterior fueron olvidados (y las pruebas destruidas). Esto negó un entierro decente a muchos millares de republicanos derrotados, cuyos restos están siendo ahora excavados por todas partes de España. Sólo en Andalucía han aparecido cerca de 500 fosas comunes. Al PP, que cuenta con el apoyo de la Iglesia, esto le parece un ultraje. Ellos prefieren la memoria selectiva.
De hecho, los obispos de España están preparando para octubre la beatificación por el Vaticano de 498 “mártires” asesinados por los republicanos anticlericales entre el 1931 y el 1939. No es la primera vez: esta cifra se sumaría a otros 233 mártires franquistas que fueron beatificados en el año 2001.
La jerarquía ultramontana española también pone objeciones a la asignatura de Educación para la Ciudadanía porque “coloniza la mente de los jóvenes”, especialmente porque predica la tolerancia para la homosexualidad. Muchos obispos añoran los tiempos de Franco, cuando existía un concordato con el Vaticano que habría matado de envidia a cualquier ayatolá al dar a la Iglesia financiación estatal y el control de las escuelas. El Catolicismo era la única religión permitida y el clero estaba por encima de la ley.
La sociedad moderna en la que España se ha convertido se merece algo mejor que la nostalgia por el nacional-catolicismo. Aunque Zapatero ha intentado poner la ley en línea con la tolerancia de esta sociedad, a España no le vendría mal controlar un poco a la militancia de izquierda y a los jacobinos dentro del partido socialista. Los españoles, que han consolidado su democracia con coraje y entusiasmo, imaginación y orgullo cívico, se merecen algo mejor de sus líderes.
Necesitan una derecha moderna, que vea a España como una empresa común, y no esta retrógada acción contra la Ilustración.
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Traducción al español: Escolar.net
Traducción al español: Escolar.net
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kaosenlared.net - España/27/08/2007
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