El final de la insignificancia
EMILIO SILVA*
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El 16 de julio de 1938 el Boletín Oficial del Estado franquista publicaba una orden firmada por Ramón Serrano Suñer: “Al cumplirse dos años de la lucha trémula y gloriosa que el pueblo español sostiene para salvarse de su muerte como Nación”. Así declara que la conmemoración del glorioso alzamiento debe llevarse a cabo el día 17 de julio, que será el Día de África en agradecimiento a las tropas de Marruecos; el día 18, que será feriado a efectos mercantiles y de trabajo; y el día 19, que se proclama “Día de la revolución nacional contra la supresión de las servidumbres a que la decadencia y el liberalismo habían sometido a España”.
Terminada la guerra en 1939, la maquinaria de la dictadura inició su ajuste de cuentas. Se aprobaron numerosas medidas reparadoras para quienes habían padecido el “terror rojo” o luchado junto a los militares sublevados: puestos en la administración pública para toda la vida (Ley sobre provisión de plazas de la Administración del Estado con mutilados ex combatientes y ex cautivos, BOE 01/09/1939), pensiones para los que habían muerto apoyando al general Sanjurjo, en su golpe de Estado de agosto de 1932 (BOE 24/07/1939) o una amnistía para quienes habían cometido delitos contra la Segunda República que pudieran considerarse afines al movimiento (la violencia de la extrema derecha) desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936 (BOE 30/09/1939). Además, se llevaron a cabo exhumaciones de fosas comunes con el dinero de todos pero sólo de “víctimas de la barbarie roja” (BOE 17/05/1939).
Sobre ese espíritu se edifica un apartheid que divide la sociedad; miles de familias son obligadas a despojarse de su identidad, de su pasado, de sus ideas, de sus sueños, para tratar de esquivar la mirada del vigía.
El 18 de julio se celebró de manera oficial, por última vez, en el año 1977, después de celebradas las elecciones, pero los privilegios que adquirieron los golpistas y sus colaboradores a la sombra de ese espíritu sembrado de terror han alcanzado nuestro presente.
Hace unos meses, en una reunión de familiares de desaparecidos por la represión franquista, una mujer pide la palabra, se levanta, despliega un papel con nerviosismo y habla: “En mi pueblo hay una fosa”. Uno por uno lee los nombres de los enterrados en ella. Después, con la voz entrecortada, añade: “Ahora me callo porque me ha dicho mi madre que los lea, pero que no me signifique”. Entonces se sienta en silencio porque su madre le ha pedido que no opine ni se muestre cercana a esos muertos; en fin, que se comporte como si fuera insignificante. Esa fue y es aún la historia de miles de familias de desaparecidos, presos, exiliados, depurados y todo tipo de represaliados. Lo fue durante 40 años de dictadura y lo está siendo a lo largo de más de tres décadas de democracia.
El látigo franquista no se detuvo, con la colaboración de muchos miles de ciudadanos recompensados. El 1 de abril de 1959, al inaugurar el Valle de los Caídos, el dictador Francisco Franco alerta sobre una posible debilidad en el ejercicio de la represión: “No es época en que se puedan desmovilizar los espíritus después de la batalla, ya que el enemigo no descansa y gasta sumas ingentes para minar y destruir nuestros objetivos”.
Termina la dictadura y los violadores de derechos humanos evitan las consecuencias penales. Los gestores de la transición acuerdan además que la ignorancia sobre el pasado reciente sea una política de Estado, por lo que millones de ciudadanos no estudian nada que tenga que ver con la dictadura, quiénes formaron parte de su aparato de control y tortura o lograron importantes fortunas y sobresalientes carreras aprovechando su corrupción política, económica e ideológica.
Tras las elecciones municipales de 1979 llegan al poder local partidos que habían sido clandestinos. En La Rioja o Navarra se abren fosas comunes. Se trata de un movimiento creciente, sin apoyo institucional y apenas político, truncado el 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel Tejero grita en el hemiciclo del Congreso, pistola en mano: “¡Quieto todo el mundo!”. Miles de familiares que habían iniciado el camino hacia la rehabilitación pública de sus seres queridos regresan a la insignificancia, por miedo a que despierte con fuerza el espíritu del 18 de julio. De ese modo, los franquistas añadieron a la impunidad política y jurídica que habían conquistado con la Ley de Amnistía de 1977 otra impunidad imprescindible: la social.
Tuvieron que pasar dos décadas para que la generación de los nietos, que no aprendieron en los colegios su historia reciente, buscara a sus abuelos, exhumara sus fosas, los reconociera públicamente e iniciara un cambio en la patológica relación que ha mantenido nuestra sociedad con el pasado de la dictadura. Desgraciadamente, miles de hombres y mujeres que construyeron nuestra primera democracia y la defendieron de un golpe militar han muerto ignorados por las instituciones.
Lo que ha ocurrido en los últimos años: los homenajes, la apertura de fosas, la posibilidad de completar el duelo después de 70 años, las personas que por fin han perdido el miedo, el intento de apertura de diligencias en la Audiencia Nacional, los miles de nietos que buscan expedientes, que entrevistan ancianos, que se emocionan al escucharlos, que devoran libros y documentales para saber, que han llenado Internet de preguntas y respuestas, la ayuda que cientos de voluntarios están prestando a miles de familias, todo eso es el camino que hemos comenzado a recorrer para llegar al final de la insignificancia.
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*Emilio Silva pertenece a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
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Ilustración de Mikel Jaso
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El 16 de julio de 1938 el Boletín Oficial del Estado franquista publicaba una orden firmada por Ramón Serrano Suñer: “Al cumplirse dos años de la lucha trémula y gloriosa que el pueblo español sostiene para salvarse de su muerte como Nación”. Así declara que la conmemoración del glorioso alzamiento debe llevarse a cabo el día 17 de julio, que será el Día de África en agradecimiento a las tropas de Marruecos; el día 18, que será feriado a efectos mercantiles y de trabajo; y el día 19, que se proclama “Día de la revolución nacional contra la supresión de las servidumbres a que la decadencia y el liberalismo habían sometido a España”.
Terminada la guerra en 1939, la maquinaria de la dictadura inició su ajuste de cuentas. Se aprobaron numerosas medidas reparadoras para quienes habían padecido el “terror rojo” o luchado junto a los militares sublevados: puestos en la administración pública para toda la vida (Ley sobre provisión de plazas de la Administración del Estado con mutilados ex combatientes y ex cautivos, BOE 01/09/1939), pensiones para los que habían muerto apoyando al general Sanjurjo, en su golpe de Estado de agosto de 1932 (BOE 24/07/1939) o una amnistía para quienes habían cometido delitos contra la Segunda República que pudieran considerarse afines al movimiento (la violencia de la extrema derecha) desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936 (BOE 30/09/1939). Además, se llevaron a cabo exhumaciones de fosas comunes con el dinero de todos pero sólo de “víctimas de la barbarie roja” (BOE 17/05/1939).
Sobre ese espíritu se edifica un apartheid que divide la sociedad; miles de familias son obligadas a despojarse de su identidad, de su pasado, de sus ideas, de sus sueños, para tratar de esquivar la mirada del vigía.
El 18 de julio se celebró de manera oficial, por última vez, en el año 1977, después de celebradas las elecciones, pero los privilegios que adquirieron los golpistas y sus colaboradores a la sombra de ese espíritu sembrado de terror han alcanzado nuestro presente.
Hace unos meses, en una reunión de familiares de desaparecidos por la represión franquista, una mujer pide la palabra, se levanta, despliega un papel con nerviosismo y habla: “En mi pueblo hay una fosa”. Uno por uno lee los nombres de los enterrados en ella. Después, con la voz entrecortada, añade: “Ahora me callo porque me ha dicho mi madre que los lea, pero que no me signifique”. Entonces se sienta en silencio porque su madre le ha pedido que no opine ni se muestre cercana a esos muertos; en fin, que se comporte como si fuera insignificante. Esa fue y es aún la historia de miles de familias de desaparecidos, presos, exiliados, depurados y todo tipo de represaliados. Lo fue durante 40 años de dictadura y lo está siendo a lo largo de más de tres décadas de democracia.
El látigo franquista no se detuvo, con la colaboración de muchos miles de ciudadanos recompensados. El 1 de abril de 1959, al inaugurar el Valle de los Caídos, el dictador Francisco Franco alerta sobre una posible debilidad en el ejercicio de la represión: “No es época en que se puedan desmovilizar los espíritus después de la batalla, ya que el enemigo no descansa y gasta sumas ingentes para minar y destruir nuestros objetivos”.
Termina la dictadura y los violadores de derechos humanos evitan las consecuencias penales. Los gestores de la transición acuerdan además que la ignorancia sobre el pasado reciente sea una política de Estado, por lo que millones de ciudadanos no estudian nada que tenga que ver con la dictadura, quiénes formaron parte de su aparato de control y tortura o lograron importantes fortunas y sobresalientes carreras aprovechando su corrupción política, económica e ideológica.
Tras las elecciones municipales de 1979 llegan al poder local partidos que habían sido clandestinos. En La Rioja o Navarra se abren fosas comunes. Se trata de un movimiento creciente, sin apoyo institucional y apenas político, truncado el 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel Tejero grita en el hemiciclo del Congreso, pistola en mano: “¡Quieto todo el mundo!”. Miles de familiares que habían iniciado el camino hacia la rehabilitación pública de sus seres queridos regresan a la insignificancia, por miedo a que despierte con fuerza el espíritu del 18 de julio. De ese modo, los franquistas añadieron a la impunidad política y jurídica que habían conquistado con la Ley de Amnistía de 1977 otra impunidad imprescindible: la social.
Tuvieron que pasar dos décadas para que la generación de los nietos, que no aprendieron en los colegios su historia reciente, buscara a sus abuelos, exhumara sus fosas, los reconociera públicamente e iniciara un cambio en la patológica relación que ha mantenido nuestra sociedad con el pasado de la dictadura. Desgraciadamente, miles de hombres y mujeres que construyeron nuestra primera democracia y la defendieron de un golpe militar han muerto ignorados por las instituciones.
Lo que ha ocurrido en los últimos años: los homenajes, la apertura de fosas, la posibilidad de completar el duelo después de 70 años, las personas que por fin han perdido el miedo, el intento de apertura de diligencias en la Audiencia Nacional, los miles de nietos que buscan expedientes, que entrevistan ancianos, que se emocionan al escucharlos, que devoran libros y documentales para saber, que han llenado Internet de preguntas y respuestas, la ayuda que cientos de voluntarios están prestando a miles de familias, todo eso es el camino que hemos comenzado a recorrer para llegar al final de la insignificancia.
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*Emilio Silva pertenece a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
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Ilustración de Mikel Jaso
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Público - España/18/07/2009
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