Chavismo y xenofobia
03/11/2007
Opinión
Elías Pino Iturrieta
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Llegan al extremo de pasearse carteles contra los hijos de los inmigrantes
Los abismos hacia los cuales nos está precipitando la "revolución bolivariana" se hicieron patentes en unos carteles de ignominia con los cuales algunos de los partidarios del oficialismo se opusieron a la marcha estudiantil. Elevados sin rubor sobre la multitud, los carteles solicitaban que se expulsara del país a "los hijos de los inmigrantes de mierda", una petición que nadie se había atrevido a hacer en los últimos años, por lo menos públicamente; un deslinde monstruoso que nadie en nuestros días había tenido el descaro de proponer a la vista de todos, o que apenas había derramado su veneno y su estupidez en escenas herméticas. Debemos suponer cómo la vergonzosa solicitud se remitía directamente a Yon Goicochea, un líder juvenil quien se ha ganado por sus talentos y corajes general admiración, o a algunas de las actrices de la televisión que han levantado su voz contra el Gobierno. Se me ha dicho que, como Goicochea, ellas son venezolanas de primera generación nacidas de padres extranjeros, un pecado que ahora pregona el índice afilado del chavismo dispuesto a cualquier aberración para profundizar su hegemonía.
Carece de sentido ponerse a debatir sobre la descalificación de Yon Goicochea y de quienes son como él por un nacimiento que no parece llenar los requisitos de participación política por su supuesto desarraigo, no en balde se trata de una conducta que no merece la contraposición de argumentos debido a su deplorable estrechez y su pérfida catadura; pero también a la asepsia que aconseja no meterse en los tremedales de un albañal con el objeto de cumplir la titánica tarea de cambiar a sus habitantes para que respeten al prójimo que piensa de manera diversa. En lugar de ese desagradable descendimiento, tal vez resulte de mayor utilidad llamar la atención sobre cómo puede un engendro de nacionalismo exacerbado, aunque sea todavía testimonio aislado, volverse plaga dentro de un entorno proclive al crecimiento de sus criaturas. Pese a la reiteración de un discurso a través del cual se nos ha dicho desde antiguo que es Venezuela lugar hospitalario para todas las criaturas del género humano, clima de tolerancia y generoso crisol de razas, la historia sugiere el establecimiento de una sabia distancia ante las interpretaciones angelicales para prevenirse frente al retorno de un demonio que puede llevarnos a ser como hemos sido en el pasado ante quienes consideramos perjudiciales por el solo hecho de ser diferentes de los nacionales de cuño añejo.
Debido a su relación con las herejías de la modernidad, la cultura colonial pontificó durante trescientos años sobre la vileza de quienes no provenían del tronco hispánico. Un muro de rezos y pólvora nos puso en guardia frente a los emisarios de Satanás que vivían en la otra orilla del imperio católico y que trastornaban la armonía del edén vestidos de piratas, de pastores protestantes o de filósofos ilustrados. Debido a ese magisterio o al aislamiento geográfico, a las hambrunas y a la precaria educación que marcó los primeros pasos del estado nacional, la intolerancia determinó en adelante conductas masivas contra los sujetos distintos a quienes se juzgaba entonces como propiamente venezolanos. El establecimiento expreso de la libertad de cultos permaneció en las gavetas de diferentes gobiernos por el espanto que causaba la llegada de los anglicanos y los cuáqueros. Sólo por ser españoles, durante el monagato ocurrieron persecuciones contra los españoles que vivían en Caracas. Durante la administración del mariscal Falcón sucedieron en Coro ataques desalmados contra la comunidad judía. El desprecio y la explotación de los canarios fueron una mancha permanente del siglo XIX. Los planes de López Contreras para acoger a los israelitas perseguidos por los nazis fueron faena agotadora, porque contaron con la reprobación de sectores numerosos y tercos de la ortodoxia. Cuando cayó Pérez Jiménez, nuestras ciudades y poblaciones protagonizaron ataques contra las colonias italianas de gente trabajadora a quienes se culpaba injustamente de colaboracionismo con la dictadura. Otras animadversiones ante individuos provenientes de otras partes de Latinoamérica completarían un panorama de palpitante actualidad.
