17/7/09

Fortalecer la democracia

Opinión a fondo
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CAYO LARA MOYA*
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El denominado cohecho pasivo impropio es una técnica fina que los corruptores, que pretenden algún tipo de privilegio irregular de los cargos públicos, utilizan para condicionar la decisión política o administrativa de los gestores de la cosa pública.

El delito de cohecho, sin más calificativos, es la forma más burda de obtener el privilegio deseado, porque se compra directamente al cargo público o funcionario para obtener el fin previsto. El artículo 426 del Código Penal lo tipifica de la siguiente manera: “La autoridad o funcionario público que admitiere dádiva o regalo que le fueren ofrecidos en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido legalmente, incurrirá en la pena de multa de tres a seis meses”.

La alcaldesa de Valencia, la popular Rita Barberá, cuando dice que hay que despenalizar el cohecho, lo que está haciendo en la práctica es introducir el pensamiento real de la derecha, explícito en La escopeta nacional de Berlanga y que, en sentido más moderno, podríamos llamar la berlusconización de la política española. Todo vale en la concepción de los principios de esta alcaldesa: comprar los favores del funcionario o cargo público no quedaría penalizado y se abriría la puerta a un mercado de prostitución de favores, cuyo precio estaría directamente relacionado con el valor del privilegio a obtener. La acción de ejercitarlo quedaría únicamente en manos del concepto ético que tuviera el cargo público o funcionario.

Pero como parece que en esta democracia amputada de valores la corrupción en la derecha da votos
–a más corrupción, más votos– tenemos a estas joyas ilustradas defendiendo este tipo de posiciones. La teoría de que cuantos más trajes les regalen a los presidentes más votos obtendrán en las siguientes elecciones nos puede llevar a pensar que la corrupción es un valor positivo electoral y a aquello de “tonto el último en corromperse”.

Pero lo más grave de toda esta situación es que una parte de nuestra sociedad se acostumbre a ver como normal lo que es un despropósito. Igual que ha pasado con los crímenes en Irak por los ejércitos invasores, con los asesinatos de palestinos en la franja de Gaza o con los miles de enterrados en el mar por los cayucos, los primeros casos desatan un horror general, pero, a medida que avanza la masacre, los seres humanos nos vamos haciendo más insensibles al dolor que nos provoca y terminamos conviviendo, hasta con indiferencia ,con lo que inicialmente nos horrorizaba. La corrupción no debe ser tolerada por la sociedad, la haga quien la haga y tenga la cuantificación que tenga, porque termina corrompiendo la convivencia.

Parece que en los casos de corrupción ya no resulta suficiente la cortina de humo permanente que se suele poner para taparlos, sino que para algunos también se trata ahora de legalizarla. Los que defienden estas posiciones, ¿qué valores pretenden trasladar a la sociedad?, ¿o es que realmente lo que se pretende es perpetuar, legalizar y popularizar las miserias de esta democracia amputada de principios, seguir pudriendo los valores de lo público, los de todos y todas, para seguir justificando en el fondo la privatización y la mercantilización de los servicios públicos como la salud, el bienestar social o la educación para beneficio de unos cuantos amigos que, por supuesto, directa o indirectamente regalan trajes y más cosas?

Fortalecer la democracia es fortalecer principios éticos y hacer de la honestidad de los cargos públicos un valor a prueba de bombas. El desprestigio de actitudes que estamos viviendo sólo ayuda a generar hastío en la población. Debilita la participación democrática, al tiempo que sólo favorece los intereses de los poderosos que consiguen sus inconfesables objetivos con mucha facilidad a través de la connivencia, el cohecho o, simplemente, la corrupción directa.

Hay muchas personas que se dedican de forma honesta a representar en las instituciones los intereses de su electorado, a los que no les regalan bribones ni trajes sencillamente porque tienen principios que les impiden aceptarlos y que no se merecen el dicho popular de “todos son iguales”. No se puede tolerar que la defensa de lo público se vaya deteriorando cada vez más por la existencia de gente sin escrúpulos que ha hecho de la política una ciénaga de defensa de intereses bastardos contrapuestos a los de la mayoría de los ciudadanos decentes que quieren verse representados con eficacia pero, sobre todo, con honestidad.

Apostar por ello es condenar sin paliativos actitudes públicas indecorosas e inmorales, pero también cualquier declaración de apoyo que directamente defienda la corrupción. El presidente Camps, con un salario más que digno para desempeñar su función, no necesitaba de ese tipo de regalos, por eso hay que preguntar: ¿por qué los aceptó? En la respuesta tal vez encontremos el fondo real del problema.

En cualquier caso, independientemente de que se pruebe la existencia o no de cohecho, Francisco Camps debería haber puesto su cargo a disposición de los ciudadanos del País Valenciano por una simple cuestión de ética política. Pero, naturalmente, eso sería tanto como decir que se tiene esa ética como principio de acción en la vida pública.
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*Coordinador general de Izquierda Unida (IU)
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Público - España/17/07/2009

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