El cambio histórico
Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
-
Hace unos días el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional me convocó a un seminario avanzado sobre el futuro de la democracia en América Latina. Se me asignó como tema Las izquierdas en la globalización. Pensé que la mejor manera de abordarlo era en retrospectiva: cómo se han definido los movimientos progresistas frente a los retos específicos de cada época.
Recordé el aforismo clásico según el cual “desde la Revolución Francesa la izquierda encarna un proyecto de cambio histórico”. Centré mis reflexiones en el espacio-tiempo de un siglo y me referí a las transformaciones reales, más que a las mutaciones culturales o a los esfuerzos contestatarios. En qué horizonte se insertaron las revoluciones y las izquierdas gobernantes.
Las primeras corresponden a los inicios de la centuria anterior, cuando los países de la región eran altamente dependientes de la ampliación del comercio mundial, registraban una elevada concentración de la tierra, dominio extranjero sobre los recursos naturales, el sector financiero y la incipiente industria, sobreexplotación del trabajo, bajísima cohesión social y analfabetismo galopante, expansión de clases medias urbanas y regímenes autoritarios falsamente modernizantes.
Este universo, descrito entre nosotros por Andrés Molina Henríquez, explica sobradamente el estallido de 1910 así como los avatares y las corrientes encontradas de la Revolución Mexicana que desembocaron en la Constitución de 1917. Pero da también origen, en el Cono Sur, al avance de movimientos liberales y reformistas, sostenidos en la bonanza relativa de los precios internacionales de las materias primas.
Así en Argentina, las primeras elecciones por voto universal de 1916 llevaron al poder a una coalición encabezada por Hipólito Irigoyen, que en dos periodos presidenciales impulsó reformas nacionalistas y sociales, como leyes rurales, empresa estatal de petróleo, autonomía universitaria y política exterior independiente. De modo semejante en Uruguay, José Batlle (1903-1907 y 1911-1915) implantó los derechos humanos del trabajo, estatizó bancos y ferrocarriles, y creó un generoso régimen de pensiones.
Dos décadas más tarde el panorama internacional había cambiado radicalmente. La gran depresión, el fracaso de la Liga de las Naciones y el rearme de Alemania modificaron los equilibrios políticos y las pautas económicas del mundo. La solidificación de la Unión Soviética, la aparición del fascismo, el nacional socialismo y los regímenes corporativos de derecha corresponden al descrédito de las democracias parlamentarias. Ese es el contexto en que surgen también la II República española y el Frente Popular en Francia.
La transición hegemónica que habría de culminar en la Segunda Guerra Mundial abre espacios para los países independientes de la periferia, esto es, los de América Latina. Es el tiempo de los más afamados populismos, definidos por la teoría política como regímenes encabezados por dirigentes carismáticos, con apoyo en organizaciones de masas y un firme soporte militar. Los más exitosos: el de Lázaro Cárdenas en México (1934-1940) y el de Getulio Vargas en el Brasil (1930-1945 y 1951-1954).
Ambos confluyeron en la consolidación de los más grandes Estados nacionales de la región, a través de reformas de diferente envergadura que centralizaron el poder, modificaron el sistema de propiedad y reivindicaron los recursos naturales. En ese horizonte se ubica también el régimen instaurado por Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955), cuyo partido de trabajadores —con paréntesis dictatoriales y liberales— gobierna todavía ese país.
En ese tiempo los liderazgos de César Augusto Sandino en Nicaragua y Víctor Raúl Haya de la Torre en Nicaragua son derrotados por las oligarquías y la intervención estadounidense. En cambio, Chile logra instaurar tres gobiernos de izquierda democrática, a partir de Pedro Aguirre Cerda en 1938. Durante ese periodo, que se prolonga hasta 1952, el propósito anunciado era establecer “un régimen fundado en el efectivo ejercicio del poder por el pueblo y el control democrático del aparato productivo”.
En esa época se desató la guerra fría y la polarización ideológica y militar entre dos bloques. Se activaron por una parte los intentos revolucionarios y por la otra las dictaduras de contención. Aquellos fueron acompañados por los movimientos de liberación nacional y matizados por los esfuerzos democratizadores de la descolonización, en Asia y África, que en menos de 30 años triplicaron el número de países miembros de las Naciones Unidas.
La lista de los flujos y reflujos políticos de ese periodo es extensa: van del derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1955 hasta el de Salvador Allende en Chile en 1973. Pero también de la victoria de la Revolución Cubana en 1959 hasta el de la Revolución Sandinista en 1979. Es quizá la era más pendular de la historia latinoamericana.
Se inscribirían en ese proceso el retorno de la democracia en Costa Rica en 1948 con José Figueres y en Venezuela con Rómulo Betancourt en 1959. Los gobiernos nacionalistas de Bolivia que se iniciaron con Víctor Paz Estenssoro en 1952, la victoria de Juan Bosch en República Dominicana en 1962 y los populismos militares instalados en 1968 por Juan Velasco Alvarado en el Perú y Omar Torrijos en Panamá, que nacionalizó el petróleo en un caso y recuperó la soberanía sobre el canal en el otro.
En la mayor parte de los países de la región esos ejercicios heterodoxos fueron cegados por dictaduras militares, casi siempre con ayuda externa. A ellas correspondió la administración de la crisis y el advenimiento del neoliberalismo durante la década de los 80, sin que las transiciones democráticas posteriores hayan podido revertir tal modelo económico, generador de estancamiento y desigualdad.
Por esa razón el resurgimiento de izquierdas gobernantes en América Latina en los comienzos de este siglo no tiene otro origen ni otro destino que el logro de una inserción más justa y eficiente de nuestros pueblos en la globalidad. Un cambio sustantivo en las relaciones políticas y sociales, edificado con imaginación y audacia, del que México no podría estar ausente.