Partiendo de esas actitudes compartidas en el pasado, se puede calcular la perversión capaz de multiplicarse cuando los clamores de un exorbitante nacionalismo suenan en nuestros oídos y llegan al extremo de pasearse en carteles contra los hijos de los inmigrantes. El solo hecho de su maldad intrínseca, aunque también, por añadidura, el sentir cómo el "bolivarianismo" obliga a nuestros hijos a la inmigración, invita a oponerse sin vacilaciones a un parecer tan deshonroso. O, mirando hacia más atrás, la audacia de recordar que fue en este país apacible y acogedor donde se suscribió entre vítores la Proclama de Guerra a Muerte.
eliaspinoitu@hotmail.com
Llegan al extremo de pasearse carteles contra los hijos de los inmigrantes
Los abismos hacia los cuales nos está precipitando la "revolución bolivariana" se hicieron patentes en unos carteles de ignominia con los cuales algunos de los partidarios del oficialismo se opusieron a la marcha estudiantil. Elevados sin rubor sobre la multitud, los carteles solicitaban que se expulsara del país a "los hijos de los inmigrantes de mierda", una petición que nadie se había atrevido a hacer en los últimos años, por lo menos públicamente; un deslinde monstruoso que nadie en nuestros días había tenido el descaro de proponer a la vista de todos, o que apenas había derramado su veneno y su estupidez en escenas herméticas. Debemos suponer cómo la vergonzosa solicitud se remitía directamente a Yon Goicochea, un líder juvenil quien se ha ganado por sus talentos y corajes general admiración, o a algunas de las actrices de la televisión que han levantado su voz contra el Gobierno. Se me ha dicho que, como Goicochea, ellas son venezolanas de primera generación nacidas de padres extranjeros, un pecado que ahora pregona el índice afilado del chavismo dispuesto a cualquier aberración para profundizar su hegemonía.
Carece de sentido ponerse a debatir sobre la descalificación de Yon Goicochea y de quienes son como él por un nacimiento que no parece llenar los requisitos de participación política por su supuesto desarraigo, no en balde se trata de una conducta que no merece la contraposición de argumentos debido a su deplorable estrechez y su pérfida catadura; pero también a la asepsia que aconseja no meterse en los tremedales de un albañal con el objeto de cumplir la titánica tarea de cambiar a sus habitantes para que respeten al prójimo que piensa de manera diversa. En lugar de ese desagradable descendimiento, tal vez resulte de mayor utilidad llamar la atención sobre cómo puede un engendro de nacionalismo exacerbado, aunque sea todavía testimonio aislado, volverse plaga dentro de un entorno proclive al crecimiento de sus criaturas. Pese a la reiteración de un discurso a través del cual se nos ha dicho desde antiguo que es Venezuela lugar hospitalario para todas las criaturas del género humano, clima de tolerancia y generoso crisol de razas, la historia sugiere el establecimiento de una sabia distancia ante las interpretaciones angelicales para prevenirse frente al retorno de un demonio que puede llevarnos a ser como hemos sido en el pasado ante quienes consideramos perjudiciales por el solo hecho de ser diferentes de los nacionales de cuño añejo.
Debido a su relación con las herejías de la modernidad, la cultura colonial pontificó durante trescientos años sobre la vileza de quienes no provenían del tronco hispánico. Un muro de rezos y pólvora nos puso en guardia frente a los emisarios de Satanás que vivían en la otra orilla del imperio católico y que trastornaban la armonía del edén vestidos de piratas, de pastores protestantes o de filósofos ilustrados. Debido a ese magisterio o al aislamiento geográfico, a las hambrunas y a la precaria educación que marcó los primeros pasos del estado nacional, la intolerancia determinó en adelante conductas masivas contra los sujetos distintos a quienes se juzgaba entonces como propiamente venezolanos. El establecimiento expreso de la libertad de cultos permaneció en las gavetas de diferentes gobiernos por el espanto que causaba la llegada de los anglicanos y los cuáqueros. Sólo por ser españoles, durante el monagato ocurrieron persecuciones contra los españoles que vivían en Caracas. Durante la administración del mariscal Falcón sucedieron en Coro ataques desalmados contra la comunidad judía. El desprecio y la explotación de los canarios fueron una mancha permanente del siglo XIX. Los planes de López Contreras para acoger a los israelitas perseguidos por los nazis fueron faena agotadora, porque contaron con la reprobación de sectores numerosos y tercos de la ortodoxia. Cuando cayó Pérez Jiménez, nuestras ciudades y poblaciones protagonizaron ataques contra las colonias italianas de gente trabajadora a quienes se culpaba injustamente de colaboracionismo con la dictadura. Otras animadversiones ante individuos provenientes de otras partes de Latinoamérica completarían un panorama de palpitante actualidad.
Partiendo de esas actitudes compartidas en el pasado, se puede calcular la perversión capaz de multiplicarse cuando los clamores de un exorbitante nacionalismo suenan en nuestros oídos y llegan al extremo de pasearse en carteles contra los hijos de los inmigrantes. El solo hecho de su maldad intrínseca, aunque también, por añadidura, el sentir cómo el "bolivarianismo" obliga a nuestros hijos a la inmigración, invita a oponerse sin vacilaciones a un parecer tan deshonroso. O, mirando hacia más atrás, la audacia de recordar que fue en este país apacible y acogedor donde se suscribió entre vítores la Proclama de Guerra a Muerte.
eliaspinoitu@hotmail.com
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