El precio de los alimentos
Por Alfredo Zaiat
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Rusia aplica retenciones del 30 por ciento a la cebada y del 10 por ciento al trigo y también dispone la baja de aranceles a la compra externa de productos lácteos. Bolivia ordena la importación sin aranceles para alimentos básicos, como el maíz, trigo, harina y arroz. China hace lo mismo para la carne de cerdo y huevos, ambos productos responsables de gran parte del alza del índice de precios al consumidor del gigante asiático. India aplica similar política con la leche. Resulta extensa la lista de países que han decidido instrumentar medidas defensivas para enfrentar un fenómeno que pone en riesgo la estabilidad económico-social: la inflación generada por el alza de los alimentos.
India es una de las principales usinas de leche del mundo. China lidera el mercado de carne de cerdo. Y Rusia es el quinto productor de trigo del planeta. Se desconocen exabruptos de los sectores involucrados en esos países por las iniciativas impulsadas por sus respectivos gobiernos, que si existiesen las agencias internacionales los reportarían ansiosas como lo hacen con las críticas de las cuatro entidades del campo de Argentina. Se supone que esa prudencia se debe a que productores y analistas de esos países miran un poco más allá que de su propio ombligo y saben que existe en grave problema mundial. Y que para enfrentarlo todos van explorando caminos sinuosos en un escenario que se presenta inquietante, como el de convivir con alimentos caros durante un prolongado período.
En cambio, aquí predomina mediocridad en las opiniones de los principales protagonistas. El argumento de que el ajuste al alza de las retenciones a la soja, trigo y maíz tiene un origen exclusivamente fiscal es de una pobreza conceptual asombrosa. Resulta evidente que el aumento de ese impuesto, que además es de fácil e inmediata recaudación, acercará recursos al Tesoro. Fondos que son importantes pero no imprescindibles, puesto que no hay urgencias por cerrar un bache del fisco o desequilibrios crecientes, como en décadas pasadas. Ni tampoco son esenciales para recomponer la solvencia fiscal, función que cumplieron cuando se aplicaron por primera vez, al comienzo del gobierno de Eduardo Duhalde.
El aumento de retenciones sumará dinero a las arcas del Estado, pero esa medida hoy tiene una fundamentación que no es fiscal, aunque las cuatro entidades del campo se empecinen en destacarlo. Si esa previsible protesta provinciana puede llegar a ser comprensible porque los afecta en la superrenta que obtienen del agro, la crítica y la posterior propuesta de ciertos dirigentes políticos de bajar las retenciones revela ignorancia sobre lo que están hablando o una mezquindad vulgar asombrosa.
No considerar en ese análisis la cuestión de los precios de los alimentos significa desconocer la raíz del problema. En un primer momento, las retenciones tuvieron como fin limitar las presiones inflacionarias como consecuencia de la megadevaluación. Como Argentina es exportadora neta de alimentos, bienes básicos de la canasta familiar, era indispensable atenuar el impacto interno del ajuste cambiario. La alícuota de ese impuesto apuntaba a equiparar el precio interno al externo, al quedar desfasado el último por el ajuste cambiario. Ahora no solamente sigue afectando la devaluación en la formación de precios, sino que se agregó el impacto extraordinario del alza de las materias primas agropecuarias debido a la confluencias de dos procesos simultáneos: la incorporación de millones de nuevos asalariados urbanos en la revolución industrial tardía de China e India, que requieren cada vez más alimentos para la reproducción de la fuerza de trabajo, y el desarrollo de los biocombustibles. Entonces, las retenciones, como la baja de aranceles de importación de alimentos que aplican otros países, apuntan a amortiguar –no a eliminar– el fabuloso y, a la vez, fascinante shock externo que implica esas dos revoluciones productivas a escala planetaria.
En ese contexto, el nuevo término de moda es la agflation: combinación de agricultura e inflación. Este moderno fenómeno consiste en un aumento en el precio de los alimentos como resultado del incremento de la demanda de consumo humano y también para su uso como alternativa en materia energética. El desafío que propone esta situación es lo que se conoce como soberanía alimentaria: la accesibilidad de los alimentos, por precios, calidad y cantidad, para la mayor parte de la población.
Después de entender la dinámica de ese proceso, con su complejidad y desconocimiento que éste implica, aparece la debilidad o, en todo caso, el carácter incompleto de la estrategia oficial al respecto. Se ofrece como una solución voluntarista la idea respecto de que un aumento de las inversiones para incrementar la oferta frenará las presiones de la demanda doméstica. En un mercado internacional que manifiesta escasez, todo aumento de producción de carnes y granos será absorbido inmediatamente y, con precios que vienen determinados de afuera, no reducirá la inflación. Con más producción, igual seguirá la preferencia de vender más al exterior debido los actuales precios elevados, salvo que intervenga el Estado para restringir exportaciones. Pero esas limitaciones como así también las retenciones se presentan como una política que inicialmente desincentiva la inversión, impacto negativo que por ahora no se verifica en el corto plazo aunque es incierto para el mediano y largo. Si además, la cadena agraria reúne las características de mercados concentrados en eslabones claves, los productores más débiles, los pequeños y medianos, padecen el poder de los grupos con posición dominante que les trasladan toda la carga de los mayores costos.
Ante un panorama tan complejo, por factores externos y distorsiones internas, el Gobierno debería contar con una estrategia más sofisticada que la reacción –por cierto, bastante tardía– de un aumento de las retenciones. Este tendría que formar parte de una amplia política de intervención en el sensible mercado de los alimentos, con más sutilezas e inteligencia que la que lleva a cabo el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, que se ha transformado en un torpe colador por donde se filtran los principales precios de la economía.
azaiat@pagina12.com.ar
Rusia aplica retenciones del 30 por ciento a la cebada y del 10 por ciento al trigo y también dispone la baja de aranceles a la compra externa de productos lácteos. Bolivia ordena la importación sin aranceles para alimentos básicos, como el maíz, trigo, harina y arroz. China hace lo mismo para la carne de cerdo y huevos, ambos productos responsables de gran parte del alza del índice de precios al consumidor del gigante asiático. India aplica similar política con la leche. Resulta extensa la lista de países que han decidido instrumentar medidas defensivas para enfrentar un fenómeno que pone en riesgo la estabilidad económico-social: la inflación generada por el alza de los alimentos.
India es una de las principales usinas de leche del mundo. China lidera el mercado de carne de cerdo. Y Rusia es el quinto productor de trigo del planeta. Se desconocen exabruptos de los sectores involucrados en esos países por las iniciativas impulsadas por sus respectivos gobiernos, que si existiesen las agencias internacionales los reportarían ansiosas como lo hacen con las críticas de las cuatro entidades del campo de Argentina. Se supone que esa prudencia se debe a que productores y analistas de esos países miran un poco más allá que de su propio ombligo y saben que existe en grave problema mundial. Y que para enfrentarlo todos van explorando caminos sinuosos en un escenario que se presenta inquietante, como el de convivir con alimentos caros durante un prolongado período.
En cambio, aquí predomina mediocridad en las opiniones de los principales protagonistas. El argumento de que el ajuste al alza de las retenciones a la soja, trigo y maíz tiene un origen exclusivamente fiscal es de una pobreza conceptual asombrosa. Resulta evidente que el aumento de ese impuesto, que además es de fácil e inmediata recaudación, acercará recursos al Tesoro. Fondos que son importantes pero no imprescindibles, puesto que no hay urgencias por cerrar un bache del fisco o desequilibrios crecientes, como en décadas pasadas. Ni tampoco son esenciales para recomponer la solvencia fiscal, función que cumplieron cuando se aplicaron por primera vez, al comienzo del gobierno de Eduardo Duhalde.
El aumento de retenciones sumará dinero a las arcas del Estado, pero esa medida hoy tiene una fundamentación que no es fiscal, aunque las cuatro entidades del campo se empecinen en destacarlo. Si esa previsible protesta provinciana puede llegar a ser comprensible porque los afecta en la superrenta que obtienen del agro, la crítica y la posterior propuesta de ciertos dirigentes políticos de bajar las retenciones revela ignorancia sobre lo que están hablando o una mezquindad vulgar asombrosa.
No considerar en ese análisis la cuestión de los precios de los alimentos significa desconocer la raíz del problema. En un primer momento, las retenciones tuvieron como fin limitar las presiones inflacionarias como consecuencia de la megadevaluación. Como Argentina es exportadora neta de alimentos, bienes básicos de la canasta familiar, era indispensable atenuar el impacto interno del ajuste cambiario. La alícuota de ese impuesto apuntaba a equiparar el precio interno al externo, al quedar desfasado el último por el ajuste cambiario. Ahora no solamente sigue afectando la devaluación en la formación de precios, sino que se agregó el impacto extraordinario del alza de las materias primas agropecuarias debido a la confluencias de dos procesos simultáneos: la incorporación de millones de nuevos asalariados urbanos en la revolución industrial tardía de China e India, que requieren cada vez más alimentos para la reproducción de la fuerza de trabajo, y el desarrollo de los biocombustibles. Entonces, las retenciones, como la baja de aranceles de importación de alimentos que aplican otros países, apuntan a amortiguar –no a eliminar– el fabuloso y, a la vez, fascinante shock externo que implica esas dos revoluciones productivas a escala planetaria.
En ese contexto, el nuevo término de moda es la agflation: combinación de agricultura e inflación. Este moderno fenómeno consiste en un aumento en el precio de los alimentos como resultado del incremento de la demanda de consumo humano y también para su uso como alternativa en materia energética. El desafío que propone esta situación es lo que se conoce como soberanía alimentaria: la accesibilidad de los alimentos, por precios, calidad y cantidad, para la mayor parte de la población.
Después de entender la dinámica de ese proceso, con su complejidad y desconocimiento que éste implica, aparece la debilidad o, en todo caso, el carácter incompleto de la estrategia oficial al respecto. Se ofrece como una solución voluntarista la idea respecto de que un aumento de las inversiones para incrementar la oferta frenará las presiones de la demanda doméstica. En un mercado internacional que manifiesta escasez, todo aumento de producción de carnes y granos será absorbido inmediatamente y, con precios que vienen determinados de afuera, no reducirá la inflación. Con más producción, igual seguirá la preferencia de vender más al exterior debido los actuales precios elevados, salvo que intervenga el Estado para restringir exportaciones. Pero esas limitaciones como así también las retenciones se presentan como una política que inicialmente desincentiva la inversión, impacto negativo que por ahora no se verifica en el corto plazo aunque es incierto para el mediano y largo. Si además, la cadena agraria reúne las características de mercados concentrados en eslabones claves, los productores más débiles, los pequeños y medianos, padecen el poder de los grupos con posición dominante que les trasladan toda la carga de los mayores costos.
Ante un panorama tan complejo, por factores externos y distorsiones internas, el Gobierno debería contar con una estrategia más sofisticada que la reacción –por cierto, bastante tardía– de un aumento de las retenciones. Este tendría que formar parte de una amplia política de intervención en el sensible mercado de los alimentos, con más sutilezas e inteligencia que la que lleva a cabo el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, que se ha transformado en un torpe colador por donde se filtran los principales precios de la economía.
azaiat@pagina12.com.ar
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Página 12 - Argentina/08/11/2007
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