Recordé el aforismo clásico según el cual “desde la Revolución Francesa la izquierda encarna un proyecto de cambio histórico”. Centré mis reflexiones en el espacio-tiempo de un siglo y me referí a las transformaciones reales, más que a las mutaciones culturales o a los esfuerzos contestatarios. En qué horizonte se insertaron las revoluciones y las izquierdas gobernantes.
Las primeras corresponden a los inicios de la centuria anterior, cuando los países de la región eran altamente dependientes de la ampliación del comercio mundial, registraban una elevada concentración de la tierra, dominio extranjero sobre los recursos naturales, el sector financiero y la incipiente industria, sobreexplotación del trabajo, bajísima cohesión social y analfabetismo galopante, expansión de clases medias urbanas y regímenes autoritarios falsamente modernizantes.
Este universo, descrito entre nosotros por Andrés Molina Henríquez, explica sobradamente el estallido de 1910 así como los avatares y las corrientes encontradas de la Revolución Mexicana que desembocaron en la Constitución de 1917. Pero da también origen, en el Cono Sur, al avance de movimientos liberales y reformistas, sostenidos en la bonanza relativa de los precios internacionales de las materias primas.
Así en Argentina, las primeras elecciones por voto universal de 1916 llevaron al poder a una coalición encabezada por Hipólito Irigoyen, que en dos periodos presidenciales impulsó reformas nacionalistas y sociales, como leyes rurales, empresa estatal de petróleo, autonomía universitaria y política exterior independiente. De modo semejante en Uruguay, José Batlle (1903-1907 y 1911-1915) implantó los derechos humanos del trabajo, estatizó bancos y ferrocarriles, y creó un generoso régimen de pensiones.
Dos décadas más tarde el panorama internacional había cambiado radicalmente. La gran depresión, el fracaso de la Liga de las Naciones y el rearme de Alemania modificaron los equilibrios políticos y las pautas económicas del mundo. La solidificación de la Unión Soviética, la aparición del fascismo, el nacional socialismo y los regímenes corporativos de derecha corresponden al descrédito de las democracias parlamentarias. Ese es el contexto en que surgen también la II República española y el Frente Popular en Francia.
La transición hegemónica que habría de culminar en la Segunda Guerra Mundial abre espacios para los países independientes de la periferia, esto es, los de América Latina. Es el tiempo de los más afamados populismos, definidos por la teoría política como regímenes encabezados por dirigentes carismáticos, con apoyo en organizaciones de masas y un firme soporte militar. Los más exitosos: el de Lázaro Cárdenas en México (1934-1940) y el de Getulio Vargas en el Brasil (1930-1945 y 1951-1954).
Ambos confluyeron en la consolidación de los más grandes Estados nacionales de la región, a través de reformas de diferente envergadura que centralizaron el poder, modificaron el sistema de propiedad y reivindicaron los recursos naturales. En ese horizonte se ubica también el régimen instaurado por Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955), cuyo partido de trabajadores —con paréntesis dictatoriales y liberales— gobierna todavía ese país.
En ese tiempo los liderazgos de César Augusto Sandino en Nicaragua y Víctor Raúl Haya de la Torre en Nicaragua son derrotados por las oligarquías y la intervención estadounidense. En cambio, Chile logra instaurar tres gobiernos de izquierda democrática, a partir de Pedro Aguirre Cerda en 1938. Durante ese periodo, que se prolonga hasta 1952, el propósito anunciado era establecer “un régimen fundado en el efectivo ejercicio del poder por el pueblo y el control democrático del aparato productivo”.
En esa época se desató la guerra fría y la polarización ideológica y militar entre dos bloques. Se activaron por una parte los intentos revolucionarios y por la otra las dictaduras de contención. Aquellos fueron acompañados por los movimientos de liberación nacional y matizados por los esfuerzos democratizadores de la descolonización, en Asia y África, que en menos de 30 años triplicaron el número de países miembros de las Naciones Unidas.
La lista de los flujos y reflujos políticos de ese periodo es extensa: van del derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala en 1955 hasta el de Salvador Allende en Chile en 1973. Pero también de la victoria de la Revolución Cubana en 1959 hasta el de la Revolución Sandinista en 1979. Es quizá la era más pendular de la historia latinoamericana.
Se inscribirían en ese proceso el retorno de la democracia en Costa Rica en 1948 con José Figueres y en Venezuela con Rómulo Betancourt en 1959. Los gobiernos nacionalistas de Bolivia que se iniciaron con Víctor Paz Estenssoro en 1952, la victoria de Juan Bosch en República Dominicana en 1962 y los populismos militares instalados en 1968 por Juan Velasco Alvarado en el Perú y Omar Torrijos en Panamá, que nacionalizó el petróleo en un caso y recuperó la soberanía sobre el canal en el otro.
En la mayor parte de los países de la región esos ejercicios heterodoxos fueron cegados por dictaduras militares, casi siempre con ayuda externa. A ellas correspondió la administración de la crisis y el advenimiento del neoliberalismo durante la década de los 80, sin que las transiciones democráticas posteriores hayan podido revertir tal modelo económico, generador de estancamiento y desigualdad.
Por esa razón el resurgimiento de izquierdas gobernantes en América Latina en los comienzos de este siglo no tiene otro origen ni otro destino que el logro de una inserción más justa y eficiente de nuestros pueblos en la globalidad. Un cambio sustantivo en las relaciones políticas y sociales, edificado con imaginación y audacia, del que México no podría estar ausente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario